Había muerto en el ochenta y nueve, cuando Zinaida tenía dieciocho. Al cabo de seis meses volvieron al cementerio de Troekurovo para enterrar a Sergo a su lado. Zinaida cerró los ojos y recordó a su padre borracho en el funeral, bajo la lluvia, y a un par de camaradas de Sergo del ejército, y a un joven teniente, un niño, el oficial de mando de Sergo, que habló de la muerte de su hermano por la madre patria que brindaba ayuda fraternal a las fuerzas progresistas de la República Popular de… ¿qué cono importaba? El teniente se largó en cuanto pudo, al cabo de unos diez minutos, y Zinaida esa misma noche sacó sus cosas de aquel apartamento lleno de fantasmas. Su padre intentó impedírselo y le pegó. Rezumaba vodka por todos los poros, y, mojado como estaba por la lluvia, olía más que nunca a perro viejo. No había vuelto a verlo hasta el martes pasado, cuando se presentó en la puerta de su casa para llamarla puta. Ella lo había echado como a un mendigo, con un par de cajetillas de cigarrillos. Pero ahora que estaba muerto, no volvería a verlo nunca más.
Zinaida agachó la cabeza y movió los labios. Cualquiera que la mirara pensaría que estaba rezando, pero en realidad estaba leyendo la nota y hablando consigo misma.
«No me he portado bien, tienes razón. Todo lo que dijiste era cierto. ¡No creas que no lo sé!»
No, papá, no te portaste bien, y lo sabes.
«Pero ahora tengo la oportunidad de hacer algo bueno.»
¿Bueno? ¿A esto lo llamas bueno? ¿Es una broma? Te mataron por eso y ahora me van a matar a mí.
«¿Recuerdas ese sitio que yo tenía cuando mamá vivía?»
Sí, lo recuerdo.
«¿Y recuerdas lo que te decía siempre? ¿Me escuchas, muchacha? Regla número uno. ¿Cuál es la regla número uno?»
Plegó la nota y echó una mirada alrededor. Ese juego era una estupidez.
«¡Contéstame!»
Agachó la cabeza obediente.
Nunca demuestres que tienes miedo, papá.
«¡Otra vez!»
Nunca demuestres que tienes miedo.
«Regla número dos. ¿Cuál es la regla número dos?»
Sólo tienes un amigo en este mundo.
«¿Y quién es?»
Uno mismo.
«¿Y quién más?»
Éste.
«Enséñamelo.»
Éste, papá, éste.
En la oculta oscuridad de su bolso, sus dedos empezaron a juguetear con su rosario, primero con torpeza, pero después cada vez con más destreza… Soltar, meter, cerrar, apretar… Salió de la iglesia cuando acabó el servicio y bajó a la plaza Roja. Estaba más tranquila porque ahora sabía qué debía hacer.
El inglés tenía razón. No debía arriesgarse a ir a su casa. No tenía ningún amigo de suficiente confianza como para quedarse en su casa. Y en un hotel tendría que registrarse. Si Mamantov tenía amigos en el FSB…
Sólo le quedaba una opción.
Eran casi las seis y las sombras empezaban a caer y hacerse más profundas en la base del mausoleo de Lenin. Pero enfrente, en los grandes almacenes GUM, las luces eran cada vez más brillantes. Una hilera de faros amarillos que alumbraban un atardecer de octubre.
Hizo las compras deprisa. Primero, un vestido negro de noche de seda natural, con la falda hasta la rodilla. Después, medias negras, guantes negros cortos, un bolso negro, unos zapatos negros de tacón y maquillaje.
Pagó en efectivo y en dólares. Nunca salía a la calle con menos de mil dólares en efectivo. Se negaba a usar tarjetas de crédito; dejaban demasiados rastros. Y tampoco se fiaba de los bancos; la mayoría eran alquimistas ladrones que cogían tus valiosos dólares y los transfor- maban por arte de magia en rublos: convertían el oro en metal de baja ley.
En el mostrador de cosméticos la reconoció una de las vendedoras: «¡Hola, Zina!», y ella tuvo que largarse a toda prisa.
Volvió a la boutique, se quitó los téjanos y la camisa y se enfundó en el vestido nuevo. Le costó subirse la cremallera, tuvo que pasar el brazo izquierdo por encima de la espalda, y la mano derecha entre los omóplatos para cogerla y cerrarla sin que le pellizcara la piel. Dio un paso atrás para mirarse: mano en la cadera, cabeza ladeada, perfil hacia el espejo.
Bien.
Bueno; bastante bien.
Maquillarse le llevó otros diez minutos. Metió la ropa vieja de abrigo en la bolsa del GUM, se puso la chaqueta de piel y volvió a la plaza Roja, tambaleándose con los tacones altos sobre los adoquines de la calle. Tuvo cuidado de no mirar el mausoleo de Lenin ni el muro del Kremlin que tenía detrás, donde su padre solía llevarla de pequeña para desfilar ante la tumba de Stalin. En cambio pasó por la entrada norte de la plaza y se dirigió al Metropol. Necesitaba una copa, pero los guardias del hotel no la dejaron entrar.
—No, querida. Lo siento, pero ni hablar.
Oyó sus risas mientras se alejaba.
—¿Qué? ¿Esta noche empezamos temprano? —le dijo uno de ellos.
Cuando llegó a su coche ya estaba oscuro. Y allí era donde estaba ahora sentada.
Extraño, pensó al mirar atrás, las muertes de mamá y Sergo, esas dos pequeñas muertes. Extraño. Eran como dos piedras pequeñas al principio de un alud. Porque poco después, todo se derrumbó, el mundo de siempre se desmoronó.
No es que Zinaida notara mucho las cosas políticas. Los primeros años después de dejar a su padre los recordaba confusamente. Vivió en una casa de okupas en el distrito de Kranogorsk. Se quedó embarazada dos veces. Abortó las dos. (Y casi no había pasado ni un día sin preguntarse cómo habrían sido esas dos criaturas, que ahora tendrían nueve y siete años, si no hubieran sido más ruidosas que el vacío que habían dejado atrás.)
A pesar de todo, aunque no notara lo de la política, sí se fijaban en el dinero que había empezado a aparecer alrededor de los hoteles elegantes: el Metropol, el Kempinski y el resto. Y el dinero se fijaba en ella, como en todas las chicas de Moscú. Zinaida no era una de las más guapas, pero estaba bastante bien: tenía la suficiente herencia mingreliana, que le daba unos rasgos orientales casi afilados, y lo suficiente de rusa para tener cierta voluptuosidad a pesar de la delgadez.
Y como ninguna chica de Moscú podía ganar en un mes lo que un hombre de negocios occidental podía gastarse en una noche en una botella de vino, no había que ser un genio de la economía, ni uno de esos asesores de empresas caraduras que se tomaban una copa en la barra, para ver que había mercado en ciernes. Por lo tanto, una noche de diciembre de 1992, a los veintiún años de edad, en la suite de hotel de un ingeniero alemán de Ludwigshafen am Rhein, Zinaida Rapava se convirtió en puta, y salió, al cabo de noventa minutos, tambaleándose por el pasillo con ciento veinticinco dólares escondidos en el sostén, más dinero del que había visto en toda su vida.
¿Y puedo decirte algo más, papá, ahora que al fin estamos hablando? No tenía nada de malo. Me sentí bien. Porque ¿qué hacía yo que no hicieran otros diez millones de chicas todas las noches pero sin la sensación de que les pagaran? Aquello era decadencia. Esto era negocio, kapitalism… y no tenía nada de malo, ponía en práctica lo que me habías enseñado: que sólo tenía una amiga: yo misma.
Al cabo de un tiempo, el negocio se trasladó de los hoteles a las discotecas; así era más fácil. Pagaban protección a la mafia, se llevaban un porcentaje de las chicas, y la mafia, a cambio, mantenía alejados a los macarras, de modo que todo quedaba muy bonito y respetable, y todos hacían como que en lugar de un negocio era puro placer.
Esa noche, casi seis años después de ese primer contacto, Zinaida Rapava tenía en su apartamento —que, a propósito, era de propiedad y estaba completamente pagado— cerca de treinta mil dólares en efectivo. Y además tenía planes. Acabaría los estudios de derecho, dejaría el Robotnik y se marcharía de Moscú. Pensaba instalarse en San Petersburgo y convertirse en una auténtica puta legaclass="underline" una abogada.