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Pensaba hacer todo eso hasta que, el martes por la mañana, Papú Rapava había aparecido quién sabe de dónde con ganas de hablar. La había insultado y le había traído de la calle el conocido y pestilente aliento del pasado. Escuchó las noticias de las diez, puso el motor en marcha y condujo despacio por Bolshaya Lubyanka, se dirigió al noroeste, cruzó Moscú hasta el estadio de los Jóvenes Pioneros, y aparcó en el sitio de siempre, justo al lado del camino de tierra.

Era una noche fría. El viento le ceñía el fino vestido alrededor de las piernas. Caminó hasta la puerta con el bolso bien cogido. Dentro estaría más segura.

En la puerta del Robotnik había bastante gente para ser un jueves por la noche, una buena hilera de borregos occidentales que esperaban para ser esquilados. En otras circunstancias les hubiera pegado un repaso con la mirada más afilada que un par de tijeras de esquilar, pero esa noche no. Tuvo que obligarse a entrar.

Dio la vuelta hasta la puerta trasera, y Alekséi, el barman, la dejó entrar como siempre. Dejó la chaqueta en el guardarropía, dudó con el bolso, pero al final también decidió dárselo a la anciana: la pista de baile del Robotnik no era el sitio más sensato de Moscú para que a una la pillaran con una pistola.

Cuando iba a la discoteca siempre podía fingir que no era ella; era otra de las cosas buenas del lugar, aparte del dinero. («¿Cómo te llamas?», solían preguntarle para establecer cierto contacto humano. «¿Qué nombre prefieres?», les respondía siempre.) Podía dejar su historia en la puerta del Robotnik, y ocultarse detrás de esta otra Zinaida: sexy, dueña de sí, dura… Pero esa noche no. Esa noche, mientras estaba en el lavabo de mujeres retocándose el maquillaje, el truco parecía que no le funcionaba y la cara que le devolvía el espejo era indiscutiblemente la suya: los ojos rasgados y asustados de Zinaida Rapava. Se sentó durante más de una hora en uno de los cubículos a observar. Necesitaba alguien que quisiera llevársela toda la noche. Alguien decente y respetable, con apartamento propio. ¿Pero cómo podía hacer para ver cómo eran de verdad los hombres? Los jóvenes con aires chulos y mal hablados a veces acababan llorando y enseñando la foto de la novia. Solían ser los banqueros y los abogados con gafas a quienes les gustaba pegar.

Poco después de las once, cuando el lugar estaba repleto, hizo su primer movimiento.

Dio una vuelta a la pista de baile con una botella de agua mineral en la mano. Dios mío, pensó, esa noche había chicas que no parecían ni de quince. Ella podía ser prácticamente su madre.

Se acercaba al fin de esa vida.

Un hombre al que le asomaba el vello oscuro y rizado por el cuello desabotonado de la camisa, se acercó a ella, pero a Zinaida le recordó a O'Brian, lo esquivó a través de una nube de aftershave, y optó por un individuo corpulento del sudeste asiático con un traje de Armani.

El hombre se acabó la copa —vodka puro sin hielo, notó ella, demasiado tarde— y la llevó a la pista de baile. Sin esperar ni un segundo la agarró por el trasero, una nalga en cada mano, y empezó a hincarle los dedos, casi levantándola de sus zapatos nuevos. Zinaida le dijo que parara, pero él parecía no enterarse. Ella trató de empujarlo con las manos para separarse, pero sólo sirvió para que la sobara con más fuerza. En ese momento algo en ella cedió, o mejor dicho, se unió: una especie de fusión entre las dos Zinaidas…

«¿Eres una buena bolchevique, Anna Safanova? ¿Quieres demostrarlo? ¿Bailarías para el camarada Stalin?»

De repente le rastrilló la mejilla afeitada con las uñas de la mano derecha, se las hincó tanto que tuvo la certeza de que el hombre sintió cómo le arrancaba filamentos de carne.

La soltó en el acto, gimió y se dobló en dos, mientras sacudía la cabeza y salpicaba sangre como hacen los perros cuando salen del agua. Alguien gritó y la gente se apartó para darle espacio.

¡Ahí tenían lo que habían ido a ver!

Zinaida salió corriendo… subió por la escalera de caracol, pasó por los detectores de metal y penetró en el frío de la noche. Resbaló y se cayó en el hielo con las piernas separadas como una vaca. Estaba segura de que el hombre iba tras ella. Se levantó y se las arregló para llegar al coche. Complejo de apartamentos Victoria de la Revolución. Bloque 9. Oscuridad. Los polis ya no estaban. El gentío tampoco. Y pronto también desaparecería el complejo. Era una chapuza incluso para el nivel soviético; al cabo de uno o dos meses iban a demolerlo.

Aparcó enfrente, en el lugar en que había dejado al inglés la noche anterior, y miró la áspera superficie cubierta de nieve.

Bloque 9.

El hogar.

Estaba tan cansada…

Cogió el volante con las dos manos y apoyó la frente sobre los brazos. Para entonces ya había acabado con el llanto. De pronto sintió la presencia de su padre y recordó esa estúpida canción que solía cantar.

Kolyma, Kolyma…

¡Qué bonito lugar!

Doce meses de invierno

y verano los demás…

¿Y no había otra estrofa? ¿Algo como que se trabajaba veinticuatro horas al día y el resto se dormía? Siguió el ritmo imaginario de la música golpeándose la cabeza contra los brazos, apoyó la mejilla sobre el volante y, en ese momento, recordó que había dejado el bolso con la pistola en el guardarropía de la discoteca.

Lo recordó porque un coche, un coche grande, se había parado al lado del de ella, muy cerca, y le impedía salir, mientras un hombre la miraba… una mancha blanca distorsionada a través de dos cristales sucios y mojados.

18

Lo despertó el silencio.

—¿Qué hora es?

—Las doce. —O'Brian bostezó soñoliento—. Es tu turno.

Estaban aparcados a un lado de la carretera desierta. Kelso sólo veía algunas tenues estrellas en el cielo. Después del rumor del viaje, el silencio era casi una presión física en los oídos.

—¿Dónde estamos? —preguntó mientras se incorporaba.

—A unos ciento sesenta kilómetros al norte de Vologda. —O'Brian encendió la luz interior—. Por aquí más o menos.

Se inclinó sobre el mapa y señaló un punto que parecía completamente desierto, un espacio en blanco dividido sólo por la línea roja de la carretera, con unos pocos símbolos que indicaban pantanos a ambos lados. Más al norte, el mapa se volvía verde por los bosques.

—Tengo que mear—dijo O'Brian—. ¿Vienes?

Hacía mucho más frío que en Moscú y el cielo parecía aún más grande. Un conjunto de nubes con los bordes más claros por la luz de la luna se movía despajo hacia el sur y, de tanto en tanto, dejaba a la vista trozos de cielo estrellado. O'Brian tenía una linterna. El potente haz de luz se extendió un par de cientos de metros en la oscuridad y desapareció; no iluminaba nada, sólo una bruma helada que flotaba baja sobre el campo.

—¿Oyes algo? —preguntó O'Brian formando vapor con el aliento.

—No.

—Yo tampoco.

Apagó la linterna y permanecieron allí durante un rato.

—Ay, papi, qué miedo —exclamó O'Brian con vocecilla infantil.

Volvió a encender la linterna y subieron por el arcén hasta el Toyota. Kelso sirvió dos tazas de café mientras O'Brian levantaba la puerta trasera y sacaba un par de bidones. Buscó un embudo y empezó a llenar el depósito.

Kelso, con la taza de café en la mano, se alejó de los vapores de la gasolina para encender un cigarrillo. En el frío y la oscuridad, bajo el inmenso cielo euroasiático, se sintió extrañamente desconectado de la realidad, asustado pero estimulado, con los sentidos agudizados. Oyó a lo lejos un rumor y en la carretera recta apareció un punto amarillo. Observó cómo el resplandor aumentaba de tamaño poco a poco y se dividía en dos focos grandes que por un momento pensó que iban directamente a él. Acto seguido un enorme camión de dieciséis ruedas pasó rugiendo; el conductor se limitó a hacer sonar el claxon. El ruido del motor aún seguía oyéndose a lo lejos mucho después de que hubieran desaparecido en la oscuridad las luces rojas traseras.