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Frunció el entrecejo al recordar algo que había dicho Mamantov.

«Le diré algo: usted está tan obsesionado como yo.»

En aquel momento se había reído. Pero ahora que volvía a pensar en ello, la frase le pareció inesperadamente sagaz… perturbadora, incluso, por la agudeza que encerraba, y se sorprendió recordándola una y otra vez mientras descendía la temperatura y la carretera se desplegaba interminable por la helada oscuridad. Condujo durante más de cuatro horas, hasta que se le durmieron las piernas y, en un momento dado, se quedó dormido y se despertó de golpe para encontrar el Toyota en el centro de la carretera y las líneas blancas, iluminadas por los faros, pasando por debajo veloces como lanzas.

Al cabo de unos minutos pasó por una especie de área de reposo para camioneros. Frenó de golpe y dio marcha atrás. O'Brian, a su lado, se despertó con dificultad.

—¿Por qué paramos?

—El depósito está vacío y necesito descansar. —Kelso paró el motor y se masajeó la nuca—. ¿ Por qué no nos quedamos un rato aquí?

—No. Tenemos que seguir viaje. Sirve un poco de café mientras yo pongo gasolina.

Repitieron el mismo ritual que antes. O'Brian trajinando en el frío con un par de bidones en la parte trasera del Toyota, mientras Kelso se alejaba para fumar un cigarrillo. El viento, a esa latitud, era bastante más frío. Oyó cómo silbaba entre unos árboles que no se veían y el ruido lejano de un río o un arroyo.

Cuando volvió al coche, O'Brian estaba en el asiento del conductor con la luz encendida, estudiando un mapa mientras se pasaba una afeitadora eléctrica por la barbilla. No era una hora normal para estar despierto, pensó Kelso. No le gustaba, lo asociaba con emergencias, pérdidas, conspiración, huidas… la triste despedida al final de una aventura de una noche.

Ninguno de los dos dijo nada. O'Brian guardó la afeitadora y el mapa en el bolsillo de la puerta del conductor.

El asiento reclinable estaba tibio, igual que el saco de dormir, y Kelso, a pesar de sus angustias, al cabo de cinco minutos se durmió profundamente, sin soñar. Cuando despertó, unas horas más tarde, era como si hubieran cruzado una barrera y entrado en otro mundo.

19

Poco tiempo antes, cuando Kelso aún estaba al volante, el comandante Feliks Suvorin se inclinaba para darle un beso a su mujer, Serafima.

Ella se limitó a ofrecerle la mejilla, pero después se lo pensó mejor y sacó un brazo tibio y suave de debajo del edredón, le cogió la nuca con la mano y lo atrajo hacia sí. Feliks la besó en la boca. Serafima olía a Chanel que le había traído su padre de la última reunión del G8.

—Esta noche no vendrás —le murmuró.

—Sí. —No, no vendrás.

—Intentaré no despertarte.

—Despiértame.

—Duerme.

Le pasó un dedo por los labios y apagó la luz de la mesilla. La luz del pasillo le indicó el camino para salir del cuarto. Oyó la respiración de los niños. Eran la una y treinta cinco. Había estado sólo dos horas en casa. ¡Maldición! Se sentó en una silla dorada al lado de la puerta, se puso los zapatos y cogió el abrigo del perchero de madera labrada. La decoración estaba copiada de una revista occidental y costaba mucho más de lo que podía permitirse un comandante del SVR; de hecho, con su sueldo apenas Podía comprarse la revista. Se lo había pagado su suegro.

De camino de salida, Suvorin se vio en el espejo de la entrada, con una reproducción de Jackson Pollock de fondo. Las arrugas y las sombras de su rostro cansado parecían mezclarse con las del retrato. Se estaba haciendo demasiado viejo para este juego, pensó. Se acababa el chico de oro. La noticia de que el vuelo de Delta había despegado sin Kelso a bordo había llegado a Yasenevo poco después de las dos de la tarde. El coronel Arseniev le había expresado con diferentes y pintorescos coloquialismos —y sin duda había dejado constancia, más discretamen- te, en alguna otra parte— su sorpresa de que Suvorin no hubiera tomado las previsiones para que el historiador fuera escoltado hasta la nave. Suvorin se había tragado la respuesta, que habría sido preguntar ácidamente cómo iba a hacer para localizar a Mamantov, controlar la Milicia, encontrar el cuaderno y cuidar a un académico occidental que tenía sus propias ideas en el Sheremetevo-2, todo con la ayuda de cuatro hombres.

Además, por entonces todo eso era menos urgente que el descubrimiento de que la agencia de noticias Interfax iba a difundir un artículo sobre la muerte de Papú Rapava, citando «fuentes de la Milicia» sin nombre que afirmaban que el anciano había sido asesinado mientras trataba de vender unos papeles secretos de Stalin a un autor occidental. Tres diputados comunistas trataron de sacar el tema en la Duma. La Oficina del Presidente de la Federación se había puesto en contacto con Arseniev exigiendo saber (cita textual de Boris Nikolaevich) «¿qué cono estaba pasando?». Igual que el FSB. Media docena de reporteros acampó en la entrada del bloque de Rapava, otros, bastantes más, ro- deaban el cuartel general de la Milicia, mientras la postura oficial de ésta era aguantar e improvisar.

Suvorin, por primera vez, veía las ventajas de las antiguas formas de hacer, cuando una noticia era lo que se le antojaba anunciar a Tass y lo demás era secreto de Estado.

Intentó por última vez hacer de abogado del diablo. ¿No corrían el riesgo de estar dándole demasiada importancia? ¿No estaban haciéndole el juego a Mamantov? ¿Qué podía contener el diario de Stalin que fuera tan importante para el mundo moderno?

Arseniev había sonreído: señal de peligro.

—¿Cuándo naciste, Feliks? —respondió con afabilidad—. ¿En el cincuenta y ocho? ¿Cincuenta y nueve?

—En el sesenta.

—Vaya, en el sesenta. Yo nací en el treinta y siete. Mi abuelo murió fusilado. A dos tíos míos los mandaron a los campos de trabajo y nunca regresaron. Mi padre murió al principio de la guerra porque cometió la estupidez de tratar de detener un tanque alemán con una botella de gasolina en las afueras de Poltava, y todo porque el camarada Stalin decía que si algún soldado se rendía sería considerado traidor. Así que yo no subestimaría al camarada Stalin.

—Lamento…

Pero Arseniev le hizo gestos de que se callara, levantó la voz y enrojeció.

—Si ese cabrón guardaba su cuaderno en la caja fuerte, tenía sus razones, estoy seguro. Si Beria se lo robó, también tenía sus razones. Y si Mamantov está dispuesto a torturar a un anciano hasta la muerte, en- tonces también tiene sus malditas razones para querer conseguirlo. Así que, por favor, Feliks Stepanovich, encuentra ese cuaderno. Ten la bondad de encontrarlo.

Y Suvorin había hecho todo lo posible. Se puso en contacto con todos los expertos en documentos de Moscú. Pasó discretamente la descripción de Kelso a los puestos de la Milicia de todas las capitales, así como a la policía de tráfico, el GAL Técnicamente, el SVR trabajaba ahora en «estrecho contacto» con la brigada de investigación criminal de la Milicia, lo que significaba que podía disponer de algunos recursos; habían preparado en conjunto una bola para soltarle a los medios. Feliks había hablado con un amigo de su suegro, el dueño de la cadena de periódicos más grande de la federación, para pedirle un poco de reserva. Había mandado a Netto a husmear a la calle Vspolni. Había dispuesto que montaran guardia en la casa de la hija de Rapava, Zinaida, que había desaparecido, y, al ver que a la noche no había vuelto, había mandado a Bunin a darse una vuelta por el Robotnik, la discoteca donde trabajaba.

Y poco después de las once, Suvorin se había marchado a casa.

A la una y veinticinco lo llamaron para decirle que la habían encontrado.