—¿Dónde estaba?
—Sentada en su coche —le dijo Bunin—, en la puerta de la casa de su padre. La seguimos desde el club. Esperamos para ver si iba a encontrarse con alguien, pero como no apareció nadie, la detuvimos allí. Creo que ha tenido una pelea.
—¿Por qué?
—Bueno, ya verá cuando suba y le vea la mano.
Hablaban en voz baja en el vestíbulo del edificio de apartamentos, en el distrito de Zayauze, un insulso barrio interior del este de Moscú. Tenía un apartamento cerca del parque, privatizado a juzgar por lo bien cuidadas que estaban las dependencias comunes, respetable. Suvorin se preguntó qué pensarían los vecinos si supieran que la chica del tercero era una furcia.
—¿Algo más?
—La casa está limpia, y el coche también —dijo Bunin—. Hay una bolsa con ropa en el maletero: vaqueros, una camiseta, botas, bragas. Pero tiene un montón de pasta escondida ahí arriba. Todavía no sabe que la he encontrado.
—¿Cuánta?
—Unos veinte o treinta mil dólares. Bien envueltos en polietileno y metidos en la cisterna del lavabo.
—¿Y ahora dónde están?
—Los tengo yo.
—Démelos.
Bunin dudó un instante y le entregó el dinero: un grueso fajo de billetes de cien. Lo miró enfadado. Habría tardado cuatro o cinco años en ganar esa suma, y Suvorin, mientras se lo metía en el bolsillo, supuso que había dudado en quedarse con un porcentaje —quizá ya lo había hecho.
—¿Cómo es la chica?
—Una zorra, comandante. No va a sacar gran cosa de ella. —Se dio un golpecito en la sien—. Yo diría que está bastante pirada.
—Gracias, teniente, por su valiosa agudeza psicológica. Puede esperar aquí abajo.
Suvorin subió la escalera. En el rellano del segundo piso, una mujer de mediana edad con rulos asomó la cabeza por la puerta.
—¿Qué pasa?
—Nada, señora. Preguntas de rutina. No se preocupe.
Siguió subiendo. Tenía que sacar algo, pensó. Debía hacerlo; era la única pista que tenía. En la puerta del apartamento llamó educadamente, abrió la puerta y entró. Un agente de la Milicia se puso de pie.
—Gracias —dijo Suvorin—. Baje y espere con el teniente.
Esperó hasta que se cerró la puerta antes de examinar a la chica. Llevaba un jersey de lana gris sobre el vestido y estaba sentada en la única silla, con las piernas cruzadas, fumando. En un plato de la mesilla de al lado estaban las colillas de otros cinco cigarrillos. El apartamento tenía un solo ambiente, pero estaba ordenado y bien arreglado, con un gran despliegue de derroche de dinero: un televisor occidental con un descodificador de antena parabólica, un vídeo, un equipo de discos compactos, un armario con vestidos, todos negros. En un rincón había una cocina pequeña. La puerta daba al cuarto de baño. El sofá presumiblemente se convertía en cama. Notó que Bunin tenía razón respecto a la mano. Los dedos que sostenían el cigarrillo tenían sangre coagulada debajo de las uñas. Ella vio que él se fijaba.
—Me caí —dijo mientras descruzaba las piernas y enseñaba un raspón en la rodilla y las medias llenas de carreras—. ¿Vale?
—¿Me permite sentarme? —Como ella no respondió, Suvorin se sentó en el borde del sofá tras apartar un par de juguetes: un soldado y una bailarina—. ¿Tiene hijos? —preguntó.
Silencio.
—Yo tengo dos varones.
Echó un vistazo a la habitación en busca de algún otro punto de contacto, pero era todo de lo más impersonaclass="underline" ni fotos, ni libros —aparte de manuales de derecho—, ni adornos ni chucherías. Había una hilera de discos compactos, todos occidentales y todos de artistas que jamás había oído. Le recordaba a una de esas casas francas de Yasenevo: un sitio para pasar una noche y largarse.
—¿ Es poli ? No lo parece. ;
—No. ',
—¿Qué es entonces?
—Lamento lo de su padre, Zinaida. Hábleme de él
—No hay nada que decir.
—¿Se llevaba bien con su padre?
Ella apartó la mirada.
—Verá, me preguntaba por qué no apareció cuando descubrieron el cuerpo. Anoche fue usted a su apartamento, ¿no? La Milicia estaba allí. Y después se marchó.
—Estaba muy alterada.
—Por supuesto. —Suvorin le sonrió—. ¿Dónde está Chiripa Kelso?
—¿Quién?
No lo hace mal, pensó, ni parpadea. Pero claro, no sabía que él tenía la declaración de Kelso.
—El hombre al que llevó anoche a la casa de su pare.
—¿Kelso? ¿Así se llama?
—Ay, Zinaida, es usted muy lista, ¿no? ¿Dónde ha estado todo el día?
—Dando vueltas en coche, pensando.
—¿Pensando en el cuaderno de Stalin?
—No sé a qué…
—Ha estado con Kelso, ¿no?
—No.
—¿Dónde está Kelso? ¿Dónde está el cuaderno?
—No sé de qué me había. ¿Qué pretende? Además, usted no es policía… ¿Tiene algún papel que lo identifique?
—Ha pasado el día con Kelso…
—Ahí dice que no tiene derecho a estar en mi casa sin una orden correspondiente —dijo señalando los libros de derecho.
—¿Así que estudias derecho, Zinaida? —Empezaba a irritarlo—. Serás una buena abogada.
Parecía divertida; seguro que se lo habían dicho otras veces. Zuvorin sacó un fajo de dólares, la chica dejó de reírse, y él pensó que iba a desmayarse.
—¿Qué dice el Estatuto de la Federación sobre la prostitución, Zinaida Rapava? —La chica miraba el dinero como una madre miraría a su hijo—. Tú eres la abogada, dímelo. ¿Cuántos hombres hay en este fajo de billetes? ¿Cien? ¿Ciento cincuenta? No, seguro que no son ciento cincuenta… Ya no eres tan joven. Pero las demás sí lo son, ¿no? Y cada día más jóvenes. Sabes una cosa, creo que ya no volverás a ver este dinero.
—Cabrón…
—Piensa en ello —dijo él pasándose los billetes de una mano a la otra—. Cien hombres a cambio de decirme dónde puedo encontrar sólo a uno. Cien contra uno. No es tan mal negocio, ¿verdad?
—Cabrón —repitió, pero esta vez con menos convicción.
—Vamos, Zinaida —se inclinó y bajó la voz coaccionándola—, ¿dónde está Kelso? Es importante.
Por un momento pensó que ella iba a decírselo, pero en ese instante endureció la cara.
—No me importa quién seas —le espetó—, pero prefiero hacer la calle, es más honrado.
—Quizá sea cierto —reconoció Suvorin, y le arrojó el dinero encima.
Los billetes resbalaron sobre la falda de la chica y cayeron al suelo, entre las piernas. Zinaida ni se agachó a recogerlos, se limitó a mirarlos. Y él entonces sintió una gran tristeza, tristeza por él, que había tenido que llegar a eso, a sentarse en la cama de una puta del distrito de Zayauze para intentar sobornarla con su propio dinero. Y triste por ella, porque Bunin tenía razón: estaba chiflada y ahora iba a tener que hacerla hablar.
20
Aunque habían pasado dos horas desde el amanecer, era como si la oscuridad no acabara de irse, como si el día se hubiera dado por vencido incluso antes de empezar. El cielo seguía gris y la cinta larga y recta de asfalto que formaba la carretera menguaba a lo lejos en la oscura humedad. A ambos lados se extendía una tierra baldía, irregular, salpicada de ciénagas color óxido y llanuras espantosamente amarillentas —la tundra subártica— que se convertía a media distancia en un bosque denso y oscuro de pinos y abetos.
Empezó a nevar.
Había mucho tráfico militar en la carretera. Adelantaron una larga columna de vehículos blindados y poco después empezaron a ver rastros de asentamientos humanos: cobertizos, corrales, restos de maquinaria agrícola… hasta una granja colectiva con una hoz y un martillo rotos en la entrada, y un viejo lema: LA PRODUCCIÓN E S VITAL PARA LA VICTORIA DEL SOCIALISMO.