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Al cabo de unos kilómetros, la carretera cruzó una vía férrea y, en la oscuridad, aparecieron unas chimeneas que lanzaban hollín al cielo de nieve.

—Debe ser esto —dijo Kelso mientras levantaba la irada del mapa —. Aquí termina la M8, en las afueras e la ciudad, al sur.

—Mierda —exclamó O'Brian.

—¿Qué pasa?

El reportero señaló con la barbilla.

—La carretera está bloqueada; hay un control.

A cien metros, dos policías del GAI, con bastones fosforescentes y pistola, detenían a todos los vehículos que pasaban y comprobaban la documentación de sus ocupantes. O'Brian echó una mirada al retrovisor, pero no podía dar marcha atrás: tenían demasiado tráfico detrás. Unas vallas de cemento en el medio de la carretera hacían imposible efectuar un cambio de sentido y retroceder hacia el sur. Estaban obligados a ha- cer la cola.

—¿Qué dijiste que era mi visado? ¿Sólo un detalle? —ironizó Kelso.

O'Brian tamborileó en el volante.

—¿Es un control permanente o dirías que es por nosotros?

Kelso echó un vistazo a la garita en que había un policía leyendo el periódico.

—Diría que es permanente.

—Bueno, algo es algo. —O'Brian empezó a rebuscar en la guantera—. Ponte la capucha y súbete el saco de dormir hasta la cara. Hazte el dormido. Les diré que eres mi cámara. —Sacó un fajo de papeles arrugados—. Tú eres Vukov, ¿de acuerdo? Foma Vukov.

—¿Foma Vukov? ¿Y ese nombre de dónde sale?

—Si no quieres volver directamente a Moscú tienes un minuto para hacer lo que te digo.

—¿Y qué edad tiene el tal Foma Vukov?

—Veintitantos. —O'Brian estiró la mano y cogió la cartera de piel de atrás—.¿Se te ocurre algo mejor? Mete esto debajo de tu asiento.

Kelso vaciló un instante y se puso la cartera detrás de las piernas. Se echó atrás, se subió el saco de dormir y cerró los ojos. Viajar sin visado era un delito; pero viajar sin visado y usar la documentación de otro era un delito muy distinto…

El coche avanzó y se detuvo. Oyó que O'Brian paraba el motor y abría.la ventanilla. Una ráfaga de aire fresco entró en el vehículo.

—Salga del coche, por favor —dijo una voz áspera en ruso.

El Toyota se meció mientras O'Brian bajaba.

Kelso empujó suavemente con el talón la cartera de piel y acabó de meterla debajo del asiento.

Hubo una segunda ráfaga de aire mientras abrían la puerta de atrás. Ruido de cajas que se abrían, cierres que saltaban. Pasos. Una conversación en voz baja.

Alguien abrió la puerta de Kelso, y éste oyó el golpeteo de los copos de nieve, la respiración de un hombre. Y después la puerta que se cerraba… que se cerraba despacio, con consideración, como para no despertar al pasajero que dormía. Kelso supo que estaba a salvo.

Oyó que O'Brian volvía a cargar las cajas en la parte trasera, daba la vuelta, se sentaba en el asiento del conductor y arrancaba.

—Es asombroso —dijo— el efecto de unos cientos de dólares en un poli que hace seis meses que no cobra. —Apartó el saco de dormir de la cara de Kelso—. Acaban de tocar diana, profesor. Bienvenido a Arcángel. Cruzaron el Dvina ruidosamente por un puente de hierro. El río era ancho con manchas amarillas por la tundra. Tenía unas corrientes subterráneas que se movían como músculos debajo de la piel sucia. Un par de barcazas negras de carga, una detrás de otra, se dirigían al norte, hacia el mar Blanco. En la orilla de enfrente, a través de la cortina de nieve y los barrotes del puente, se veían chimeneas de fábricas, grúas, bloques de apartamentos y una torre de televisión con una luz roja parpadeante.

A medida que el paisaje se ampliaba, hasta O'Brian empezó a deprimirse y dijo que era un basural, un agujero, el lugar más asqueroso que había visto en su vida.

Un tren de mercancías traqueteaba por una vía encima de ellos. Al final del puente, giraron a la izquierda, hacia lo que parecía el centro de la ciudad. Las fachadas de los edificios estaban todas picadas, partes de la carretera hundidas. Un viejo tranvía, de color marrón y ocre, avanzaba con un ruido terrible, como si arrastraran una cadena por los adoquines. Los peatones se tambaleaban en la nieve.

O'Brian conducía despacio, sacudiendo la cabeza, y Kelso se preguntó qué esperaba. ¿Un centro de prensa? ¿Un hotel para los medios de comunicación? Salieron a la amplia explanada de una estación de autobuses. En un extremo, cuatro enormes soldados de bronce del Ejército Rojo miraban, espalda contra espalda, los cuatro puntos cardinales, con sus rifles en alto en señal de triunfo. A sus pies, unos perros callejeros rebuscaban en la basura. Allí cerca había un edificio bajo y largo de cemento blanco y cristal cilindrado, con una inscripción: «Capitanía del Puerto de Arcángel.» Si esa ciudad tenía un centro, probablemente era ése.

—Paremos allí —sugirió Kelso.

Dieron la vuelta a la plaza y aparcaron con el parachoques delantero muy cerca de la barandilla curva de metal, directamente frente al agua. Un perro husky los observó sin interés y empezó a rascarse el cuello vigorosamente con la pata trasera para quitarse las pulgas. A lo lejos, a través de la nieve, apenas se divisaba la forma de un petrolero.

—¿Te das cuenta de que estamos en el extremo del mundo? —dijo Kelso en voz baja con la vista fija en el agua—. ¿Que estamos a sólo ciento cincuenta kilómetros del círculo polar ártico, que no hay nada más que hielo y mar entre nosotros y el polo Norte? ¿Eres consciente? —Se echó a reír.

—¿De que te ríes?

—De nada. —Echó una mirada a O'Brian e intentó parar, aunque sin éxito. Había algo en la espantosa desilusión del reportero que le hacía saltar lágrimas de risa—. Lo siento —farfulló—. De veras…

—Sí, sí, ríete —replicó O'Brian con amargura—. Ésta es mi idea de un perfecto viernes de mierda. Conducir ochocientos kilómetros hasta un basural que se parece a Pittsburgh después de una catástrofe nuclear para encontrar a la maldita novia de Stalin…

Resopló y también se echó a reír.

—¿Sabes lo que no hemos hecho? —logró decir O'Brian.

Kelso tomó aliento y tragó.

—¿Qué?

—No hemos ido a la estación de tren a ver el contador de radiación… ¡Probablemente estamos bien jodidos, llenos de radiactividad!

Estallaron en carcajadas dentro del Toyota. La nieve seguía cayendo y el husky los miró sorprendido, con la cabeza ladeada. O'Brian cerró el coche y cruzaron deprisa por la nieve la traicionera explanada de cemento hasta el edificio de la autoridad portuaria.

Kelso llevaba la cartera.

Seguían riendo, y al leer el anuncio de las rutas del transbordador —a Murmansk y a las islas Gimientes—, estallaron otra vez.

—¿Las islas Gimientes?

—Venga, tío, basta ya que tenemos trabajo.

El edificio era más grande de lo que parecía por fuera. En la planta baja había tiendas —quioscos pequeños que vendían ropa y artículos de tocador—, un bar y las taquillas de los billetes. En el subsuelo, iluminado por tubos fluorescentes, la mayoría rotos, había un oscuro mercado: puestos de semillas, libros, cintas pirata, zapatos, champú, salchichas, y unos macizos y enormes sujetadores rusos de color beige y negro, mi- lagro de la ingeniería de puentes voladizos.

O'Brian compró un par de mapas, uno de la ciudad y otro de la región, y volvieron a subir a las taquillas donde un hombre con un uniforme grasiento le permitió a Kelso, a cambio de un dólar, echar una ojeada rápida a la guía telefónica de Arcángel. Era un tomo pequeño, de cantos redondeados y tardó menos de treinta segundos en ver que no había ningún Safanov ni Safanovna.