—¿Y los envía el camarada Mamantov? —interrumpió Zarev—. ¿Los ha enviado aquí?
—En honor a la verdad, diría que si no hubiera sido por Vladimir Mamantov no estaríamos aquí.
Zarev empezó a asentir. Vaya, era un tema excelente y, en Occidente, lo pasaban por alto deliberadamente. ¿Cuánta gente en Occidente sabía que, en las elecciones a la Duma, los comunistas habían sacado el 30 por ciento de los votos, y el 40 por ciento en las presidenciales de 1996? Sí, muy pronto volverían a estar en el poder. Al principio, seguramente tendrían que compartirlo, pero después… ¿quién sabe?
Empezó a animarse.
Tomemos la situación de Arcángel. Había millonarios, claro. ¡Perfecto! Pero también crimen organizado, desempleo, sida, prostitución, drogas. ¿Estaban al tanto de que en Rusia la esperanza de vida y la mortandad infantil estaban al nivel de África? ¡Menudo progreso! ¡Menuda libertad! Zarev había sido profesor de teoría marxista en Arcángel durante veinte años. El puesto, desde luego, había sido eliminado… sí, había enseñado marxismo en un estado marxista, pero ahora, que literalmente estaban derribando todas las estatuas de Marx, empezaba a apreciar la genialidad de la concepción del filósofo: el dinero priva al mundo entero, tanto al mundo humano como a la naturaleza, de su auténtico valor…
—Pregúntale por la chica —susurró O'Brian—. No tenemos tiempo para todas estas gilipolleces. Pregúntale por Anna.
Zarev se había interrumpido a medio discurso y los miraba alternativamente.
—Profesor Zarev —dijo Kelso—, para ilustrar nuestra película tenemos que buscar determinadas historias humanas…
Sí, buena idea. Lo comprendía. El elemento humano. Había muchas historias en Arcángel.
—Sí, estoy seguro. Pero tenemos en mente una en particular. Una chica. Ahora será una mujer de más de sesenta años, más o menos de su edad. Su apellido de soltera era Safanova. Anna Mijailovna Safanova. Había estado en el Komsomol.
Zarev se rascó la punta de la nariz. El nombre, dijo después de pensar, no le sonaba. Seguramente había sido hacía muchos años.
—Casi cincuenta.
¿Cincuenta años? ¡Imposible! ¡Por favor! Él les buscaría otras personas…
—¿Pero tendrán archivos?
… les presentaría mujeres que habían combatido contra los fascistas en la Gran Guerra Patria, heroínas del trabajo socialista, condecoradas con la Orden de la Estrella Roja. Gente magnífica.
—Pregúntale cuánto quiere —dijo O'Brian que ya no se molestaba en cuchichear. Empezó a sacarse la cartera del bolsillo—. ¿Por mirar en los archivos? ¿Cuánto?
—¿Le pasa algo a su colega? —preguntó Zarev.
—Mi colega se preguntaba —dijo Kelso con delicadeza— si usted tendría la bondad de hacer cierto trabajo de investigación para nosotros. Estaríamos encantados de pagar… de pagarle al Partido unos honorarios… No sería fácil, comentó Zarev.
Kelso dijo que estaba seguro.
Durante los últimos años de la Unión Soviética, el 7 por ciento de la población adulta era miembro del Partido Comunista. Si se aplicaba la misma proporción a Arcángel, ¿con qué nos encontrábamos? Quizá con veinte mil miembros sólo en la ciudad, y tal vez el mismo número en la provincia autónoma. Y a ese número había que añadirle los miembros del Komsomol y los demás brazos colaterales del Partido. Por lo tanto, si se incluían todos los miembros activos durante los últimos ocho años, los que murieron o dimitieron, los que fueron fusilados, encarcelados, purgados, exilados… nos encontrábamos con un número muy grande. Un número enorme. Sin embargo…
Lo arreglaron por doscientos dólares. Zarev insistió en extenderles un recibo. Guardó el dinero en una caja metálica destartalada, que a su vez metió en un cajón, y Kelso se dio cuenta, quizá con una extraña admiración, que Zarev probablemente tenía intenciones de entregar el dinero al Partido. No se lo guardaría; era un auténtico creyente.
El ruso volvió a llevarlos por el pasillo hasta la recepción. La rubia teñida regaba las plantas en sus botes. Aurora seguía proclamando que la violencia era inevitable. La gorda sonrisa de Ziuganov seguía en su sitio. Zarev cogió una llave de un armario metálico y bajaron al sótano. Una puerta grande de hierro a prueba de explosiones, tachonada de cerrojos, pintada de color gris acorazado, se abrió de par en par y dejó a la vista un sótano con estanterías de madera llenas de expedientes.
Zarev se puso unas gafas metálicas y empezó a bajar carpetas cubiertas mientras Kelso miraba alrededor maravillado. No era un depósito, pensó, sino una cata-cumba, una necrópolis. Bustos de Lenin, de Marx y Engels se alineaban en los estantes como clones perfectos. Cajas de fotos de olvidados aparatchiks del Partido y lienzos del más puro realismo socialista que retrataban pechugonas chicas campesinas y héroes de la clase obrera con músculos de granito. Había bolsas de adornos, diplomas, carnets del Partido, folletos, panfletos, libros. Y ahí estaban también las banderas… banderitas rojas para que agitaran los niños y estandartes carmesí para que desfilaran los jóvenes como Anna Safanova.
Era como si de pronto hubieran obligado a una gran religión mundial a vaciar sus templos y ocultar todo bajo tierra, a quitar de la vista sus textos y sus iconos, con la esperanza de tiempos mejores, de un Segundo Advenimiento…
Las listas del Komsomol de 1950 y 1951 no estaban.
—¿Qué?
Kelso se dio la vuelta y se encontró a Zarev con el entrecejo fruncido y un par de carpetas, una en cada mano.
Era muy extraño, decía el ruso. Había que investigarlo más en detalle. Ellos mismos podían verlo —les dio las carpetas para que las examinaran—, ahí estaban las listas de 1949, y allí las de 1952. Pero en ninguno de esos años figuraba ninguna Anna Safanova.
—En el cuarenta y nueve era demasiado joven —dijo Kelso—, aún no tenía la edad.
Y en el cincuenta y dos sólo Dios sabía qué había sido de ella.
—¿Cuándo se llevaron las listas?
—En abril del cincuenta y dos —respondió Zarev—. Aquí hay una nota: «Documentación transferida a los archivos del Comité Central, Moscú.»
—¿Hay alguna firma?
Zarev se la enseñó.
—A. N. Poskrebishev.
—¿Quién es? —preguntó O'Brian
Kelso lo sabía, y, por lo visto, Zarev también.
—El general Poskrebishev —respondió Kelso— era el secretario privado de Stalin.
—Vaya, un misterio —intervino Zarev un poco demasiado rápido mientras volvía a poner los expedientes en su sitio. Incluso cincuenta años más tarde y a pesar de todo lo que había pasado, la firma del secretario de Stalin bastaba para intranquilizar a un hombre entrado en años. Le temblaban las manos. Una carpeta se le resbaló y cayó al suelo. Las hojas se desparramaron—. Déjelo, yo me ocuparé. —Pero Kelso ya estaba de rodillas recogiendo los papeles.
—Creo que podría hacer algo más por nosotros —le dijo.
—No creo que…
—Los padres de Anna Safanova probablemente eran miembros del Partido.
Era imposible, dijo Zarev. No podía enseñarles esos expedientes. Era documentación confidencial.
—Pero podría mirarlos usted…
No, no podía.
Alargó la mano manchada de tinta para que le devolviera las hojas y, de pronto, se acercó O'Brian y le puso otros doscientos dólares en la mano tendida.