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Con la lluvia, parecía un lugar sombrío, un depósito de ladrillo rojo oscuro, con pequeñas ventanas detrás de las rejas de hierro. No había ninguna placa en la deprimente entrada.

—Demos una vuelta por detrás —indicó Suvorin— a ver si podemos aparcar allí.

Giraron a la derecha, y otra vez a la derecha y entraron por unas puertas de madera a un patio asfaltado que brillaba por la lluvia. En un rincón había una vieja ambulancia verde con las ventanillas pintadas junto a una furgoneta negra. Había planchas de cinc ondulado, apiladas junto a bolsas de plástico blancas cerradas con cinta adhesiva, que rezaban MATERIAL SANITARIO DE DESECHO en letras rojas. Algunas estaban volcadas y abiertas, o mejor dicho, los perros las habían desgarrado. Sábanas empapadas y llenas de sangre absorbían la lluvia.

La chica estaba sentada. Miraba alrededor y empezaba a imaginarse dónde estaba. El policía de delante levantó su pesada osamenta del asiento delantero y dio la vuelta para abrirle la puerta. Zinaida no se movió. Tuvo que ser Suvorin el que la cogió del brazo y la obligó con suavidad a salir del coche.

—Han tenido que ampliar el lugar. Y también hay otro depósito en Elektrostal. En fin, es lo que tenemos, una ola de crímenes. Ni los muertos pueden estar tranquilos últimamente. Bueno, Zinaida, es una formalidad. Hay que hacerlo. Además, me han dicho que muchas veces ayuda. Siempre es bueno mirar nuestros terrores a la cara.

Se soltó el brazo y se arrebujó en la gabardina. Suvorin se dio cuenta de que estaba más nervioso que ella. Nunca había visto un cadáver. Increíble, un jefe de la Primera Comandancia del KGB que nunca había visto un cadáver. Aquel caso estaba resultando de lo más educativo.

Se abrieron paso entre los residuos, pasaron por delante de un montacargas y entraron por la parte trasera del depósito: el policía delante, después Zinaida y por último Suvorin. El local, originariamente, había sido una planta frigorífica de pescado traído del mar Negro. Y, a pesar del olor a productos químicos, aún quedaba cierto hedor a salmuera.

El policía conocía el procedimiento. Asomó la cabeza en una oficina de cristal y le hizo una broma al que estaba dentro; después apareció otro hombre con bata blanca, que abrió una pesada cortina de tiras de goma negra y entraron en un largo corredor lo suficientemente ancho para dejar pasar una carretilla elevadora, con puertas de cámaras frigoríficas a ambos lados.

En Estados Unidos —Suvorin lo había visto en un vídeo de un programa de policías y ladrones que le gustaba a Serafima— los parientes podían ver a sus seres queridos por un monitor, cómodamente separados de la realidad física de la muerte. En Rusia, semejante deli- cadeza no acompañaba al difunto. Pero, para ser justos con las autoridades, había que decir que habían hecho lo mejor posible teniendo en cuenta la limitación de recursos. Desde la sala de reconocimiento —si se entraba por la puerta principal— no se veían las neveras. Además, había un par de jarrones con flores de plástico sobre una mesa, a ambos lados de una cruz de metal. La camilla estaba justo delante y la figura de un cuerpo se veía claramente debajo de la sábana blanca. Qué pequeño, pensó Suvorin. Esperaba un hombre más cor- pulento.

Se aseguró de estar al lado de Zinaida. El policía se quedó junto a su amigo, el técnico del depósito. Suvorin le hizo un gesto, y éste retiró la sábana.

La cara manchada de Papú Rapava, con el pelo ralo y canoso peinado hacia atrás con raya al medio, miraba el techo descascarillado a través de unos párpados ennegrecidos.

El policía recitó la fórmula con voz monótona:

—¿La testigo reconoce a Papú Gerasimovich Rapava?

Zinaida, con la mano sobre la boca, asintió con la cabeza.

—Hable, por favor.

—Sí, es él. —Apenas la oían—. Sí, es él —repitió más alto.

Miró a Suvorin desafiante.

El técnico empezó a taparse otra vez la cara.

—Espere —dijo Suvorin. Dio un tirón a la sábana por la punta que tenía más cerca. El nailon se deslizó por el cuerpo y cayó al suelo.

La habitación se sumió en un profundo silencio y después estalló el grito de la chica.

—¿Y ahora reconoces a Papú Gerasimovich Rapa-va? Echa un vistazo, Zinaida. —El no se atrevió a mirar, por suerte casi no lo había visto; tenía la mirada clavada en ella—. Mira lo que le han hecho. Es lo que te van a hacer a ti y a tu amigo Kelso, si os pillan.

El técnico gritaba algo. Zinaida, chillando, retrocedió a un rincón de la habitación y se cubrió la cara con las manos. Suvorin fue tras ella. Era su momento, su gran oportunidad, tenía que aprovecharla.

—Ahora dime dónde está. Lo siento, pero tienes que decírmelo. Dime dónde está. Dímelo.

Zinaida empezó a pegarle, pero el hombre de la Milicia la cogió por la gabardina y la arrojó hacia atrás.

—Eh, eh. Basta ya.

Le dio la vuelta, la empujó y la puso de rodillas. Suvorin se arrodilló a su lado, se acercó y le cogió la cara entre las manos.

—Lo siento —le dijo. Parecía como si la cara de Zinaida fuera a disolverse bajo sus dedos. Tenía los ojos llenos de lágrimas, y el rímel le corría por las mejillas. La boca también era una mancha negra—. Lo siento. Cálmate.

Se quedó inmóvil. Suvorin pensó que se había desmayado, pero seguía con los ojos abiertos.

En ese momento se dio cuenta de que no se lo diría. Era digna hija de su padre.

Al cabo de medio minuto, la soltó y se quedó en cuclillas con la cabeza gacha y la respiración agitada. Detrás, oyó que sacaban la camilla.

—Está loco, loco como una puta cabra —dijo el técnico, incrédulo.

Suvorin levantó la mano en señal de confirmación. Estaba cansado. La puerta se cerró con fuerza. Apoyó las manos en las frías piedras del suelo. Se dio cuenta de que odiaba ese caso, no sólo porque era condenadamente imposible y de lo más arriesgado, sino porque le demostraba cuánto odiaba su propio país: odiaba a todos esos veteranos que daban vueltas los domingos por la mañana con retratos de Marx y Lenin, y a los fanáticos como Mamantov que no se rendían, que no comprendían nada, que no veían que el mundo había cambiado.

El peso muerto del pasado se interponía en su camino como una estatua caída.

Le costó un gran esfuerzo apoyarse sobre las lisas baldosas y ponerse de pie.

—Vamos —le dijo a la chica y le ofreció la mano.

—Arcángel —dijo ella.

—¿Qué? —La miraba desde arriba, y ella, agachada, también lo miraba. Tenía una tranquilidad aterradora. Suvorin se acercó y preguntó —: ¿Qué es eso?

—Arcángel. Se recogió los faldones del abrigo y volvió a sentarse en el suelo. Estaban uno al lado del otro con la espalda apoyada contra la pared, como un par de supervivientes después de un accidente.

Ella miraba al frente y hablaba con un extraño tono monocorde. El tenía el bloc abierto y tomaba notas de-prisa, llenando una página tras otra. Porque a lo mejor Zinaida paraba, pensó, dejaba de hablar tan repentinamente como había empezado…

Se habían ido a Arcángel, decía, en coche. Los dos se habían ido al norte, él y ese reportero de la televisión.

Muy bien, Zinaida, tómate tu tiempo. ¿Cuándo?

Ayer por la tarde.

¿Exactamente a qué hora?

A eso de las cuatro. Cinco. No se acordaba. ¿Era importante?

¿Qué reportero?

O'Brian. Un norteamericano. Salía por televisión. Ella no se fiaba de él.

¿Y el cuaderno?

Ellos se lo habían llevado. Era de ella, pero no lo quería. No pensaba ni tocarlo. Sobre todo después de que supo de qué se trataba. Era una maldición. Todos los que lo tocaban morían asesinados.

Se detuvo y miró el sitio donde había estado el cuerpo de su padre. Se tapó los ojos.