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Suvorin esperó. ¿Por qué Arcángel?, le preguntó después.

Porque la chica era de allí.

¿La chica? Suvorin dejó de escribir. ¿De qué hablaba? ¿Qué chica? —Escucha —le dijo unos minutos después, cuando ya había guardado el bloc—, no te pasará nada. Me ocuparé personalmente, ¿de acuerdo? Te lo garantiza el gobierno ruso.

(¿De qué hablaba? El jodido gobierno ruso no podía garantizar nada, ni siquiera que su presidente no se bajara los pantalones en una recepción diplomática y tratara de hacer fuego con uno de sus pedos…)

—Mira, voy a hacer lo siguiente. Este es el número de mi despacho; es una línea directa. Le diré a uno de mis hombres que te lleve a tu casa, ¿de acuerdo? Así puedes dormir. Y me ocuparé de que haya un guardia en el rellano y otro en la calle. De ese modo nadie podrá hacerte daño. ¿De acuerdo?

Siguió haciendo promesas que no podía cumplir. Debería meterme en política, pensó, tengo un talento natural.

—Nos aseguraremos de que a Kelso no le pase nada. Y vamos a encontrar al agente, al hombre que le hizo esto a tu padre y voy a encerrarlo. ¿Me escuchas, Zinaida?

Suvorin se había vuelto a poner de pie y miraba subrepticiamente el reloj.

—Tengo que poner todo esto en marcha. Debo irme. ¿De acuerdo? Voy a llamar al teniente Bunin (¿te acuerdas de Bunin, de anoche?) y le diré que te lleve a casa.

Mientras se dirigía a la puerta, se volvió y la miró.

—A propósito, me llamo Suvorin. Feliks Suvorin. El policía de la Milicia y el técnico del depósito de cadáveres lo esperaban en el corredor.

—Déjenla sola —dijo—. Se pondrá bien.

Lo miraban de una forma rara. ¿Era desprecio, se preguntó, o precavido respeto? No sabía muy bien cuál de las dos cosas se merecía, pero no tenía tiempo de decidirlo. Les dio la espalda y marcó el número de Arseniev en Yasenevo.

—¿Sergo? Tengo que hablar con el coronel… Sí, es urgente. Necesito que me consiga un transporte… Sí… ¿Está listo…? Necesito que me consiga un avión.

23

Según el expediente del Partido, Vavara Safanova hacía más de sesenta años que vivía en la misma dirección, un sitio en la parte antigua de Arcángel, a unos diez minutos en coche del muelle, en un barrio de casas de madera. Casas de madera a las que se llegaba por escaleras de madera desde aceras de madera, madera antigua con la pátina gris del tiempo, que debió haber bajado por el Dvina de los bosques del norte mucho antes de la Revolución. Si uno podía cerrar los ojos a los bloques de hormigón que se elevaban al fondo, era un es- pectáculo pintoresco para un clima tan gélido. Al lado de algunas casas había pilas de leña y las volutas de humo ascendían por las chimeneas entre la nieve.

Las calles eran anchas y estaban vacías, con abedules plateados a ambos lados que parecían silenciosos centinelas. La superficie cubierta de nieve era engañosamente lisa, pero las calles no lo eran. El Toyota traqueteaba por baches que llegaban a la rodilla, saltaba y resbalaba, hasta que Kelso sugirió que siguieran la búsqueda a pie.

El se quedó tiritando sobre los tablones de la acera, mientras O'Brian rebuscaba en la parte trasera del vehículo. Al otro lado de la calle había varios vagones de mercancías. De pronto, en uno de ellos se abrió una puerta de fabricación casera y salió una mujer joven seguida de dos niños pequeños tan abrigados que parecían casi esféricos. Echó a andar por el campo nevado y los chiquillos se rezagaron para mirar a Kelso con solemne curiosidad, hasta que la madre se volvió y les lanzó un grito.

O'Brian cerró el coche. Llevaba una de sus cajas de aluminio. Kelso seguía con la cartera de piel.

—¿Has visto? —preguntó Kelso—. Hay gente viviendo en esos vagones de mercancías. ¿Lo has visto?

O'Brian gruñó y se puso la capucha.

Avanzaron laboriosamente por un costado de la calle, pasaron delante de una hilera de casas destartaladas y remendadas, cada una con su propio ángulo de inclinación sobre el terreno. Cada verano, con el deshielo, la tierra debía moverse, pensó Kelso, y con ella las casas. Habría que clavar tablones recién cortados sobre las grietas nuevas, por lo que algunas paredes tenían capas de reparaciones que debían remontarse a la época de los zares. Daba la impresión de que el tiempo se hubiera congelado. No resultaba difícil imaginarse a Anna Safanova, hacía cincuenta años, caminando por allí con un par de patines para el hielo al hombro.

Tardaron otros diez minutos en encontrar la calle de la anciana; en realidad apenas un callejón que daba a la calle principal, detrás de un conjunto de abedules, que llevaba al fondo de la casa. En el huerto había algunos animales de corraclass="underline" pollos, un cerdo, un par de cabras y, dominando todo el conjunto, fantasmagórico en medio de la nieve, un polígono de bloques de hormigón de catorce pisos, con unas pocas luces amarillas en los pisos inferiores.

O'Brian sacó la cámara de vídeo y empezó a filmar. Kelso lo miraba molesto.

—¿No deberíamos ir a verla antes? ¿No habría que pedirle permiso?

—Sí, ve a hablar con ella.

Kelso miró el cielo. Los copos de nieve parecían cada vez más grandes… blandos y suaves como las manos de un bebé. Tenía un nudo en el estómago del tamaño de un puño. Cruzó el patio, pasó en medio del hedor tibio de las cabras y empezó a subir la escalinata de madera destartalada que llevaba a la galería trasera. En el tercer escalón se detuvo. La puerta estaba entreabierta y por el resquicio vio una anciana encorvada, apoyada con las dos manos en un bastón, que lo observaba.

—¿Vavara Safanova? —preguntó.

La mujer se quedó callada, y al cabo de un rato murmuró:

—¿ Quién la busca ?

Kelso lo tomó como una invitación para seguir subiendo la escalera. No era un hombre muy alto, pero cuando llegó al destartalado porche parecía un gigante a su lado. Se dio cuenta de que la mujer sufría osteoporosis. Tenía los hombros a la altura de las orejas, lo que le daba aspecto vigilante.

Se bajó la capucha y, por segunda vez en la mañana, empezó a repetir su mentira ensayada: estaban en la ciudad haciendo una película sobre los comunistas; buscaban personas con recuerdos interesantes, en el Partido de la ciudad les habían dado su nombre y dirección… Mientras estudiaba a la mujer, trataba de conciliar esa figura encorvada con la matriarca descrita brevemente en el diario de la chica.

«Mamá es fuerte como siempre… Mamá me lleva a la estación… Beso sus queridas mejillas…»

La mujer había abierto la puerta para verlo mejor, lo que permitió que Kelso también pudiera observarla. Aparte del chal, llevaba ropa masculina —ropa vieja, quizá de su difunto marido—, calcetines gruesos de hombre y botas. El rostro aún era bello. Seguramente había sido guapísima; la prueba estaba a la vista, en la línea de esos pómulos y en la mandíbula, en la mirada aguda de un ojo azul verdoso —el otro estaba velado por una catarata—. No resultaba muy difícil imaginársela como una joven comunista de los años treinta, pionera de la construcción de una sociedad nueva, una heroína socialista que despertaba el cariño de Shaw o Wells. Apostaba cualquier cosa a que habría adorado a Stalin.

«¡Sí, mamá, es cierto, es una casa modesta! Sólo dos plantas. ¡Tu buen corazón bolchevique se regocijaría con esta sencillez!»

—… si fuera posible —concluyó— le agradeceríamos mucho que nos dedicara unos minutos de su precioso tiempo.

Movía nervioso la cartera de piel de una mano a otra. Era consciente de la nieve que le caía sobre la espalda, del agua que le chorreaba por la nuca y de O'Brian, al pie de la escalera, que los filmaba.

Dios mío, échanos, pensó de repente. Mándanos al cuerno con todas nuestras mentiras; yo lo haría si estuviera en tu lugar. Tienes que saber por qué estamos aquí.