Pero se limitó a darse la vuelta y regresar despacio a la habitación, dejando la puerta abierta de par en par. Kelso entró primero, y después O'Brian, que tuvo que agacharse para pasar por la puerta. Estaba oscuro. La única ventana estaba cubierta por una gruesa capa de hielo.
Si querían té, les dijo mientras se dejaba caer pesadamente en una silla de madera, tendrían que preparárselo ellos.
—¿Té? —le dijo Kelso a O'Brian en voz baja—. Nos está ofreciendo hacer un té. A mí me apetece, ¿y a ti?
—Sí, lo hago yo.
La anciana lanzó una retahíla de instrucciones bruscas. La voz que surgía de ese cuerpo menudo era inesperadamente grave y masculina.
—Coja el agua de ese cubo… no, esa jarra no, la otra, la negra… use el cazo, eso es… no, no… —golpeó el suelo con el bastón— no tanto. Ahora póngalo en el fogón. De paso añada un poco más de leña al fuego. —Otros dos golpes de bastón al suelo.
¿Leña? ¿Fuego?
O'Brian recurrió desesperado a Kelso en busca de traducción.
—Quiere que eches un poco de leña al fuego.
—El té en ese pote. No, no. Sí, en ése, allí.
Kelso no acababa de acostumbrarse a todo aquello: a la ciudad, a ella, a ese lugar, a la velocidad con que todo parecía suceder. Era como un sueño. Pensó que debía empezar a tomar algunas notas, por lo que sacó el bloc amarillo y empezó a hacer un inventario discreto de la habitación. Un cuadrado grande de linóleo gris; sobre el linóleo: una mesa, una silla y una cama cubierta con una colcha de lana. Sobre la mesa: unas gafas, un montón de frascos de medicinas y un ejemplar de la edición del norte de Pravda abierto por la tercera página. En las paredes: nada, salvo una vela roja en un rincón que subrayaba la oscuridad e iluminaba débilmente un aparador con una foto de V. I. Lenin en un marco de madera. Al lado colgaban dos medallas al Trabajo Socialista y un certificado que conmemoraba el quincuagésimo aniversario de afiliación al Partido en 1984; para el sexagésimo seguramente ya no podrían permitirse ese derroche. El esqueleto del comunismo y el de Vavara Safanova se habían desmoronado al mismo tiempo.
Los dos hombres se sentaron con torpeza en la cama mientras tomaban el té. Tenía un aroma peculiar, a hierbas, que no era desagradable, una especie de fondo de frambuesa, sabor a bosque. Al parecer, no le llamaba la atención que dos extranjeros llegaran al patio de su casa con una cámara de vídeo japonesa para hacer, según decían, una película sobre la historia del Partido Comunista de Arcángel. Era como si los hubiera estado esperando. Kelso supuso que ya nada le sorprendía. Tenía la resignada indiferencia de la gente muy mayor. Edificios e imperios se levantaban y caían. Nevaba. Dejaba de nevar. La gente iba y venía. Un día la muerte iría a buscarla, y tampoco se asombraría —ni le importaría— siempre y cuando se moviera por los sitios adecuados: «No, por ahí no. Sí, por allí…» Sí, claro que se acordaba del pasado, dijo echándose atrás. Nadie en Arcángel se acordaba del pasado mejor que ella. Se acordaba de todo.
Se acordaba de los rojos que tomaron las calles en 1917 y de su tío que la levantaba en el aire, la besaba y le decía que el zar se había marchado y pronto llegaría el paraíso. Recordaba a su padre y su tío que huyeron al bosque para esconderse cuando llegaron los ingleses en 1918 a parar la Revolución… un gran acorazado gris había amarrado en el Dvina y los soldaditos ingleses, unos alfeñiques de nada, desembarcaron a montones como moscas. Imitó el ruido de cañones. Y después recordó que una mañana el barco ya no estaba en el puerto. Esa tarde regresó su tío… pero su padre no. A su padre lo habían cogido los blancos y nunca más volvió.
Se acordaba de todas esas cosas.
¿Y de los kulaks?
Sí, se acordaba de los kulaks. Ella tenía diecisiete años. Llegaron a millares a la estación de tren, con ese extraño uniforme nacional. Ucranianos (nunca había visto tanta gente) cubiertos de llagas y con sus petates… Los encerraron en las iglesias y se prohibió a la gente del pueblo acercarse a ellos. Tampoco es que quisieran. Los kulaks transmitían infecciones. Todos lo sabían.
¿Tenían heridas contagiosas?
No, ellos eran contagiosos. Sus almas eran contagiosas. Llevaban las llagas de la contrarrevolución. Sanguijuelas, vampiros… así los llamaba Lenin.
¿Y qué pasó con ellos?
Lo mismo que con el acorazado inglés. Cuando nos fuimos a dormir estaban allí, y a la mañana siguiente habían desaparecido. Después de eso se cerraron todas las iglesias. Pero ahora estaban otra vez abiertas, lo había visto con sus propios ojos. Habían vuelto los ku- laks. Estaban por todas partes. Era una tragedia.
Y también se acordaba de la Gran Guerra Patria… los barcos aliados estaban anclados en la desembocadura del río, y en los muelles se trabajaba noche y día bajo la heroica dirección del Partido, y los aviones fascistas lanzaban bombas sobre la parte antigua de la ciudad, que, como era de madera, se incendiaba… Se quemó una gran parte. Fue la época más dura… su marido luchaba en el frente, ella trabajaba como auxiliar de enfermería en la Policlínica de Marinos, no había comida ni mucho combustible, los apagones, las bombas y una hija que criar sola… Todo esto tardó más tiempo en decirse de lo que indicaría un informe escrito. La anciana golpeó muchas veces el bastón y se fue por las ramas, hubo muchas repeticiones y digresiones. Kelso era consciente de que O'Brian tamborileaba los dedos a su lado, de la nieve que caía y de los ruidos amortiguados que llegaban de fuera. Pero la dejó hablar. Incluso pateó dos veces a O'Brian en el tobillo para advertirle que tuviera paciencia. Quería que ella llegara a la cuestión a su propio ritmo.
Kelso era un experto en la materia. Después de todo, así era como había empezado todo el asunto.
Tomó un trago de su té frío.
¿Así que tenía una hija, camarada Safanova? Qué interesante. Háblenos de ella.
Vavara empujó su bastón contra el linóleo e hizo una mueca.
Eso no tenía ninguna importancia en la historia del Partido Regional de Arcángel.
—¿Pero era importante para usted?
Claro, naturalmente. Ella era la madre de la niña. ¿Pero qué era una hija en comparación con las fuerzas de la historia? Era una cuestión de subjetividad y objetividad. De quién y para quién. Y de muchos otros lemas del Partido que ya no recordaba pero que ella sabía que eran verdad y que le habían servido de gran consuelo en su momento.
Se reclinó en la silla.
Kelso sacó la cartera.
—Debo decirle que sé en parte lo que le sucedió a su hija — comenzó—. Hemos encontrado un cuaderno, un diario que escribía Anna. Se llamaba Anna, ¿no? Me pregunto… si tiene interés en verlo.
Los ojos de la mujer siguieron con cautela el movimiento de las manos de Kelso que había empezado a desabrochar las correas.
Los dedos de la anciana tenían manchas de vejez, como el cuaderno, pero no le temblaron mientras abrió la tapa. Cuando vio la foto de Anna, la tocó con vacilación y se llevó los nudillos a la boca. Fue subiendo el cuaderno despacio hasta ponerlo a la altura de la cara.
—Tengo que filmar esto —murmuró O'Brian.
—No te atrevas a moverte —le dijo Kelso entre dientes.
No se veía la cara de la mujer, pero se oía su respiración agitada. Kelso volvió a tener la extraña sensación de que los estaba esperando… desde hacía años, quizá.
—¿Dónde han conseguido esto? —preguntó al cabo de un rato.
—Lo desenterraron de un jardín de Moscú. Estaba con otros papeles de Stalin.
Cuando bajó el cuaderno tenía los ojos secos. Lo cerró y se lo devolvió.
—No, léalo —le dijo Kelso—. Por favor, es suyo.
Pero ella meneó la cabeza. No quería.
—¿Pero es su letra?