Выбрать главу

Vavara sabía que no se podía esperar nada bueno de eso.

Pasó un día, dos, tres… Era un hombre sano y fuerte, tenía sólo cuarenta y cinco años.

Al quinto día, unos pescadores encontraron su cuerpo a unas treinta verstas río arriba, flotando en las aguas amarillentas de deshielo que bajaban del bosque, cerca de Novodvinsk.

Kelso desplegó el mapa de O'Brian y lo apoyó sobre la mesa. La anciana se puso las gafas y siguió de arriba abajo la línea azul del Dvina mirando muy de cerca con el ojo bueno.

Aquí, dijo al cabo, y señaló con el dedo. Ahí habían encontrado el cuerpo de su marido. ¡Un lugar muy agreste! Había lobos en el bosque, y linces y osos. En algunas partes, el bosque llegaba a ser tan denso que era imposible que un hombre avanzara por allí. En otros, había pantanos que podían chuparlo a uno en un minuto. De vez en cuando se veían huesos desteñidos de viejos asentamientos de kulaks. Casi todos los kulaks habían muerto, por supuesto. No había mucho que sacar de semejante lugar para poder vivir.

Mijail conocía el bosque como la palma de su mano. Desde pequeño había vagado por la taiga.

Según la Milicia, había muerto de un ataque al corazón. Eso fue lo que dijeron. Quizá, mientras trataba de llenar la cantimplora, se había caído a las aguas heladas y se le había parado el corazón.

Ella lo había enterrado en el cementerio de Kuznecheskoie, al lado de Anna.

—¿Y cómo se llamaba el pueblo donde su marido dijo que vivían los Chizhikov? —preguntó Kelso, consciente de que O'Brian estaba detrás de ellos, filmando la escena con la maldita cámara en miniatura.

¡Vaya! ¡Pero qué locura! ¿Cómo iba a acordarse ella de algo así? ¡Había pasado tanto tiempo… casi cincuenta años!

Volvió a acercar la cara al mapa.

Por aquí cerca —apoyó un dedo movedizo en algún punto al norte del río—, más o menos por aquí, un lugar demasiado pequeño para que figure en el mapa, demasiado pequeño incluso para tener nombre.

¿Y ella nunca había tratado de encontrarlo?

Oh, no. Miró a Kelso horrorizada. No se podía esperar nada bueno de eso. Ni entonces ni ahora.

24

El enorme automóvil frenó y, con un viraje brusco, salió de la autopista sur de Moscú en dirección a la base militar aérea de Zhukovsky. Faltaba poco para mediodía. Feliks Suvorin, con el semblante grave, viajaba agarrado a la correa del asiento trasero. Más allá del puesto de control esperaba un jeep con las luces encendidas. Ellos lo siguieron alrededor del edificio de la terminal y a través de una alambrada, hacia la pista de estacionamiento.

Un pequeño aparato gris, tal como habían pedido —seis plazas, a hélice— repostaba junto a un camión cisterna. Detrás de la avioneta se veía una fila de helicópteros del ejército, color verde oscuro, con las hé- lices bajas, y aparcada junto a ellos una espectacular limusina ZiL.

Vaya, vaya, pensó Suvorin. Algunas cosas todavía funcionan.

Guardó sus notas en el maletín y en medio del viento y la lluvia se dirigió a la limusina, donde el chófer de Arseniev ya le abría la puerta trasera.

—¿Qué? —dijo Arseniev desde el cálido interior.

—Pues… —dijo Suvorin, deslizándose en el asiento a su lado— no es lo que pensábamos. Y gracias por conseguir la avioneta.

—Espera en el otro coche —le dijo Arseniev a su chófer.

—Sí, coronel.

—¿Qué no es lo que pensabais? —preguntó Arseniev cuando la puerta estuvo cerrada—. Por cierto, buenos días.

—Buenos días, Yuri Semonovich. El cuaderno. Todos creyeron siempre que era de Stalin, y en realidad era el diario de una criada de Stalin, Anna Mijailovna Safanova. Él mismo se la había traído de Arcángel para que trabajara en su casa; eso fue en el verano de 1951, un año y medio antes de que muriera.

Arseniev le guiñó un ojo.

—¿Y eso es todo? ¿Eso fue lo que Beria robó?

—Exacto. Eso y al parecer también algunos documentos sobre la mujer.

Arseniev miró a Suvorin y luego se echó a reír, aliviado.

—¡Cono! ¿Me estás diciendo que el muy cabrón se tiraba a la criadita? ¿A eso se dedicaba?

—Por lo visto.

—Es para morirse de risa. ¡Fenomenal! —Arseniev dio un puñetazo en el asiento—. ¡Oh, ojalá pueda estar ahí! ¡Ojalá le vea la cara a Mamantov cuando descubra que el testamento de su gran Stalin no es más que el relato de una sirvienta que se dejaba follar por el poderoso Vozkdl —exclamó, y le echó una mirada a Suvorin. Tenía las regordetas mejillas rojas de alborozo, los ojos brillantes como dos diamantes—. Pero ¿ qué pasa, Feliks ? No me digas que no le ves el lado gracioso — dejó de reír—. ¿Qué ocurre? Estás seguro de que lo que dices es verdad, ¿no?

—Segurísimo, coronel, sí. Siempre según la mujer que detuvimos anoche, Zinaida Rapava. Leyó el cuaderno ayer por la tarde; su padre lo dejó escondido para que lo leyera. No creo que sea capaz de inventarse esa historia. Es algo que desafía la imaginación.

—De acuerdo, de acuerdo. Pero anímate, ¿eh? ¿Y dónde está el cuaderno ahora?

—Bueno, ésa es la primera complicación. —Suvorin hablaba con vacilación. Le daba pena aguarle la fiesta al viejo—. Era por eso que tenía que hablar con usted. Parece que la chica se lo enseñó a ese historiador, Kelso; y, según dijo, ahora es él quien lo tiene encima.

—¿Encima?

—Sí, se lo ha llevado a Arcángel. Está tratando de encontrar a la mujer que lo escribió, Anna Safanova.

Arseniev se toqueteó nervioso el ancho cuello.

—¿Cuándo se fue?

—Ayer por la tarde a eso de las cuatro o las cinco. La mujer no lo recuerda con exactitud.

—¿Cómo?

—En coche.

—¿En coche? Perfecto. Cuando tú aterrices él sólo te llevará unas horas de ventaja. Esa rata ya ha caído en la trampa.

—Por desgracia, no va solo. Lo acompaña un periodista. Un tal O'Brian. ¿Lo conoce? Es corresponsal de una emisora de televisión vía satélite.

—Ah. —Arseniev se mordió el labio inferior y volvió a masajearse el cuello. Al cabo de un rato dijo—: Pero, aun así, las posibilidades de que esa mujer todavía viva son escasas. Y si vive… bueno, tampoco es un desastre. Que escriban sus libros y que hagan sus jodidos reportajes. No creo que Stalin haya legado a su criada un mensaje para las futuras generaciones. ¿Tú sí?

—Bueno, eso es lo que me preocupa.

—¿A su criada? ¡Vamos, Feliks! Después de todo, Stalin era georgiano, y muy ducho en esas lides. Para él las mujeres sólo servían para tres cosas. Cocinar, limpiar y tener hijos. Él… —Arseniev se detuvo —. No…

—Es absurdo —dijo Suvorin, levantando la mano—. Lo sé. He venido todo el camino repitiéndome que es una locura. Pero, sí, estaba loco. Y era georgiano. Piense en eso. ¿Por qué iba a tomarse tantas molestias en que examinaran a una muchacha? Según parece, Stalin tenía su historia clínica. Y quería que la revisaran para comprobar si tenía anomalías congénitas. Además, ¿para qué guardaba su diario en la caja fuerte? Y también hay más cosas, verá…

—¿Más todavía? —dijo Arseniev, que ya no daba puñetazos en el asiento, sino que se aferraba a él para sostenerse.

—Según Zinaida, en el diario de la muchacha hay referencias a Trofim Lisenko. Ya sabe: «la posibilidad de heredar características adquiridas» y todos esos disparates. Parece que también habla de lo inútiles que le salieron sus hijos, y dice que «el alma de Rusia está en el norte».

—Basta, Feliks. Es demasiado.

—Y luego está Mamantov. Nunca entendí por qué Mamantov corrió un riesgo tan disparatado para asesinar a Rapava, y de esa manera. ¿Por qué? Eso era lo que trataba de decirle ayer: ¿qué podía haber escrito Stalin que pudiera causar impacto en Rusia casi cincuenta años más tarde? Pero a lo mejor Mamantov sabía que… había oído algún rumor años atrás, de alguno de los veteranos de la Lubianka, que Stalin tal vez había dejado deliberadamente un heredero…