—Vayamos a echar un vistazo.
El paso entre los árboles parecía un túnel, apenas había espacio suficiente para un vehículo, y O'Brian decidió conducir despacio. Las ramas arañaban las puertas, golpeaban en el parabrisas, el camino empeoraba a cada paso. Se sacudieron con fuerza —a izquierda y derecha— y de repente el Toyota cayó hacia adelante y Kelso fue a dar contra el parabrisas; sólo lo salvó el cinturón de seguridad. El motor aceleró inútilmente y luego se caló.
O'Brian dio marcha atrás y apretó con cuidado el acelerador. Las ruedas traseras gimieron en la nieve. Lo intentó otra vez, con más fuerza. Un aullido como de animal atrapado.
—Kelso, baja a echar un vistazo, ¿quieres?
O'Brian no podía evitar que un dejo de pánico se le filtrara en la voz.
Kelso tuvo que empujar con fuerza incluso para abrir la puerta. Saltó, y al instante se encontró hundido en la nieve hasta las rodillas. El Toyota estaba enterrado hasta el eje.
En medio del silencio se oían los copos de nieve que golpeteaban en los árboles. Tenía las rodillas mojadas y frías. Rodeó el coche torpemente, con las piernas arqueadas, salvando el profundo pozo hasta llegar a la puerta del conductor. Tuvo que quitar la nieve con las manos enguantadas antes de poder abrirla. El Toyota estaba inclinado hacia adelante, en un ángulo de unos veinte grados. O'Brian consiguió bajar con dificultad.
—¿Con qué chocamos? —preguntó, y se acercó a la parte delantera del coche—. ¡Mierda! Es como si alguien hubiera cavado una trampa para tanques. Ven a ver.
En efecto, parecía que alguien hubiera cavado una trinchera en el sendero. Unos pasos más adelante la nieve volvía a ser más sólida.
—A lo mejor estaban tendiendo un cable o algo así —dijo Kelso.
Pero ¿un cable para qué? Con las manos ahuecadas haciendo visera, miró a través de la nieve que caía hacia el montón de cabañas de madera conectadas a los cables de electricidad o algo así. Observó también que el humo había desaparecido.
—Alguien ha apagado ese fuego.
—Vamos a necesitar que nos remolquen.
O'Brian le dio una patada a la puerta del Toyota.
—¡Menuda basura!
Se apoyó contra el coche para sostenerse y lo rodeó hasta llegar a la parte trasera, abrió el maletero y sacó dos pares de botas, uno de goma verde, el otro de piel, de caña alta, de las que usan en el ejército. Le lanzó las de goma a Kelso.
—Póntelas —dijo—. Vamos a parlamentar con los nativos.
Cinco minutos después, con las capuchas puestas, el coche cerrado y cada uno de ellos con un par de prismáticos al cuello, se pusieron en marcha.
El poblado llevaba al menos un par de años abandonado. El puñado de chozas de madera había sido saqueado. Basura desparramada por la nieve: láminas onduladas de chapas de cinc para tejados, planchas de madera podrida, una red de pesca hecha jirones, botellas, latas, una barca de remo agujereada y, lo más extraño, una hilera de butacas de cine. Un invernadero con armazón de madera y ventanas de polietileno se había derrumbado por un lado.
Kelso metió la cabeza en una de las casas abandonadas. No tenía techo, y hacía un frío glacial. Además, olía a excremento de animal.
Kelso miró hacia el borde del claro.
—¿Qué es eso que se ve ahí?
Los dos alzaron los prismáticos hacia lo que parecía una fila de cruces de madera, semiocultas por los árboles: cruces rusas, con tres pares de brazos, cortos en la parte superior, más largos en el centro, y sesgados hacia abajo, de izquierda a derecha, en la parte inferior.
—Oh, es maravilloso —dijo Kelso, tratando de reír—. Un cementerio. Es perfecto.
—Vamos a ver —dijo O'Brian.
Echó a andar ansioso, a paso largo y resuelto. Kelso, menos decidido, lo siguió como pudo. Los veinte años de cigarrillos y whisky parecían hacer una manifestación de protesta en su corazón y sus pulmones. El esfuerzo de avanzar por la nieve lo hacía sudar. Le dolía el costado.
Era un cementerio en toda regla, protegido por los árboles. Al acercarse, vieron seis tumbas —¿o eran ocho?— dispuestas de dos en dos, con una pequeña valla de madera en torno a cada pareja. Las cruces eran de fabricación casera, pero bien hechas, y tenían placas de esmalte blanco con los nombres y pequeñas fotografías cubiertas con un cristal, a la manera tradicional rusa. «A. I. Sumbatov—rezaba la primera—,22.1.20-9.8.81.» En la foto se veía a un hombre de mediana edad vestido de uniforme. A su lado estaba enterrada «P. J. Sumbatova, 6.12.26-14.11.92.» Ella también de uniforme; una mujer de cara gruesa, peinada con severa raya al medio. Junto a ellos estaban los Yezhov, y junto a los Yezhov, los Golub. Todos más o menos de la misma edad. Todos de uniforme. T. Y. Golub había sido el primero en morir, en 1961. Era imposible verle la cara en la fotografía; había sido borrada con rasguños.
—Este debe de ser el lugar —dijo O'Brian en voz baja—. Sin duda. Es aquí. ¿Quiénes son todos ésos, Chiripa? ¿Del ejército?
—No. —Kelso meneó la cabeza—. El uniforme es del NKVD, creo. Y aquí, mira esto.
Era un último par de tumbas, las que estaban más lejos del claro, ligeramente apartadas de las demás. Habían sido los últimos supervivientes. «B.D. Chizhikov —comandante por las insignias—, 19.2.19-9.3.96.» Y a su lado «M.G. Chizhikova, 16.4.24-16.3.96.» Había vivido exactamente una semana más que su marido. También su cara estaba borrada.
Se quedaron allí un rato, como si fueran los deudos: callados, la cabeza gacha.
—¿Y después de éstos no quedó ninguno? —susurró O'Brian.
—A lo mejor uno.
—No creo. Este lugar está vacío desde hace tiempo. Mierda —dijo de repente, y dio una patada a la nieve—. ¿Te creerías que después de todo lo hemos perdido?
Los árboles eran gruesos, resultaba imposible ver más allá de treinta metros.
—Será mejor que haga unas tomas mientras haya luz. Espérame aquí que voy al coche.
—Sí, fantástico —dijo Kelso—. Muchas gracias.
—¿Qué pasa, Chiripa? ¿Tienes miedo?
—¿Y a ti qué te parece?
—¡Buuuu! —dijo O'Brian, levantando los brazos y moviendo los dedos por encima de la cabeza.
—Si pretendes hacerme alguna broma, O'Brian, te advierto que te mataré.
—Ja, ja, ja —rió O'Brian, que ya se dirigía hacia el sendero—. Ja, ja, ja.
Y desapareció detrás de los árboles. Kelso oyó su estúpida risa unos segundos más, y luego, silencio.
Dios mío, qué espectáculo, sólo había que mirar esas tumbas y esas fechas: eran una historia en sí mismas. Regresó junto a la primera tumba, se quitó los guantes y sacó su cuaderno. Luego se apoyó en una rodilla y comenzó a copiar los detalles de las cruces. Una tropa entera de guardaespaldas despachados al bosque, hacía más de cuarenta años antes, para proteger a un niño solitario, y todos habían resistido en sus puestos, por lealtad, por inercia o por miedo, hasta que fueron muriendo uno tras otro. Eran como esos soldados japoneses que permanecían escondidos en la jungla, sin enterarse de que la guerra había terminado.
Kelso comenzó a preguntarse hasta dónde habría llegado Mijail Safanov en la primavera de 1953, pero abandonó ese pensamiento. No soportaba el análisis, todavía no, y mucho menos en ese lugar.
Le resultaba difícil sostener el lápiz entre los dedos congelados, y más difícil aún escribir con los copos de nieve que cubrían la página. No obstante, siguió hasta llegar a las últimas cruces.