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«B. D. Chizhikov —escribió—. Tipo de aspecto duro, cara brutal. Piel oscura. ¿Georgiano? Murió a los 77…»

Se preguntó cómo habrían sido los camaradas Golub y Chizhikova, y quién les habría borrado las caras, y por qué. Había algo infinitamente siniestro en esas siluetas sin rasgos. «¿Los habrán purgado?», escribió.

Pero ¿dónde diablos se había metido O'Brian?

Le dolía la espalda. Tenía las rodillas mojadas. Se puso de pie y tuvo otra idea. Quitó la nieve de la página y chupó la punta del lápiz.

«Todas las tumbas están bien conservadas —escribió—. Parece que alguien ha quitado los hierbajos. Si este lugar está abandonado, como los edificios, ¿no deberían estar cubiertas de maleza?»

—¿O'Brian? —llamó—. ¿R. J.?

La nieve ahogó sus gritos.

Guardó el cuaderno y se alejó a toda prisa del cementerio, mientras se ponía otra vez los guantes. El viento soplaba en los edificios abandonados y levantaba la nieve por todas partes como si fuera la punta de una cortina. Atravesó el terreno siguiendo las grandes huellas de O'Brian hasta que llegó al comienzo de la pista. Las huellas llevaban directamente hacia el Toyota. Alzó los prismáticos y enfocó. El coche averiado llenaba su campo visual, tan silencioso que parecía irreal. No se veía a nadie cerca del Toyota.

Qué extraño.

Se dio la vuelta muy despacio, giró en redondo, siempre inspeccionando el terreno con los prismáticos. Bosque, paredes derruidas y escombros, bosque, tumbas, bosque, camino, Toyota, otra vez bosque.

Bajó los prismáticos, con ceño, y echó a caminar hacia el coche, siguiendo siempre las huellas de O'Brian. Tardó un par de minutos. Nadie más había andado por la nieve; era evidente: había dos pares de huellas en dirección al claro del bosque, y un par que regresaban al coche. Se acercó al Toyota y, al apurar el paso pisando en las huellas del hombre más alto, pudo rehacer exactamente los movimientos de O'Brian: así, así… y así…

Kelso se detuvo con los brazos abiertos, bamboleándose. El americano había hecho ese camino, hasta la parte trasera del Toyota, había sacado el estuche de metal de la cámara —pudo ver que no estaba en el maletero— y luego parecía como si algo lo hubiera distraí- do, porque, en lugar de regresar al asentamiento, sus huellas giraban y se apartaban del vehículo, en ángulo recto, y se internaban en el bosque.

Pronunció el nombre de O'Brian. Y luego, en un espasmo de pánico, ahuecó las manos y lo gritó lo más fuerte que pudo.

Otra vez se repitió el mismo efecto amortiguador, como si los árboles se tragaran sus palabras.

Pisó la maleza con cuidado.

Ay, él siempre había odiado los bosques. Detestaba incluso los bosques de los alrededores de Oxford, con sus poéticos rayos de sol polvoriento, su vegetación cubierta de musgo y el modo como las cosas volaban de repente hacia uno o se alejaban con un crujido. ¡Y las ramas que golpeaban en la cara! Ah, sí, que le dieran un gran espacio abierto, una colina, un acantilado… que le dieran el mar centelleante. Pero un bosque no.

—¿R. J.? —Qué nombre más ridículo, pensó, pero de todas manera llamó aún más alto—. ¡R. J.!

Allí no había huellas a la vista. El terreno era desigual. Podía oler una apestosa ciénaga en alguna parte, fétida como el aliento de un perro, y además estaba oscuro. Tendría que andarse con cuidado, pensó, dar la espalda siempre a la carretera, porque si se alejaba de- masiado se perdería y tal vez terminara cada vez más lejos del coche, hasta que no pudiera hacer otra cosa que tumbarse en la oscuridad y morir congelado.

A su izquierda oyó un fuerte chasquido, y luego una sucesión de ruidos más débiles, como ecos. Al principio le pareció que alguien corría, pero luego se dio cuenta de que sólo era nieve que caía de las copas de algunos árboles.

Ahuecó las manos.

—¡R.J.!

Oyó un sonido humano. ¿Un gemido, tal vez? ¿Un sollozo?

Trató de localizar su procedencia. Volvió a oírlo. Más cerca, detrás de él ahora. Se metió por una abertura entre un par de árboles y llegó a un pequeño claro. Allí estaba la maleta de la cámara de O'Brian abierta en el suelo, y, un poco más allá, el propio O'Brian, cabeza abajo, columpiándose suavemente, las puntas de los dedos acariciando apenas la superficie de la nieve, colgado de la pierna izquierda por una cuerda grasienta.

26

La soga estaba atada en la punta de un alto abedul joven, doblado casi en dos por el peso de O'Brian. El reportero, semiconsciente, gemía.

Kelso se arrodilló junto a su cabeza. Al verlo, O'Brian empezó a luchar por recobrarse, pero sin energía. Parecía incapaz de articular una frase completa.

—Tranquilo —dijo Kelso, tratando de aparentar tranquilidad—. No te preocupes, te bajaré.

Bajarlo. Kelso se quitó los guantes. Bajarlo. Sí, pero ¿con qué? Tenía una navaja para afilar lápices, pero estaba en el coche. Se palpó los bolsillos y encontró el mechero. Lo encendió y le enseñó la llama a O'Brian.

—Te bajaré. Mira, te sacaré de ahí.

Se puso de pie y alzó la mano para coger a O'Brian por el tobillo de la bota. Un lazo de la soga, más delgado que el resto, se había clavado en el cuero. Kelso tuvo que usar todo su peso para bajarlo lo suficiente y poder aplicar la llama a la tensa cuerda justo por encima de la suela. Los hombros de O'Brian tocaron la nieve.

—Sooví—decía—.Sooví.

La cuerda estaba húmeda. La llama pareció tardar un siglo en hacer efecto. Kelso tuvo que hacer una pausa y sacudir el mechero; la llama estaba empezando a ponerse azul, amenazaba con extinguirse antes de que ardieran las primeras hebras. Pero después se rompieron rápidamente a causa de la tensión. La última se partió con un ruido seco y el árbol salió lanzado hacia atrás como un látigo. Kelso trató de sostener las piernas de O'Brian con su mano libre, pero no lo consiguió, y el reportero cayó pesadamente sobre la nieve.

O'Brian se esforzó por sentarse, pero sólo logró apoyarse en los codos; enseguida volvió a desplomarse hacia atrás. Seguía farfullando algo ininteligible. Kelso volvió a arrodillarse a su lado.

—Tranquilo, te pondrás bien. Te sacaré de aquí.

—Sooví.

—¿So… oví?

—Lo vi, yo lo vi.

—¿A quién ? ¿ A quién viste ?

—Ay, mierda, mierda.

—¿Puedes doblar la pierna? ¿Está rota? —Kelso se arrastró de rodillas por la nieve y se puso a deshacer con las uñas el nudo incrustado en la bota de O'Brian.

—Chiripa —dijo O'Brian, levantando el brazo y flexionando desesperadamente los dedos—. Ayúdame a levantarme.

Kelso le cogió la mano y tiró hasta que O'Brian estuvo bien sentado. Luego rodeó con el brazo el ancho pecho del reportero y se las arregló para levantarlo. O'Brian apoyó todo su peso en Kelso y en la pierna derecha.

—¿Puedes andar?

—No lo sé. Creo que sí —dijo y dio unos pasos cojeando—. Dame un minuto.

Se quedó donde estaba, de espaldas a Kelso, mirando los árboles. Cuando ya parecía respirar normalmente, Kelso repitió:

—¿A quién viste?

—Lo vi —dijo O'Brian dándose la vuelta, con el miedo y la desesperación en los ojos, mirando hacia el bosque que se extendía detrás de la cabeza de Kelso—. Vi al hombre. Lo vi, me espiaba desde esos malditos árboles, al lado del coche. Mierda. A punto estuvo de caerme encima.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué hombre?

—Di un paso hacia él (las manos en alto, tranquilo, seamos amigos, el hombre blanco viene en son de paz), y ¡zas!, desapareció. Quiero decir, se esfumó. Ya no volví a verlo de cerca. Pero lo oí, y en un momento lo vi, fugazmente, se movía rápido por el bosque, hacia la derecha, era como una silueta recortada, ancha como el capitán de un equipo de fútbol, no muy alto. Pero veloz. Tan veloz que no te lo creerías. Se movía como un mono. Después, lo único que recuerdo es que el mundo quedó patas arriba. Me llevó, Chiripa, ¿me entiendes? Me llevó derechito a su jodida trampa. Es muy probable que aún ande por ahí, vigilándonos.