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Salieron a un pequeño claro con una cabaña de madera en el centro. El hombre había construido la cabaña —y, por lo que se veía, no hacía mucho— tras saquear el antiguo campamento en busca de materiales. Kelso nunca averiguó por qué lo había hecho. Tal vez el otro lugar estuviera poblado de fantasmas, o a lo mejor quería un sitio aún más aislado y más fácil de defender. En el silencio, Kelso creyó oír el sonido de agua que corría y supuso que debían de encontrarse cerca del río.

La cabaña había sido levantada con la madera gris de la zona, tenía un ventanuco y una puerta adecuada a la altura de su morador. Estaba a un metro del suelo, separada por cuatro escalones de madera. Al pie de la escalinata, el hombre recogió una rama y la clavó hondo en la nieve. Una lluvia de polvo blanco se elevó cuando algo saltó haciendo un ruido seco y sordo. El hombre apartó la rama. En la punta, una enorme trampa para animales, cerrada, los dientes de metal oxidado mordiendo la madera.

La dejó a un lado con cuidado, subió los escalones hasta la puerta, abrió el candado y entró. Después de un breve intercambio de miradas con O'Brian, Kelso lo siguió; tuvo que agachar la cabeza para pasar por la puerta; tras atravesar el umbral, se encontró en una habitación pequeña. Estaba oscuro, hacía frío y olía a locura —Kelso olió la locura del solitario, penetrante y rancia como el olor de un cuerpo sin lavar—. Se llevó la mano a la boca. Oyó que O'Brian, a sus espaldas, contenía la respiración.

El anfitrión había encendido una lámpara de aceite. Los cráneos blanqueados de un oso y un lobo sonreían brillantes desde la sombra. Dejó el cuaderno en la mesa, junto a un plato de pescado de carne oscura y muchas espinas a medio comer, puso un pote de agua en el hornillo y se inclinó para reavivar el fuego de una vieja estufa de hierro, siempre con el fusil a mano.

Kelso lo imaginó una hora antes: oyendo el lejano ruido del coche en el sendero, dejando la comida sin terminar, cogiendo el arma y dirigiéndose al bosque, el fuego apagado, la trampa a punto…

No había cama en la habitación, sólo un delgado colchón agujereado, con el relleno fuera, enrollado y atado con un cordel. Junto al colchón, un antiguo transistor de fabricación soviética del tamaño de una caja de embalaje, y, al lado de la radio, un gramófono con una deslucida bocina dorada.

El ruso abrió la cartera y sacó el cuaderno. Lo abrió por la página con la foto de las gimnastas de la plaza Roja y se la enseñó. ¿La veis? Kelso y O'Brian asintieron. El ruso dejó el cuaderno sobre la mesa. Luego tiró de una correa grasienta que llevaba al cuello y siguió tirando hasta que de uno de los profundos y malolientes pliegues de su ropa sacó un trocito de plástico. Se lo entregó a Kelso. El plástico estaba caliente por el contacto con su cuerpo: la misma foto, pero plegada, de manera tal que sólo se veía la cara de Anna Safanova.

—O sea que sois vosotros… —dijo—. Yo soy la persona que andáis buscando. Y ahora, la prueba.

Dio un beso al relicario de fabricación casera y volvió a guardarlo entre sus ropas. Luego, del cinturón del abrigo sacó un cuchillo corto de hoja ancha con empuñadura de cuero. Lo volvió para enseñarles el filo de \- la hoja. Les sonrió. De una patada corrió hacia atrás " el trozo de alfombra bajo sus pies, se arrodilló y con el 4 cuchillo abrió una tosca trampilla.

Metió la mano y sacó una maleta grande y gastada.

El ruso la abrió con la devoción de un sacerdote y con actitud reverente colocó cada objeto en la mesa de madera como si fuera un altar.

Los textos sagrados primero: trece volúmenes de las obras y pensamientos completos de Stalin, los Sochineniya, publicados en Moscú después de la guerra. Les enseñó las portadas de cada libro, primero a Kelso y luego a O'Brian. Todos llevaban la misma dedicatoria, «Al futuro. J. V. Stalin», y todos habían sido leídos y releídos cientos de veces. En algunos volúmenes los lomos estaban partidos o colgando; las páginas hinchadas por señaladores y puntas dobladas.

Luego sacó el uniforme; cada prenda estaba envuelta en un papel de seda amarillento. Una guerrera gris, planchada, con charreteras rojas. Unos pantalones negros, también planchados. Un abrigo. Unas botas de cuero negro, brillantes como antracita pulida. Una gorra de mariscal. Una estrella dorada en un estuche de cuero púrpura grabado en relieve con la hoz y el martillo, que Kelso reconoció como la Orden de Héroe de la Unión Soviética.

Luego le tocó el turno a los recuerdos. Una foto (en marco de madera, con cristal) de Stalin detrás de un escritorio, firmada, como los libros: «Al futuro. J. V. Stalin.» Una pipa Dunhill. Un sobre con un mechón de hirsuto pelo gris. Y, por último, una pila de discos, viejos discos de 78 revoluciones, gruesos como platos, cada uno todavía en su funda de papel originaclass="underline" Madre, los campos están secos, Te estoy esperando, Ruiseñor de la taiga, «Discurso de J. V. Stalin dirigido al Primer Congreso Soviético de Trabajadores de las Granjas Colectivas, pronunciado el 19 de febrero de 1933», «Informe de J. V. Stalin al XVIII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, 10 de marzo de 1939…»

Kelso no podía moverse ni hablar. Fue O'Brian quien dio el primer paso. Le echó una mirada al ruso, se tocó el pecho, hizo un gesto ante la mesa y recibió como respuesta una señal de aprobación. Vacilante, estiró la mano para coger la fotografía. Kelso podía leerle el pensamiento: el parecido era verdaderamente asombroso. No exacto, por supuesto —no hay hombre que se parezca exactamente a su padre —, pero había algo, sin duda, aun con la barba y el pelo alborotado del más joven. Algo en la manera de bizquear, en la estructura ‹ ósea, tal vez, o en el juego de la expresión: una especie de agilidad lenta y pesada, una sombra genética que superaba la habilidad de cualquier actor.

El ruso volvió a sonreírle a O'Brian. Cogió el cuchillo y señaló la fotografía; después hizo el gesto de afeitarse a cuchillazos la barba. ¿Sí?

Durante un momento Kelso no supo qué quería decir, pero O'Brian lo supo al instante.

Sí. Asintió con fuerza. Oh, sí, por favor.

De inmediato el ruso se quitó un mechón de su barba renegrida y, con placer infantil, lo levantó para inspeccionarlo. Repitió el gesto una y otra vez; había algo f espeluznante en la manera como lo hacía, en la manipulación casual del cuchillo afilado como una navaja —primero la mejilla derecha, luego la izquierda, después la garganta—, en esa despreocupada mutilación. No hay nada, pensó Kelso con un relámpago de certeza, no hay acto de violencia del que este hombre no sea capaz. El ruso se pasó la mano por detrás de la cabeza y se hizo una gruesa cola de caballo que rebanó lo más cerca posible de la raíz. Luego atravesó la cabaña con un par de zancadas, abrió la portezuela de la estufa de hierro y arrojó la masa de pelo al fuego de leña, donde ardió un instante antes de desintegrarse en polvo y humo.

—Santo Dios —susurró Kelso, mientras observaba incrédulo cómo O'Brian empezaba a abrir el estuche de la cámara—. No, no hagas eso, no irás en serio a…

—Claro que sí.

—¿Pero no ves que está loco?

—Igual que la mitad de la gente que hacemos salir por televisión.

O'Brian colocó una nueva cinta en la cámara y sonrió cuando oyó el clic que indicaba que estaba listo para filmar.

—Empieza el espectáculo.

Detrás de él, el ruso tenía la cabeza inclinada sobre el cuenco de agua que humeaba sobre la estufa. Se había quitado la ropa y quedado apenas con un mugriento chaleco amarillo, y se había enjabonado la cara. A Kelso, el ruido áspero del filo del cuchillo sobre esa barba crecida le ponía carne de gallina.

—Míralo —murmuró Kelso—. Es muy probable que ni siquiera sepa qué es la televisión. —Mejor para mí.

—Dios mío —dijo Kelso y cerró los ojos.

El ruso se volvió hacia ellos mientras se secaba las manos en la camisa. Tenía la cara llena de manchas, salpicada de puntitos de sangre, pero se había dejado el bigote, grueso, aceitoso y negro como ala de cuervo, y la transformación era asombrosa. Ahí estaba el Stalin de los años veinte: Stalin en la flor de la vida, una fuerza animal. ¿Qué era lo que había predicho Lenin? «Este georgiano nos servirá un estofado picante.»