Metió el pelo que le quedaba bajo la gorra de mariscal. Se puso la guerrera. Un poco ancha la pechera, tal vez, pero por lo demás perfecta. Se la abotonó y empezó a pavonearse de un lado a otro, dio un par de vueltas haciendo girar la mano derecha recatadamente en una onda majestuosa.
Cogió un volumen de las Obras completas, lo abrió al azar, echó un vistazo a la página y se lo pasó a Kelso.
Luego sonrió, levantó un dedo, tosió tapándose la boca con la mano, se aclaró la garganta y empezó a hablar. Y era bueno hablando. Kelso se dio cuenta enseguida, no solamente porque el ruso se sabía el texto al dedillo, era más que eso. Debió de haberse estudiado las grabaciones hora tras hora y año tras año desde que era niño. Recitó su papel, podría decirse, con el tono familiar, monótono, feroz, con el ritmo brutal de un ensalmo. Y la misma cruel expresión de sarcasmo, el mis- mo humor negro, la fuerza, el odio.
—Esta pandilla de espías, asesinos y provocadores de Trotski y Bujarin —comenzó despacio—, que se doblegan ante los países extranjeros, poseídos por un instinto servil que los lleva a prosternarse ante cualquier gerifalte extranjero, dispuestos siempre a prestarles sus servicios de espías… —prosiguió, alzando poco a poco la voz—. Esta gentuza que no ha comprendido que el ciudadano soviético más humilde, por el mero hecho de ser libre de las cadenas del capital, destaca claramente sobre cualquier gerifalte extranjero con el cuello uncido al yugo de la esclavitud capitalista —ahora ya casi a gritos—, que necesita a esta desgraciada banda de esclavos venales… ¿Qué valor pueden tener para el pueblo? ¿A quién, me pregunto, pueden desmoralizar?
Hizo una pausa y miró alrededor, desafiante, desafiando a Kelso, que lo escuchaba con el libro abierto, a O'Brian, con el ojo en el visor de la cámara, desafiando a la mesa, a la estufa, a los cráneos colgados en la pared, a cualquiera que se atreviera a replicarle.
Se enderezó y adelantó el mentón.
—En 1937, Tujachevsky, Yakir, Uborevich y otros enemigos fueron condenados a muerte. Tras su ejecución se celebraron las elecciones al Soviet Supremo de la URSS, en las que el 98,6 por ciento de los votos fueron para el poder soviético.
»A comienzos de 1938, Rosengoltz, Rykov, Bujarin y otros enemigos fueron condenados a muerte. Tras su ejecución se celebraron las elecciones a los Soviets Supremos de las repúblicas de la Unión, en las que el 99,4 por ciento de los votos fueron para el poder de los soviets. ¿Dónde están los síntomas de desmoralización, me pregunto yo?
El ruso se llevó el puño cerrado al corazón.
—¡Ése fue el ignominioso final de los que se oponían a la línea de nuestro partido, de los que terminaron sus días como enemigos del pueblo!
—«Ovación atronadora —leyó Kelso—. Todos los delegados se ponen de pie y vitorean al orador. Se oyen gritos de "¡Viva el camarada Stalin!", "¡Arriba el camarada Stalin!", "¡Viva el Comité Central de nuestro Partido!"»
El ruso se balanceaba ante el ritmo de la multitud muda. Podía oír los rugidos, el suelo que resonaba bajo miles de pies, los vítores. Asintió tímidamente. Sonrió. Aplaudió agradecido. El tumulto imaginario hizo retumbar la estrecha cabaña y se propagó hacia fuera, a través del claro nevado hasta los árboles silenciosos del bosque.
27
El avión de Feliks Suvorin atravesó un cúmulo de nubes bajas y viró a estribor siguiendo la línea de la costa del mar Blanco.
Una mancha color ladrillo apareció en el páramo nevado y, a medida que se agrandaba, Suvorin comenzó a distinguir objetos. Grúas abandonadas, dársenas para submarinos desiertas, cobertizos para materiales de construcción… Severodvinsk, seguro… el gran basurero atómico de Brézhnev, que se extiende a lo largo de la costa desde Arcángel, donde en los años setenta construyeron los submarinos que supuestamente iban a obligar a los imperialistas a arrodillarse ante el poder soviético.
Siguió mirando la mancha mientras se abrochaba el cinturón de seguridad. Algunos intermediarios de la mafia habían estado husmeando por ahí hacía más o menos un año con la intención de comprar una ojiva nuclear para los iraquíes. Recordaba el caso. ¡Chechenos en la taiga! ¡Increíble! Sin embargo, tarde o temprano lo conseguirán, pensó. Había demasiado armamento sobrante, demasiada poca vigilancia y demasiado dinero detrás de ese armamento. La ley de la oferta y la demanda se aparearía con la ley del término medio y tarde o temprano conseguirían algo.
Las alas temblaron. Se oyó un chirrido de cables. Prosiguieron el descenso dando bandazos en medio del temporal de nieve. Severodvinsk se alejó. Podía ver discos grises de agua congelada, unas marismas llanas y desiertas, árboles y más árboles cubiertos de nieve que desaparecían para siempre. ¿Qué, quién podía vivir ahí abajo? Nada, probablemente. Nadie. Estaban en los confines de la tierra.
El viejo avión siguió dando vueltas pesadamente otros diez minutos a apenas cincuenta metros del techo del bosque, y luego, un poco más adelante, Suvorin vio una hilera de luces en la nieve.
Era un campo de aviación militar enclavado entre los árboles, con una máquina quitanieves aparcada en el borde de la pista. Aunque acababan de despejar el corredor, ya empezaba a formarse una delgada capa blanca. El piloto se aproximó en vuelo raso para echar un vistazo y después ascendió un poco más, forzando el motor, y giró para la aproximación final. En ese momento Suvorin tuvo una fugaz vista de Arcángel al bies, bloques de apartamentos lejanos y borrosos y chime- neas sucias; pocos minutos después aterrizaron, y el avión se salió de la pista un par de veces antes de frenar, al tiempo que las turbinas levantaban pequeñas tormentas de nieve.
Cuando el piloto paró el motor se produjo un silencio como Suvorin nunca había experimentado antes. En Moscú siempre se oía algo, incluso en la supuesta calma de la noche, el ruido del tráfico, tal vez, una pelea en casa de los vecinos. Pero aquí no. Aquí el silencio era absoluto, y él no lo soportaba. Habló para llenar el silencio.
—Buen trabajo —le dijo al piloto—. Lo conseguimos.
—Sea usted bienvenido. Por cierto, tengo un mensaje de Moscú para usted. Antes de marcharse tiene que llamar al coronel. ¿Le ve algún sentido?
—¿Antes de que me marche?
—Eso es.
¿Antes de que me marche adonde?
No había espacio suficiente para estar de pie. Suvorin tuvo que agacharse. Aparcados junto a un enorme hangar vio una hilera de biplanos con camuflaje ártico.
La puerta trasera del avión se abrió de golpe. La temperatura bajó inmediatamente unos cinco grados. Copos de nieve barrieron el fuselaje. Suvorin cogió su maletín y saltó a la pista de cemento. Un técnico con gorra de piel le indicó que se dirigiera al hangar. La pesada puerta corredera estaba entreabierta. En la sombra, junto a un par de jeeps y al resguardo de la nieve, esperaba un comité de recepción: tres hombres en uniforme del MVD con rifles de asalto AK-47, un tipo de la Milicia y, el miembro más extraño de todos, una anciana con pesada vestimenta masculina, encorvada como un buitre y apoyada en un bastón. Algo había ocurrido, Suvorin lo supo en cuanto entró en el hangar, y fuera lo que fuese no podía ser nada bueno. Lo supo cuando le tendió la mano al militar del Ministerio del Interior de mayor rango —un joven de gesto hosco y cuello de toro, el comandante Kretov— y, a modo de respuesta, recibió un saludo hecho con suficiente flojera como para dar a entender un insulto. En cuanto a los dos hombres de Kretov, ni siquiera se molestaron en tomar nota de su llegada. Estaban demasiado ocupados descargando un pequeño arsenal de la parte trasera de un jeep: cargadores de repuesto para sus AK-47, pistolas, bengalas y una enorme ametralladora RP46 con botes de municiones y patas de metal.