Rapava se encogió de hombros. Sí, claro. Era la única forma de conseguir un apartamento. Se casó y le dieron uno.
¿Y qué pasó? ¿Dónde estaba su mujer?
Había muerto. Era un edificio decente, muchacho, antes de la droga y los delincuentes…
¿Dónde estaba?
Malditos chorizos…
¿Hijos?
Un hijo. También murió, en Afganistán. Y una hija.
¿También había muerto?
No; era puta.
¿Y los papeles de Stalin?
Kelso, borracho como estaba, no podía hacer que esa pregunta sonara inocente y el viejo le lanzó una mirada astuta, de campesino.
—Vamos, muchacho —dijo Rapava en voz baja—, sigue. ¿Y los papeles de Stalin? ¿Qué pasó con los papeles de Stalin?
Kelso dudó.
—Si todavía existen… si hay alguna posibilidad, una remota posibilidad…
—¿Te gustaría verlos?
—Claro.
Rapava rió.
—¿Y por qué iba a ayudarte, muchacho? Quince años en Kolyma… ¿para qué? ¿Para ayudarte a decir más mentiras? ¿Por amor?
—No, por amor no. Por la historia.
—¿Por la historia? ¡No me hagas reír!
—De acuerdo… Por dinero, entonces.
—¿Qué?
—Por dinero. Una parte de los beneficios. Mucho dinero.
El campesino Rapava se rascó la nariz.
—¿ Cuánto dinero ?
—Mucho. Si es verdad y si podemos encontrarlos. Créame, un montón de dinero.
Un ruido de voces en el corredor rompió el momentáneo silencio, voces que hablaban en inglés. Kelso adivinó quiénes eran: sus compañeros historiadores —Adelman, Duberstein y los demás— que volvían de cenar tarde preguntándose dónde se había metido. De pronto le pareció sumamente importante que nadie, y aún menos sus colegas, supiera nada de Papú Rapava.
Alguien llamó con suavidad a la puerta. Kelso levantó la mano, le hizo señas al viejo y apagó silenciosamente la lámpara de la mesilla de noche.
Se quedaron sentados oyendo los murmullos amplificados por la oscuridad, pero aún así amortiguados y confusos. Hubo otro golpe en la puerta seguido de una carcajada de alguien al que los demás hicieron callar. Quizá habían visto que apagaba la luz y, con la reputación que tenía, pensaban que estaba con una mujer.
Al cabo de un instante las voces se desvanecieron y el pasillo volvió a quedar en silencio. Kelso encendió la luz, sonrió y se dio una palmada en el corazón. La cara del viejo parecía una máscara, pero también sonrió y se puso a cantar. Tenía una voz trémula, inesperadamente melodiosa.
Kolyma, Kolyma…
¡Qué bonito lugar!
Doce meses de invierno
y verano los demás…
Cuando lo soltaron se convirtió simplemente en Papú Rapava, trabajador ferroviario que había pasado una temporada en los campos. Si alguien quería saber más… ¿Ah sí? ¡Prueba! Siempre tenía preparados los puños o un pincho de metal.
Dos hombres lo vigilaron desde el principio. Anti-pin, un capataz de la sala de máquinas Lenin 1, y un tullido del apartamento de abajo llamado Senka. Un par de auténticos soplones. Prácticamente empezaban a chivarse al KGB antes de que uno saliera de la habitación. Los otros iban y venían: hombres a pie, en coches aparcados, hombres que hacían «preguntas de rutina, camarada»; pero Antipin y Senka eran los leales vigilantes, aunque ninguno de los dos descubrió nada. Rapava había enterrado su pasado en un agujero mucho más hondo que el que había hecho para Beria.
Senka había muerto hacía cinco años. De Antipin nunca supo qué había sido. El Lenin 1 ahora era propiedad de un colectivo privado que importaba vino francés.
¿Los papeles de Stalin, muchacho? ¿A quién cono le importan? Él ya no le tenía miedo a nada.
¿Mucho dinero has dicho? Bueno, bueno…
Rapava se inclinó, escupió en el cenicero y después pareció quedarse dormido. ¿Te dije que mi hijo había muerto?, preguntó al cabo de un rato.
Sí.
Murió en una emboscada nocturna camino de Ma-zar-i-Sharif. Fue uno de los últimos que mandaron. Lo mataron unos demonios de la edad de piedra con la cara tiznada y misiles yankis. ¡Stalin jamás habría permitido que semejantes salvajes humillaran el país! ¡Los habría despedazado y esparcido las cenizas en Siberia! Después de la muerte del muchacho, Rapava se acostumbró a caminar. Largas caminatas que podían durar un día y una noche. Recorría la ciudad, de Perovo a los lagos, del parque Bittsevski a la torre de televisión. Y en uno de esos paseos, hacía seis o siete años, en la época del golpe, se sorprendió en uno de sus propios sueños. Al principio no se dio cuenta. Después vio que estaba en la calle Vspolni. Se largó enseguida. Su hijo era operador de radio en una unidad de tanques. Le gustaba juguetear con la radio, no le gustaba combatir.
¿Y la casa?, preguntó Kelso. ¿Aún estaba en pie?
Tenía diecinueve años.
¿Y la casa? ¿Qué pasó con la casa?
Rapava dejó caer la cabeza.
La casa, camarada…
Había una luna turca y una estrella roja. Y el lugar estaba protegido por esos demonios de cara tiznada… A partir de entonces, Kelso no logró entender nada más. Los párpados del viejo aletearon y se cerraron. Se le aflojó la boca y un hilo de saliva amarilla se deslizó por la barbilla.
Kelso se quedó mirándolo durante un par de minutos mientras sentía crecer las náuseas en el estómago. Se levantó de un brinco y fue lo más rápido que pudo al lavabo, donde vomitó copiosamente. Apoyó la frente ardiente sobre la taza esmaltada fresca y se lamió los labios. Sentía la lengua enorme, y amarga, como un fruto negro e hinchado. Se le había atragantado algo en la garganta. Trató de aclarársela tosiendo, pero no sirvió de nada, así que tragó y lo único que consiguió fue un nuevo acceso de arcadas. Cuando echó la cabeza atrás vio que los artefactos del baño se separaban y empezaban a girar, como en una lenta danza tribal. Un moco plateado colgaba de su nariz trazando un arco hasta el asiento del inodoro.
Aguanta, se dijo. Esto también pasará.
Volvió a cogerse a la taza blanca como si fuera un hombre a punto de ahogarse, mientras el horizonte se inclinaba, la habitación se oscurecía, se deslizaba…
En la oscuridad de sus sueños un crujido. Un par de ojos color miel.
«¿Tú quién eres para robarme mis papeles personales?», decía Stalin y saltaba del sofá como un lobo.
Kelso despertó sobresaltado y se golpeó la cabeza con el borde de la bañera. Gimió y giró hasta quedarse de espaldas mientras se toqueteaba la cabeza para ver si sangraba. Estaba seguro de que sentía un líquido pegajoso, pero cuando se acercó la mano a los ojos vio que tenía los dedos limpios.
Como siempre, incluso tirado en el suelo de un baño en Moscú, una parte de él seguía implacablemente sobria, como un capitán herido en el puente de un barco torpedeado, que evalúa tranquilamente los daños en medio del fragor de la batalla. Era esa parte de él que llegaba a la conclusión de que, por muy mal que se sintiera, otras veces — curiosamente— se había sentido peor. Y esa parte de él oyó entre los confusos latidos de la cabeza, el crujido de una pisada y el clic de una puerta que se cerraba en silencio.
Kelso cerró la boca y atravesó todas las fases de la evolución humana, por pura fuerza de voluntad, hasta ponerse de pie —desde el cieno del suelo a una especie de cuclillas simiescas, pasando por las cuatro patas— y lanzarse hacia la habitación vacía. Una luz tenue se fil- traba por las cortinas anaranjadas e iluminaba los restos de la noche. El hedor ácido de alcohol derramado y humo rancio le dio náuseas. A pesar de todo —y en ese esfuerzo había tanto heroísmo como desesperación— se dirigió a la puerta.
—¡Papú Gerasimovich! ¡Espere!
El pasillo estaba oscuro y desierto. En la otra punta, a la vuelta del recodo, se oyó la campanilla de un ascensor que llegaba. Kelso se estremeció y echó a correr. Llegó justo a tiempo de ver cómo se cerraban las puertas. Trató de meter los dedos para hacer palanca mientras, por la rendija, le decía a Rapava que volviera. Apretó el botón de llamada varias veces con la palma de la mano pero como no respondía empezó a bajar por la escalera. En el piso 21 se dio cuenta de que había perdido, se detuvo en el descansillo y llamó al ascensor rápi- do. Se quedó allí, esperándolo, apoyado contra la pared, jadeante, con náuseas y un dolor que le partía la cabeza. El ascensor tardó y cuando al fin llegó, volvió a subir los tres pisos que acababa de bajar corriendo. Las puertas se abrieron burlonas a un pasillo vacío.