Kelso los observó un minuto por el sucio ventanuco. O'Brian hizo una marca en la nieve y caminó hacia la cabaña, regresó y señaló la línea tratando de que el ruso entendiera lo que quería que hiciese. Es como si nos hubiera estado esperando, pensó Kelso. «Sois vosotros — había dicho—. Sois de verdad vosotros…»
«Éste es el libro del que se habla…»
Se notaba que había recibido educación, mejor dicho, que había sido adoctrinado, una palabra tal vez más acertada. Sabía leer. Le habían inculcado la idea de que tenía un destino determinado: la seguridad mesiánica de que un día u otro unos extranjeros aparecerían por el bosque con un libro, y que, quienesquiera que fuesen, incluso un par de imperialistas, serían ellos…
Aparentemente el ruso estaba de muy buen humor, pues se llevó el dedo índice a los ojos y lo movió ante la cámara, sonriendo. Luego se agachó e hizo una bola de nieve que arrojó en broma a la espalda de O'Brian.
Homo sovieticus, pensó Kelso.
Intentó recordar algo, un pasaje de la biografía de Volkogonov en el que se citaba a Sverdlov, que había sido deportado a Siberia con Stalin en 1914. Stalin no se juntaba con otros bolcheviques, eso era lo que había sorprendido a Sverdlov. Ahí estaba: desconocido, a punto de cumplir los cuarenta, sin haber trabajado un solo día de su vida, sin cualificación alguna, sin profesión, simplemente vivía solo y solo se iba a cazar o a pescar, «daba la impresión de que estaba esperando que algo ocurriera».
Cazando. Pescando. Esperando.
Kelso se apartó de la ventana y volvió a guardar el cuaderno en la cartera. Miró otra vez por la ventana, luego se acercó a la mesa y comenzó a hojear las Obras completas de Stalin.
Tardó un par de minutos en encontrar el pasaje que buscaba: un par de páginas con las puntas dobladas en diferentes volúmenes, los dos pasajes bien subrayados con lápiz negro. Y era lo que creía: la primera respuesta del ruso había sido una cita textual de un discurso de Stalin en el Congreso de Dirigentes de Industrias Socialistas, celebrado el 4 de febrero de 1931, mientras que la segunda estaba extraída de una arenga a tres mil estajanovistas el 17 de noviembre de 1935.
El hijo repetía las palabras del padre.
Oyó el ruido de las botas de Stalin en los escalones de madera y volvió a dejar los libros en su sitio. Suvorin siguió a uno de los hombres del MVD fuera del hangar y atravesó la pista en dirección a un bloque de un solo piso junto a la torre de control. El vendaval le atravesó el abrigo. La nieve se le filtraba por los zapatos. Llegó a la oficina prácticamente congelado. Un joven cabo levantó la vista cuando entraron, sin demostrar ningún interés por la visita. Suvorin empezaba a estar harto de esa misión, de esa ciudad provinciana, del maldito Arcángel. Cerró de un portazo.
—¡Salude, hombre, cuando entra un oficial!
El cabo se puso de pie de un brinco, con una brusquedad tal que tiró la silla al suelo. s
—Deme línea para hablar con Moscú. Ahora mismo. Y espere fuera. Los dos, esperen fuera.
Suvorin no comenzó a marcar hasta que salieron. Levantó la silla, la enderezó y se desplomó. El cabo estaba leyendo una revista pornográfica alemana. Un pie enfundado en una media de seda asomaba por debajo de una pila de diarios de vuelo. Oyó que el teléfono sonaba débilmente en Moscú. Había una interferencia fuerte en la línea.
—¿Sergo? Soy Suvorin. Pásame con el jefe.
Al cabo de un momento respondió Arseniev.
—Feliks, escucha —dijo con voz tensa—. He estado tratando de hablar contigo. ¿Has oído la noticia?
—Sí, la he oído.
—¡Increíble! ¿Has hablado con los otros? Tienes que actuar sin perder un segundo.
—Sí, he hablado con ellos, y permítame que le pregunte una cosa, coronel, ¿qué es esto? —Suvorin tuvo que taparse el otro oído con un dedo y gritar en el auricular—. ¿Qué está pasando? He aterrizado en el quinto pino y por una ventana estoy viendo a tres asesinos que están cargando una máquina quitanieves con armamento suficiente para abatir a un batallón de la OTAN…
—Feliks —dijo Arseniev—, esto escapa a nuestro control.
—¿Y entonces? ¿Qué es esto? ¿Se supone que ahora tenemos que acatar órdenes del MVD ?
—No son el MVD —dijo Arseniev en voz baja—. Son fuerzas especiales vestidas con uniformes del MVD.
—¿Spetsnaz? —Suvorin se llevó la mano a la cabeza. Spetsnaz. Comandos. Brigada Alfa. Asesinos—. ¿Quién decidió soltarlos?
Como si no lo supiera.
—Adivina —respondió Arseniev.
—¿Y su excelencia estaba tan borracho como de costumbre? ¿O fue en un raro interludio de sobriedad?
—¡Cuidado con lo que dices, comandante! —exclamó Arseniev irritado.
El pesado motor diesel de la máquina quitanieves arrancó. Al acelerar, vibraron los cristales dobles de la ventana, ahogando por un instante la voz de Arseniev. Unos grandes faros amarillos iluminaron la nieve y comenzaron a moverse pesadamente por la pista, en dirección al edificio en que se encontraba Suvorin.
—¿Cuáles son las órdenes exactamente?
—Procede como mejor te parezca, y emplea toda la fuerza necesaria.
—¿Toda la fuerza necesaria para conseguir qué?
—Lo que estimes más conveniente.
—¿O sea?
—Eres tú el que debe decidir. Cuento contigo, comandante. Te estoy concediendo autonomía absoluta…
Ya, pero él era un hombre astuto, ¿no? El más astuto. Un auténtico sobreviviente. Suvorin perdió la compostura.
—¿Y a cuántos tenemos que matar, coronel? ¿Un hombre? ¿Dos? ¿Tres?
Arseniev estaba indignado, profundamente alterado. Si la cinta de esa conversación se reproducía alguna vez —lo cual ocurriría al día siguiente—, su expresión sería lo suficientemente obvia para que todos la comprendieran.
—¡Nadie ha dicho nada de matar, comandante! ¿Lo ha dicho alguien? ¿He hablado yo de matar?
—No, usted no —dijo Suvorin con una vena de sarcasmo y crueldad que desconocía—. Es evidente que todo lo que ocurra será exclusiva responsabilidad mía. Mis superiores no han tenido nada que ver en esto. Y tampoco, estoy seguro, el modélico comandante Kretov.
Arseniev empezó a decir algo pero su voz le llegaba ahogada por el rugido del motor que aceleraba otra vez. La máquina quitanieves ya estaba casi junto a la ventana. La pala subía y bajaba como una guillotina. Suvorin vio a Kretov en el asiento del conductor, que se pasaba el dedo índice por la garganta. Sonó el claxon. Suvorin le hizo señas indignado y le dio la espalda.
—Repita, por favor, coronel.
Pero la comunicación se había cortado, y todas sus tentativas por intentar restablecerla fracasaron. Y ése fue el sonido que más tarde Suvorin nunca consiguió quitarse de los oídos, mientras viajaba apretujado en el asiento plegable de la máquina quitanieves que avanzaba dando tumbos por el bosque: el intenso frío e implacable zumbido de la línea telefónica, de un número imposible de obtener.
28
La nieve había amainado y hacía mucho más frío, tres o cuatro grados bajo cero. Kelso se cubrió con la capucha y se puso en marcha lo más rápido que pudo en dirección al borde del claro. Frente a él, entre los árboles, la hilera de bollos de papel amarillo florecía cada cincuenta metros como flores de invierno en la maleza nevada.
Salir de la cabaña no había sido fácil. Cuando le dijo al ruso que tenían que volver al coche —«Sólo a recoger parte del equipo, camarada», había añadido rápidamente—, el otro le echó una mirada tan suspicaz que casi le había dado pavor. Sin embargo, de alguna manera le sostuvo la mirada y finalmente, tras una última ojeada de re- conocimiento, el ruso asintió con la cabeza. E incluso entonces O'Brian se había demorado —«Mira, no nos iría mal otra toma desde aquí arriba»— hasta que Kelso lo cogió con fuerza por el codo y se lo llevó hacia la puerta. El ruso los observó partir, sin dejar de fumar en pipa.