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Kelso oyó que O'Brian respiraba con dificultad, pero, aunque iba tambaleándose detrás de él, no se detuvo a esperarlo hasta que perdieron de vista la cabaña.

—¿Tienes el cuaderno? —preguntó O'Brian.

—Aquí dentro —dijo Kelso, y se dio unos golpecitos en la pechera de la chaqueta.

—Buen trabajo, muchacho —dijo O'Brian, y ejecutó una breve danza de la victoria en la nieve, arrastrando los pies—. ¡Mierda, esto sí ha sido una aventura! Una aventura de los mil diablos.

—Exactamente —repitió Kelso, si bien lo único que quería era largarse. Reanudó la marcha, con más urgencia ahora; le dolían las piernas del esfuerzo que suponía avanzar por la nieve.

Salieron al sendero y ahí estaba el Toyota, esperándolos, a unos cien metros, envuelto en una capa húmeda y blanca de más de dos centímetros, más gruesa en la parte trasera, desde donde soplaba el viento, y cuando se acercaron un poco más, vieron que la superficie empezaba a cubrirse de una capa de hielo. El Toyota aún seguía inclinado, las ruedas traseras casi despejadas de nieve; les llevó un buen rato identificar todos los daños. El ruso había disparado tres veces. El primer disparo había hecho saltar la cerradura de la puerta trasera. El segundo había traspasado la puerta del conductor. La tercera bala había atravesado el capó y tocado el motor, probablemente el ruso había querido desactivar la alarma.

—Maldito loco cabrón —dijo O'Brian mirando los agujeros—. Este Toyota cuesta cuarenta mil dólares.

Apretujado detrás del volante, puso la llave de contacto y la hizo girar. Nada. Ni un mísero clic.

—No me extraña que no le importara que volviésemos al coche — dijo Kelso—. Sabía que no iríamos a ninguna parte.

O'Brian volvió a parecer preocupado. Con dificultad bajó del asiento delantero y se hundió casi hasta la rodilla en la nieve. Rodeó el coche, levantó la puerta trasera y soltó un suspiro de alivio; su aliento bailoteó en el aire helado.

—Bueno, parece que no ha inutilizado el Inmarsat, gracias a Dios. Eso ya es bastante —dijo, y miró alrededor con ceño.

—¿Qué pasa? —dijo Kelso.

—Árboles —masculló O'Brian.

—¿Árboles?

—Sí. El satélite no está directamente encima de nuestras cabezas, ¿recuerdas? Está sobre el ecuador. Y aquí estamos en el norte, casi en el polo. Eso significa que hay que poner el plato de la antena en un ángulo muy bajo para enviar una señal. Los árboles, si están muy cerca, se interponen en el camino. —Se volvió hacia Kelso, y éste podría haberlo matado, podría haberlo estrangulado sólo por esa sonrisa de borrego en su estúpida carota de guaperas—. Vamos a necesitar un es- pacio, profesor. Lo siento.

¿Un espacio?

Exactamente. Un espacio. Tendrían que volver al claro del bosque. O'Brian insistió en que se llevaran el resto del equipo. Lo cual, después de todo, era lo que Kelso le había dicho al ruso que iban a hacer. No querían que sospechara nada, ¿verdad? Además, por nada del mundo O'Brian iba a dejar un equipo electrónico por valor de más de cien mil dólares en un Toyota acribillado en medio de la taiga. No pensaba perderlo de vista.

Y a duras penas volvieron por el sendero, O'Brian al frente con el Inmarsat y el más pesado de los maletones, con la batería del Toyota envuelta en una hoja de plástico embutida debajo del brazo. Kelso tenía la maleta de la cámara y el ordenador portátil, y hacía todo lo que podía por seguirle el paso, aunque el camino era muy duro. Le dolían los brazos. La nieve se lo tragaba. Pronto O'Brian se internó en el bosque y lo perdió de vista, mientras él tenía que pararse a cada rato a pasar la jodida maleta de una mano a la otra. Sudaba y maldecía. En el camino tropezó con una raíz oculta entre la maleza y cayó de rodillas.

Cuando llegaron al claro, O'Brian ya había conectado la antena del satélite a la batería y trataba de orientarla en la dirección correcta. La trayectoria de la antena apuntaba directamente a las copas nevadas de unos abetos enormes, a unos cincuenta metros del claro, y O'Brian, encorvado encima de ella, movía la mandíbula ansioso, con la brújula en una mano mientras apretaba unos botones con la otra. Había parado de nevar casi por completo, y el aire glacial se había teñido de un azul muy tenue. Detrás de él, recortada contra las sombras de los árboles, se veía la cabaña gris de madera en absoluto silencio, y en apariencia desierta, a no ser por el hilo de humo que salía de la estrecha chimenea.

Kelso dejó caer las cajas y se inclinó, con las manos en la rodillas, para recuperar el aliento.

—¿Captas algo? —dijo.

—Nada de nada.

Kelso gruñó.

«Un maldito circo…»

—Si ese aparato no funciona —dijo—, nos quedaremos aquí para siempre, lo sabes, ¿no? Estaremos aquí hasta abril sin nada que hacer como no sea escuchar fragmentos de las Obras completas de Stalin.

Era una perspectiva tan poco halagüeña que no pudo más que reírse y, por segunda vez en ese mismo día, O'Brian rió con él.

—Vaya —dijo—, las cosas que tiene que llegar a hacer uno para alcanzar la gloria.

Pero no rió mucho tiempo, y el aparato siguió silencioso. Y fue en medio de ese silencio, unos treinta segundos más tarde, cuando Kelso creyó oír otra vez el débil murmullo de agua que corría.

Levantó la mano.

—¿Qué pasa? —preguntó O'Brian.

—El río. —Cerró los ojos y levantó la vista hacia el cielo, haciendo un esfuerzo por escuchar—. El río, creo…

Era difícil distinguirlo del ruido del viento en los árboles, pero era más sostenido que este último, y más profundo, y parecía venir de algún lugar del otro lado de la cabaña.

—Vamos a ver —dijo O'Brian, y, tras quitar las pinzas de las terminales de la batería, se puso a enrollar el cable a toda velocidad—. Si lo piensas, es lógico. Seguramente él se traslada por el río. En barca.

Kelso se echó al hombro las dos maletas y O'Brian le gritó:

—¡Cuidado, Chiripa!

—¿Qué pasa?

—Las trampas. ¿O te has olvidado? Tiene el bosque entero sembrado de trampas.

Kelso se quedó inmóvil; miró el suelo, inseguro, y recordó la ráfaga de nieve, el ruido seco de las fauces de metal. Pero era inútil preocuparse por eso, pensó, y también imposible evitar pasar directamente delante de la puerta de la cabaña. Esperó que O'Brian terminara de guardar el Inmarsat, y echaron a andar los dos juntos, pisando con cautela. Ahora Kelso notaba la presencia del ruso por todas partes: en la ventana de su miserable cabaña, en el hueco debajo de la cabaña, detrás de la pila de leña amontonada contra la pared trasera, en el tonel de agua fría y cubierta de musgo y en la oscuridad de los árboles cercanos. Se imaginaba el rifle colgado a la espalda, con plena conciencia de la suavidad de su propia piel, vulnerable como la de un niño pequeño.

Llegaron al extremo del claro y bordearon el perímetro del bosque. Maleza espesa, troncos caídos y podridos. Extraños bultos blancos fungoides como caras derretidas. Y, de vez en cuando, se oían ruidos a lo lejos, cuando el viento cambiaba y provocaba aludes de nieve. Apenas se veía a un palmo de las narices. No lograban encontrar un sendero. Lo único que podían hacer era hundirse entre los árboles.

O'Brian pasó primero y le tocó la peor parte, con las dos pesadas maletas a cuestas y la enorme batería del Toyota, que lo obligaba a ladear su voluminoso cuerpo para pasar despacio por los estrechos huecos, a veces a la izquierda, a veces a la derecha, por momentos teniendo que agacharse abruptamente, sin una mano libre para protegerse la cara de las ramas bajas. Kelso intentó seguir sus huellas y, tras media docena de pasos, se dio cuenta de que el bosque se iba cerrando detrás de ellos como un macizo portal de hierro.