—Ah —dijo Kretov con sorpresa fingida—, ¿sigue usted ahí? ¿Lo has entendido, Aleksei? —le dijo al hombre del mapa, y luego, dirigiéndose a Suvorin, añadió—: El puesto de escucha de Onega. Acaban de interceptar una transmisión vía satélite.
—Veinte kilómetros, comandante. A la derecha del río.
—¿Lo ve? —dijo Kretov sonriéndole por el espejo—. ¿Qué le había dicho? Estaremos en casa al anochecer.
29
Kelso salió del bosque y se dirigió a la cabaña. La-superficie de la nieve se había convertido en una delgada costra de hielo y el viento, que había arreciado levemente, enviaba pequeños tornados de polvo blanco del otro lado del claro. De la chimenea de hierro salía una delgada espiral de humo marrón que se enganchaba en la brisa.
«Si uno se acerca a él, hay que hacerlo abiertamente —era el consejo de Valechka, la criada—. Le molesta que la gente se le acerque a hurtadillas. Si la puerta está cerrada, hay que golpear fuerte…»
Kelso hizo lo posible para que las botas de caucho retumbaran en la nieve, y aporreó la puerta con su puño enguantado. No contestó nadie.
¿Y ahora?
Volvió a golpear. Esperó, luego descorrió el pestillo y abrió la puerta, e inmediatamente el olor, ahora familiar —frío, cerrado, animal, con un dejo rancio de tabaco de pipa—, lo abrumó.
No había nadie en la cabaña. No se veía el rifle. Al parecer el ruso había estado trabajando en su mesa: papeles desparramados, un par de lápices pequeños y gruesos.
Kelso se quedó en el umbral, echando un vistazo a los papeles, tratando de tomar una decisión. Miró por encima del hombro. Lo más probable era que el ruso estuviera en la orilla del río, espiando a O'Brian. Ésa era su única ventaja táctica, pensó: el hecho de ser dos contra uno hacía que el ruso no pudiera espiarlos a la vez. Vacilante, se acercó a la mesa.
Sólo tenía intención de husmear un minuto —y probablemente eso fue todo lo que hizo—, el tiempo suficiente para pasar los dedos por esos papeles.
Un par de pasaportes rojos, de tapa dura, de quince centímetros por diez, marcados PASAPORTE y NORGE, expedidos en Bergen en 1968 —una pareja joven, de idéntico aspecto: pelo largo, rubios, algo hippiescos, la chica muy bonita aunque algo lánguida; entrados en la URSS por Leningrado en junio de 1969…
Documentos de identidad —de los antiguos—, de la Unión Soviética, tres hombres diferentes: el primero, un tipo joven con orejas grandes y gafas, estudiante por el aspecto; el segundo, un hombre mayor, de unos sesenta años, curtido por los años, de aire independiente, marino tal vez; el tercero, ojos saltones, descuidado, gitano o vagabundo; en el lugar de los nombres, un borrón…
Y, por último, una pila de hojas que, al abrirlas en abanico, resultaron seis juegos de documentos de cinco o seis páginas cada uno, grapados y escritos a lápiz o tinta en varias letras diferentes —una clara y legible, la otra vacilante, la última un garabato furioso y desesperado — pero siempre, en la parte superior de la primera página, en claras mayúsculas cirílicas, la misma palabra: «Confesión.»
Kelso sintió que una corriente de aire helado se colaba por la puerta y le erizaba el vello de la nuca.
Con cuidado volvió a colocar las hojas en su lugar y retrocedió, con las manos ligeramente alzadas como para defenderse. Al llegar al umbral, se volvió y bajó tambaleando los escalones. Se sentó en los tablones gastados y cuando levantó los prismáticos e inspeccionó el borde del claro, se dio cuenta de que estaba temblando.
Se quedó allí un par de minutos, tratando de recuperar la calma. Se le ocurrió que lo que debía hacer —la cosa tranquila, racional, sensata, el no precipitarse a conclusiones histéricas, lo que un erudito serio haría— era volver y tomar nota de los nombres para comprobarlos más tarde.
Por eso, después de convencerse a sí mismo por enésima vez de que no había nadie entre los árboles, se puso de pie y volvió a agacharse para entrar por la puerta baja. Lo primero que vio fue el fusil apoyado en la pared, y después, al ruso, sentado a la mesa, callado, mirándolo.
Según su secretario, «poseía un altísimo talento para el silencio, y en este sentido era único en un país ¡ en el que todo el mundo habla por los codos».
No se había quitado el uniforme, y seguía con abrigo y gorra. La estrella de oro de Héroe de la Unión Soviética en la solapa brillaba a la luz mortecina de la lámpara de queroseno.
¿Cómo lo había hecho?
Kelso comenzó a farfullar en medio del silencio.
—Camarada… usted… estoy asustado… vine a buscarle… quería… —dijo, toqueteando nervioso la cremallera de la chaqueta, y le enseñó la cartera—. Quería devolverle los papeles de su madre, Anna Mijailovna Safanova…
El tiempo se hacía interminable. Pasó medio minuto, un minuto entero, y luego el ruso dijo en voz baja:
—Muy bien, camarada. —Y apuntó algo en el papel que tenía delante. Le señaló la mesa y Kelso dio un paso al frente y dejó la cartera, como una ofrenda destinada a apaciguar a un dios inestable y vengativo.
Otro silencio interminable.
—Capitalismo —dijo el ruso al final, bajando el lápiz romo y cogiendo la pipa— equivale a robo. Y el imperialismo es la forma más desarrollada de capitalismo. De ello se desprende que el imperialista es el mayor ladrón de toda la humanidad. ¡Querer robar los papeles de un hombre! ¡Oh, qué fácil! ¡Sacarle hasta el último kopek del bolsillo! ¡O robarle la barca! ¿Qué me dice de eso, camarada?
Le hizo un guiño a Kelso y siguió mirándolo mientras encendía una cerilla.
—Cierre la puerta, por favor, camarada.
Empezaba a oscurecer.
Si pasamos la noche aquí, pensó Kelso, no nos iremos nunca.
¿Dónde demonios estaba O'Brian?
—Bueno —dijo el ruso—, y ésta es la cuestión decisiva, camarada: ¿cómo nos protegemos de estos capitalistas, de estos imperialistas, de estos ladrones? Y digamos que la respuesta a esta pregunta 'decisiva debe ser igualmente decisiva. —Apagó la cerilla sacudiendo la mano y se inclinó hacia adelante—. Sólo nos protegemos de estos capitalistas, de estos imperialistas y de estos asquerosos ladrones de toda la humanidad recurriendo a la más feroz vigilancia. Mire usted, por ejem- plo, esta pareja de noruegos, con sus sonrisas de serpiente, arrastrándose sobre sus vientres de gusanos por la maleza y pidiendo que les «indique el camino». ¡Por favor! ¡Haciendo excursionismo! ¡Por favor!
Agitó los pasaportes abiertos ante la cara de Kelso, que tuvo oportunidad de ver por segunda vez los rostros de los dos jóvenes, el muchacho con la cinta con dibujos psicodélicos en la cabeza…
—¿Somos tan imbéciles, me pregunto, somos tan primitivos y retrasados que no vamos a reconocer a los espías y ladrones capitalistas e imperialistas cuando pasan a nuestro lado arrastrándose como gusanos? ¡No, camarada, no somos ni primitivos ni atrasados! A esa gente le damos una dura lección sobre las realidades socialistas. Aquí, ante mis ojos, tengo sus confesiones; al principio quisieron negarse a confesar, pero terminaron admitiéndolo todo… Y no necesitamos decir nada más de ellos. Son lo que Lenin predijo que serían: polvo en el estercolero de la historia. ¡Ni tampoco tenemos nada que decir de éste! —exclamó mientras cogía uno de los seis juegos de documentos, el del hombre de más edad—. ¡Ni de éste! ¡Ni de este otro! —Las caras de las víctimas relampaguearon fugazmente ante los ojos de Kelso—. ¡Esa es nuestra respuesta decisiva a la cuestión definitiva planteada por todos los capitalistas, imperialistas y apestosos ladrones!
Se reclinó en la silla con los brazos cruzados y una sonrisa forzada.
El fusil estaba casi al alcance de Kelso, pero él no se movió. Podría no estar cargado. Y aun si lo estaba, no habría sabido dispararlo. Y aun si disparaba sabía que nunca podía herir al ruso: era una fuerza sobrenatural. Tan pronto estaba delante de uno como detrás; en un momento estaba en el bosque y al otro aquí, sentado a su mesa, estudiando minuciosamente su colección de confesiones, tomando una nota de vez en cuando.