—Sin embargo —dijo el ruso al cabo de un rato—, muchísimo peor es el cáncer de la desviación hacia la derecha. —Volvió a encender la pipa y aspiró ruidosamente—. Y en esto Golub fue el primero.
—Golub fue el primero —repitió Kelso, atontado.
Recordaba la hilera de cruces: T. Y. Golub, con la cara borrada, muerto en noviembre de 1961.
La esencia del éxito estalinista era en realidad muy sencilla, pensó, construida en torno a un razonamiento que podía reducirse a esta breve frase: la gente le tiene miedo a la muerte.
—Golub fue el primero en sucumbir a las clásicas tendencias conciliatorias del desviacionismo de derecha. Por supuesto, yo no era más que un niño en esa época, pero sus lloriqueos aún resuenan en mis oídos: «Oh, camaradas, en los pueblos dicen que los restos del camarada Stalin han desaparecido del legítimo lugar que se merecen junto a Lenin! Oh, camaradas, ¿qué vamos a hacer? ¡Es un desastre, camaradas! ¡Vendrán y nos matarán a todos! ¡Es hora de rendirse!»
»¿Ha visto alguna vez a los pescadores —prosiguió el ruso— cuando se avecina una tormenta sobre un gran río? Yo los he visto muchas veces. Cuando llega una tormenta, uno de los grupos de pescadores reúne todas sus fuerzas, alientan a sus compañeros y con audacia los mandan a hacer frente a la tormenta: "¡Arriba ese ánimo, muchachos, agarraos fuerte al timón, cortar las olas, la atravesaremos!" Pero hay otra clase de pescadores, los que, al advertir que se acerca una tormenta se vienen abajo y se ponen a gimotear y a desmoralizar sus propias filas. "¡Qué desgracia, se avecina una tormenta! Echaos, muchachos, en el fondo de la barca. Cerrad los ojos, esperemos que de alguna manera lleguemos a la orilla!"
El ruso escupió en el suelo.
—Chizhikov se lo llevó a la parte oscura del bosque esa misma noche, y por la mañana había una cruz, ése A fue el fin de Golub, eso puso fin a los balidos de los desviacionistas. Y hasta la bruja de su viuda se tapó la boca con un calcetín. Y durante unos años más, el trabajo constante continuó, guiado por nuestros cuatro lemas: la lucha contra el derrotismo y la complacencia, la lucha por la autosuficiencia, la autocrítica constructiva como cimiento de nuestro partido, y por último el lema que dice que del fuego sale el acero. Y después empezó el sabotaje.
—Ah —dijo Kelso—. El sabotaje, claro.
—Comenzó con el envenenamiento de los esturiones. Eso fue poco después del juicio a los espías extranjeros. A finales del verano. Salimos una mañana y nos los encontramos allí… las barrigas blancas flotando en el río. Y un sinfín de veces descubrimos que habían quitado la comida de las trampas y sin embargo no había ningún animal atrapado. Los champiñones se habían secado, apenas un pood1 para todo el año, y eso nunca había pasado antes. Hasta las bayas del sendero de dos verstas desaparecieron antes de que pudiéramos cogerlas. Comenté la crisis confidencialmente con el camarada Chizhikov; yo ya era mayor, ya me entiende, y capaz de echar una mano, y su análisis fue idéntico al mío: que se trataba de un clásico brote de provocación trotskista. Y cuando descubrieron a Yezhov con una linterna en la calle, después del toque de queda, el caso estuvo resuelto. Y esto —señaló cogiendo una gruesa pila de garabatos ilegibles con la que dio un golpe en la mesa—, esto es su confesión. Mire, aquí, de su puño y letra, lo cuenta todo, 1. Unidad de peso rusa equivalente a 11,38 kg. (N. de la T.) cómo recibía las señales con linternas de algunos de sus socios chivatos con los que había tomado contacto mientras pescaba.
—¿Y Yezhov…?
—Su viuda se ahorcó. Tenían un hijo —dijo, y apartó la vista—. No sé qué fue de él. Ahora están todos muertos, por supuesto. Chizhikov también.
Más silencio. Kelso se sentía como Scheherezade: mientras pudiera seguir hablando, tenía una oportunidad. La muerte esperaba agazapada en el silencio.
—El camarada Chizhikov —dijo—. Debió de ser… —a punto estuvo de decir «un monstruo»— un hombre extraordinario, ¿no?
—Un trabajador de vanguardia —dijo el ruso—, un estajanovista, un soldado y un cazador, un experto rojo y un teórico del más alto calibre. —Hablaba con los ojos casi cerrados, con un hilillo de voz—. Oh, sí, y cómo me pegaba, camarada. Me pegaba y me pegaba hasta que yo lloraba sangre. Eran las instrucciones que los órganos más altos le habían dado cuando lo hicieron responsable de mi educación: «¡De vez en cuando tienes que darle unos buenos palos!» Todo lo que soy se lo debo a él.
—¿Cuándo murió el camarada Chizhikov?
—Hace dos inviernos. Entonces ya estaba medio ciego y un poco gaga. Cayó en una de sus propias trampas. La herida se puso negra. La pierna se le puso negra y olía a carne agusanada. Deliraba. Se volvió loco. Al final nos pidió que le dejáramos pasar una noche fuera, en la nieve. Murió como un perro.
—¿Y su mujer? ¿Murió poco después?
—Al cabo de una semana.
—Debió de haber sido una madre para usted…
—Lo fue, pero ya era vieja. No podía trabajar. Fue algo muy duro, pero… fue por su propio bien.
«Nunca amó a ningún ser humano —había dicho Iremashvili, un compañero de escuela—. Era incapaz de sentir piedad por un hombre o por un animal, y nunca lo vi llorar…»
«Fue algo muy duro… Por su propio bien…»
Abrió un ojo amarillo.
—Tiene usted aspecto sospechoso, camarada. Se le nota.
Kelso tenía la garganta seca. Miró su reloj.
—Me estaba preguntando qué se habrá hecho de mi colega…
Ya había pasado más de media hora desde que había dejado a O'Brian junto al río.
—¿El yanqui? Acepte este consejo, camarada: desconfíe de ese hombre. Ya verá por qué se lo digo.
Parpadeó otra vez, se llevó un dedo a los labios y se puso de pie. Y luego atravesó la cabaña con una agilidad y una velocidad fuera de lo común —con auténtica gracia: uno, dos, tres pasos, y sin embargo las suelas de los zapatos apenas parecieron rozar las tablas—. Cuando abrió la puerta de par en par, ahí estaba O'Brian.
Y más tarde Kelso se preguntaría qué podría haber pasado después. ¿ Lo habrían tomado todo por una broma genial? («¡Con este frío debe de tener las orejas como dos tablones, camarada!») ¿O habría sido O'Brian el siguiente intruso en el estado estalinista en miniatura al que se le pedía que firmara una confesión?
Pero era imposible decir qué podría haber ocurrido, porque lo que en realidad ocurrió fue que de improviso el ruso cogió con brusquedad a O'Brian y lo hizo entrar en la cabaña a empujones. Después, se quedó solo en la puerta abierta, la cabeza ladeada, las aletas de la nariz dilatadas, olisqueando el aire, escuchando. Suvorin ni siquiera vio el humo. Fue el comandante Kretov el que lo divisó.
Kretov frenó y señaló la columna de humo, puso la máquina quitanieves en primera y así avanzaron a paso de tortuga unos doscientos metros hasta la entrada al sendero. A mitad de camino se veía nítidamente el contorno blanco del techo del Toyota, recortado contra las sombras de los árboles. Cuando Kretov paró el motor, por unos momentos Suvorin volvió a oír aquel silencio de otro mundo.
—Comandante, ¿qué órdenes le han dado exactamente?
Kretov estaba abriendo la puerta.
—Las órdenes que tengo apelan al viejo y sencillo sentido común ruso. Volver a meter el corcho en la botella en el punto más estrecho — respondió, y haciendo gala de una gran agilidad saltó de la máquina, se plantó en la nieve y se volvió para coger su AK-47. Puso un cargador de repuesto en la chaqueta y comprobó la pistola.