—¿Y éste es el punto más estrecho?
—Usted mejor se queda aquí calentándose el trasero, ¿no le parece? No nos llevará mucho tiempo.
—No participaré en nada ilegal —dijo Suvorin. Unas palabras que sonaron absurdamente remilgadas y oficiales, incluso a sus propios oídos. Kretov, que ya comenzaba a alejarse con sus hombres, no se dio por enterado—. ¡Al menos no les hagan daño a los occidentales! —les gritó Suvorin cuando se marcharon.
Se quedó sentado unos segundos más, mirando las espaldas de los soldados cuando se abrieron en abanico a lo ancho del sendero. Luego, con un juramento, abatió el asiento delantero y salió de la máquina por la puerta abierta. La cabina estaba más alta de lo que esperaba. Al saltar sintió que algo lo tiraba con fuerza hacia atrás al tiempo que oía el ruido de un desgarrón. Era el forro de su abrigo, que se había enganchado en un trozo de metal. Volvió a maldecir y se desenganchó.
Era difícil seguirles el paso a los otros tres hombres. Estaban en perfecta forma física y él no. Tenían botas de montaña y él zapatos con suela de cuero. No le resultaba fácil mantener el equilibrio en la nieve, y nunca, los habría alcanzado si no se hubieran detenido a inspeccionar algo que encontraron tirado en el suelo, a un lado del sendero.
Kretov alisó el bollo de papel amarillo y lo giró de un lado y del otro. Estaba en blanco. Volvió a hacer un bollo y lo tiró. Después se colocó en el oído derecho un pequeño auricular en miniatura, color rosado, parecido a un audífono. Del bolsillo sacó un pasamontañas y se lo puso. Los otros dos hombres hicieron lo mismo. Kretov hizo un gesto brusco con su mano enguantada, señalando el bosque, y volvieron a ponerse en marcha: el comandante al frente con su fusil de asalto delante, volviéndose mientras caminaba, agachándose para un lado y para el otro, listo para barrer los árboles a balazos; luego, un soldado y después el otro, los dos en la misma actitud vigilante y cautelosa, dos caras como dos calaveras dentro de los pasamontañas, y en último lu- gar Suvorin, con ropa de civil, tambaleando, resbalando y, desde todo punto de vista, ridículo. El ruso cerró la puerta con calma y cogió su fusil. De debajo de la mesa sacó una caja de madera y se llenó los bolsillos de balas. Con la misma tranquilidad desenrolló la alfombra, levantó la puerta trampilla y desapareció de un salto, como habría hecho un gato.
—Estamos por la paz y defendemos la causa de la paz —dijo—. Pero no nos dan miedo las amenazas y estamos preparados para responder, golpe por golpe, a los que instigan la guerra. Los que intenten atacarnos recibirán un rechazo aplastante que les enseñará a no meter las narices en nuestro jardín soviético. Vuelva a poner la alfombra en su lugar, camarada.
Desapareció y cerró la puerta detrás de él.
O'Brian miró las tablas del suelo y luego a Kelso.
—¿Pero qué coño…?
—¿Y tú, dónde diablos has estado? —dijo Kelso, y cogió la cartera y volvió a metérsela en la chaqueta—. No te preocupes por él. Salgamos de aquí cuanto antes.
Pero antes de que ninguno de los dos pudiera moverse, una calavera apareció en la ventana de la cabaña, dos ojos redondos y una raja en el lugar de la boca. Una bota dio una patada a la madera. La puerta se partió en dos. Los hicieron ponerse contra la pared, los empujaron contra la tosca pared revestida de madera y Kelso sintió el frío del metal que se le hincaba en la base del cuello; A O'Brian, un poco lento de reflejos, le golpearon la frente contra la pared, sólo para enseñarle buenos modales y, de paso, un poco de ruso.
Les ataron las muñecas a la espalda con una cuerda de plástico.
—¿Dónde está el otro? —dijo un hombre con voz áspera, y levantó la culata del fusil.
—¡Debajo de las tablas! —gritó O'Brian—. Díselo, Chiripa, diles que está bajo las malditas tablas.
—Está debajo de las tablas —dijo en ruso una voz bien educada que Kelso creyó reconocer.
Unas pesadas botas hicieron retumbar el suelo de madera. Al volver la cabeza, Kelso vio a uno de los enmascarados que caminaba hacia el fondo de la cabaña; de pronto, el hombre apuntó al suelo y empezó a disparar con aire despreocupado. El ensordecedor ruido de los disparos en ese espacio tan reducido lo hizo encogerse, y, cuando volvió a mirar, vio al mismo hombre que caminaba hacia atrás y rociaba el suelo con limpias hileras de balas con el arma en la mano como un martillo neumático. Las astillas saltaban y rebotaban, y Kelso sintió que algo le golpeaba la cabeza, justo debajo de la oreja. Miró hacia el otro lado y apoyó la mejilla contra la pared. El ruido cesó, oyó que alguien ponía un nuevo cargador en el fusil y que recomenzaban los disparos, hasta que nuevamente cesaron. Algo cayó al suelo. Olía a cordita. Un humo acre le hizo cerrar los ojos y cuando volvió a abrirlos vio al espía rubio de Moscú. El espía sacudía la cabeza en señal de disgusto.
De una patada, el hombre que había disparado apartó la alfombra hecha jirones y levantó la trampilla. Con una linterna alumbró el espacio abierto entre nubes de humo y luego desapareció por el agujero. Lo oyeron moverse bajo sus pies. Treinta segundos después reapareció en la puerta de la cabaña y se quitó la máscara.
—Hay un túnel. Se ha ido —dijo.
Sacó una pistola y se la dio al hombre rubio.
—Vigílelos.
Luego le hizo una seña a los otros dos y se marcharon por el sendero cubierto de nieve.
30
Suvorin se sentía mojado. Miró hacia abajo y vio que estaba pisando un charco de nieve fundida. Tenía los pantalones empapados, los bajos del abrigo también. Un pedazo del raído forro de seda se arrastraba por el suelo. Y los zapatos… los zapatos llenos de agua y cubiertos de arañazos, definitivamente arruinados.
Uno de los dos hombres atados —el reportero, se llamaba O'Brian, ¿no?— quiso darse la vuelta y decir algo.
—¡Cállese! —le gritó Suvorin furioso, y tras quitar el seguro lo amenazó con la pistola—. ¡Calladito y de cara a la pared!
Se sentó a la mesa y se pasó la manga húmeda por la cara.
Totalmente arruinados…
Observó que Stalin lo miraba con ceño. Cogió la fotografía enmarcada con la mano libre y la inclinó hacia la luz. Estaba firmada. ¿Y qué eran todas esas otras cosas? Pasaportes, documentos de identidad, una pipa, viejos discos de gramófono, un sobre con un mechón de pelo… Como si alguien hubiera querido realizar un truco de magia. Esparció el mechón en la palma de la mano y lo frotó con el pulgar y el índice. Hebras secas, grises y ásperas como un puñado de cerdas. Las dejó caer y se limpió las manos en el abrigo. Luego dejó la pistola en la mesa y se frotó los ojos.
—¿Por qué no se sientan? —dijo con voz cansada. Fuera, en el bosque, se oyó una atropellada ráfaga de disparos.
—¿Sabe una cosa? —le dijo con tristeza a Kelso—. Usted debería haber tomado ese avión, en serio.
—¿Qué ocurrirá ahora? —dijo el inglés. Se notaba que les resultaba difícil estar correctamente sentados. Estaban de rodillas, junto a la pared. La estufa se había apagado. Empezaba a hacer mucho frío. Suvorin había sacado uno de los discos de su funda de papel y lo había puesto en el antiguo gramófono.
—Es una sorpresa —dijo.
—Soy un miembro acreditado de la prensa extranjera… — comenzó O'Brian.
El estruendo de un fusil obtuvo como respuesta un estrépito aún más fuerte.
—El embajador americano… —dijo O'Brian.
Suvorin hizo girar la manivela del gramófono —cualquier cosa con tal de no oír el ruido que llegaba de fuera— y puso la aguja en el disco. A través de una granizada de crujidos, una orquesta de lata empezó a tocar una melodía titubeante.