Más disparos. A lo lejos, entre los árboles, se oía gritar a alguien. Dos disparos seguidos. Los gritos cesaron y O'Brian se echó a lloriquear:
—¡Nos van a matar a nosotros también! ¡A nosotros también! — Trató de quitarse las ligaduras de plástico y levantarse, pero Suvorin lo empujó suavemente con el zapato mojado.
—Al menos —dijo en inglés— tratemos de comportarnos como personas civilizadas.
No es esto lo que había soñado para mí mismo, quiso decirles, asegurarles que ir a la maloliente casucha de un loco y perseguirlo como quien da caza a un animal, no formaba parte de sus sueños. Sinceramente, creo que veríais que soy un tipo simpático, si las cir- cunstancias fueran otras, claro.
Hizo un esfuerzo para seguir el compás de la música, dirigiendo la orquesta con el índice, pero no pudo encontrar el ritmo, esa música parecía no tener sentido.
—Más le habría valido traer un ejército entero —dijo el inglés— porque ahí fuera son tres contra uno, nada más, y no tienen ninguna posibilidad.
—Tonterías —dijo Suvorin con aire patriótico—. Son hombres de nuestras fuerzas especiales. Lo reducirán. Y sí, si es necesario enviarán un ejército, no lo dude.
—¿Por qué?
—Porque trabajo para hombres asustados, doctor Kelso, y algunos de ellos tienen edad suficiente para haber sido tocados por el camarada Stalin. —Miró el gramófono con ceño. Parecían perros aullando—. ¿Sabe cómo llamaba Lenin al zarevich cuando los bolcheviques estaban decidiendo el destino de la familia imperial? Lo llamaba «el estandarte viviente». «Y sólo hay una manera de actuar con un estandarte viviente», dijo Lenin.
Kelso meneó la cabeza.
—No comprende a ese hombre. Créame, tendría que verlo, es un loco asesino. Probablemente habrá matado media docena de personas durante los últimos treinta años. No es el símbolo de nadie. Es un chi- flado.
—¿Recuerda que todos dijeron que Zhirinovsky estaba loco? Su política exterior con los Estados bálticos consistía en enterrar la basura nuclear a lo largo de la frontera lituana y mandarla a Vilna todas las noches por medio de ventiladores gigantes. Y, sin embargo, obtuvo el veintitrés por ciento de los votos en las elecciones del noventa y tres.
Suvorin no podía soportar esa música bestial, de otro mundo, ni un solo segundo más, y quitó la aguja.
Oyeron un disparo aislado.
Suvorin contuvo el aliento a la espera de una salva de réplica.
—Tal vez —dijo sin convicción, tras un silencio— debería ir pensando en llamar a ese ejército… —Hay trampas —dijo Kelso.
—¿Qué?
Suvorin estaba en el umbral, tanteando el terreno. Anochecía. Se dio la vuelta y miró la cabaña. Habían enroscado un poco de cuerda en las muñecas de los hombres, y los había enganchado a la estufa fría.
—Ha puesto trampas. Mire bien dónde pisa.
—Gracias —dijo Suvorin, plantando el pie en el escalón de arriba —. Volveré.
Su plan —y era una palabra acertada, pensó, una palabra no sin cierto retintín: su plan— era volver a la máquina quitanieves a pedir refuerzos por radio. Se dirigió hacia la entrada del claro, su único punto de referencia. A partir de allí podía seguir unas huellas muy claras, aun- que estaba oscureciendo; debía de estar a mitad de camino del árido sendero cuando se oyó la explosión, y un segundo más tarde el estruendo de un alud de nieve que marcaba el paso de la onda explosiva a través del bosque. Cascadas de cristal cayeron de las ramas más altas y rebotaron en el espacio dejando minúsculas nubes de partículas suspendidas en el aire como bocanadas de aliento.
Se volvió, la pistola cogida con ambas manos, apuntando en vano en la dirección del estallido.
Presa del pánico, echó a correr —una figura cómica, una marioneta— tratando de levantar las rodillas al máximo para evitar la nieve que se lo tragaba y se le pegaba a las piernas. Respiraba y sollozaba a la vez.
Estaba tan resuelto a seguir andando, tan concentrado en la idea de escapar de ahí a cualquier precio, que casi pasa por encima del primer cadáver.
Era un soldado. Había caído en una trampa —una trampa enorme: para osos, tal vez— que se había disparado con tanta fuerza que las mandíbulas se le habían clavado en el hueso por encima de la rodilla. Un reguero de sangre manchaba la nieve, sangre de la pierna des- trozada y sangre de una importante herida en la cabeza, abierta en la parte posterior del pasamontañas como una segunda boca.
El cuerpo del otro soldado yacía pocos pasos más adelante. A diferencia del primero, estaba tumbado de espaldas, los brazos abiertos, las piernas formando un perfecto número cuatro. Un charco de sangre en el pecho.
Suvorin bajó la pistola, se quitó los guantes y les tomó el pulso — aunque sabía que era inútil— separando las distintas capas de ropa para sentir sus muñecas calientes y muertas.
¿Cómo había podido tenderles una emboscada a los dos?
Miró alrededor.
Probablemente así: había colocado la trampa en el sendero, enterrada en la nieve, y los había atraído hacia ella; de alguna manera, el hombre que iba a la cabeza no cayó, pero sí el que iba a la cola —fue él quien gritó—, y el primero había regresado a ayudarlo sólo para des- cubrir que la presa que perseguían estaba detrás de ellos; en eso consistió su astucia, en cogerlos desprevenidos. Y entonces el primero recibió el disparo en el pecho, y luego el segundo había sido eliminado a placer, ejecutado, podría decirse, con una bala descerrajada a quemarropa en el occipucio.
Y después les había quitado los AK-47.
¿Qué clase de criatura era capaz de algo así?
Suvorin se arrodilló junto al primer soldado y le quitó el pasamontañas. Luego, le quitó el auricular y se lo llevó al oído. Creyó oír algo. Un sonido frenético. Encontró el pequeño micrófono en el interior del puño de la mano izquierda del muerto.
—¿Kretov? —dijo en voz baja—. ¿Kretov? —Pero la única voz que oyó fue la suya.
Después volvieron a oírse más disparos. El fuego se parecía a un amanecer rojo entre los árboles, y cuando Suvorin salió al sendero sintió el calor de la máquina quitanieves en llamas, incluso a unos cien metros de distancia. El depósito de combustible debió de explotar y el infierno había hecho que se fundiera toda la nieve que lo rodeaba. El vehículo ardía en medio de sus propios muelles chamuscados.
El tiroteo proseguía de manera esporádica, pero no era Kretov el que respondía a los disparos. Eran cajas de munición que explotaban en la cabina del quitanieves. Kretov estaba sentado, doblado en dos en el centro del camino, junto a la RP46, muerto como sus cámara-das. Al parecer le habían disparado mientras trataba de montar la ametralladora. Consiguió subirla al soporte de dos patas pero no tuvo tiempo de abrir el bote de municiones.
Suvorin se acercó a él, le tocó el brazo, y el comandante perdió el equilibrio y cayó, los ojos grises bien abiertos y una expresión de asombro en su ancha cara rosada. Suvorin no pudo ver ni una sola herida, al menos al principio. ¿Acaso el heroico comandante de la Spetsnaz había muerto de miedo?
Otra sonora explosión llegó de la dirección del fuego y lo hizo alzar la vista; entonces vio que el camarada Stalin estaba observándolo, vestido con su uniforme y su gorra de generalísimo.
El secretario general lo miraba desde el sendero, un poco más arriba, de pie ante el fuego, la mano izquierda en la cadera, y en la derecha un fusil apoyado con aire informal en el hombro. Proyectaba una sombra demasiado larga para su torso achaparrado, una sombra que bailaba y parpadeaba sobre la nieve arremolinada.
Suvorin pensó que se atragantaría con su propio corazón. Se miraron. Luego Stalin se puso en marcha hacia él. Marcha, ésa era la palabra para describir su manera de andar: rápido, pero sin prisa, balanceando los brazos por encima de su fornido pecho.