Suvorin rebuscó la pistola en su bolsillo y se dio cuenta de que la había dejado en los árboles, junto a los dos primeros cadáveres.
Izquierda, derecha, izquierda, derecha: el estandarte viviente avanzaba dando patadas en la nieve…
Suvorin no se atrevió a mirarlo un segundo más. Sabía que si lo hacía nunca se movería.
—¿Por qué esa mirada tan furtiva, camarada? —dijo la figura en marcha—. ¿Por qué no puede mirar al camarada Stalin directamente a los ojos?
Suvorin hizo oscilar el cañón de la RP46 —su memoria retrocedió veinte años, a los días del servicio militar obligatorio, estremecido de frío en algún campo de tiro perdido en las afueras de Vitebsk—. «Amartillar la ametralladora tirando de la manivela hacia atrás. Tirar la base de la mira trasera hacia atrás y levantar la tapa. Colocar el cinturón con el lado abierto hacia arriba, sobre el disco alimentador, de manera que la primera bala haga contacto con el tope del cartucho, y cerrar la tapa. Apretar el gatillo y la ametralladora se disparará…»
Cerró los ojos y apretó el gatillo y la ametralladora se puso a brincar en sus manos: dos docenas de balas agujerearon un abedul a una distancia de veinte metros.
Cuando tuvo el coraje necesario para mirar otra vez el sendero, el camarada Stalin había desaparecido. Si a Suvorin la memoria no le fallaba, el cinturón de munición de la RP46 contenía 250 balas que la máquina dispararía a un ritmo de seiscientas por minuto. Por lo tanto, y dado que ya había usado algunas, probable- mente le quedaban menos de treinta segundos para cubrir los 360 grados de sendero y bosque, con la noche casi encima y la temperatura descendiendo a un nivel que seguramente lo mataría en un par de horas.
Tenía que salir del claro, de eso no cabía duda. No podía seguir así, dando vueltas a gatas como una cabra atada en una cacería del tigre, tratando de ver algo en la oscuridad que cubría los árboles.
Creyó recordar algunas cabañas de madera abandonadas en la otra punta del camino. Podrían servirle de refugio provisional. Tenía que apoyar la espalda contra una pared en alguna parte, necesitaba tiempo para pensar.
Un lobo aulló en el bosque.
Separó la ametralladora del afuste y cargó el largo cañón al hombro, el pesado cinturón de municiones en el brazo; tenía las rodillas casi dobladas de tanto peso, los pies cada vez más hundidos en la nieve.
El inconfundible aullido sonó otra vez. No es un lobo, pensó. Es un hombre, el grito exultante de un hombre: un grito de sangre.
Comenzó a remontar el sendero —lo que quería^ era alejarse cuanto antes de la máquina quitanieves en llamas—, y sintió que alguien caminaba paralelo a él entre los árboles; manteniendo una cómoda distancia, su perseguidor reía al ver sus torpes esfuerzos por escapar. Estaba jugando con él. Le permitiría llegar hasta unos pasos antes de su destino, pero nada más. Después lo mataría a tiros.
Salió de la parte más estrecha del sendero y se metió en el poblado abandonado, en busca de la construcción de madera más próxima. Faltaban las ventanas y la puerta, medio techo se había venido abajo, y apestaba. Dejó la ametralladora en el suelo y se arrastró para esconderse en un rincón, luego se volvió y arrastró la ametralladora detrás de él. Se arrinconó contra la pared, puso el dedo en el gatillo y apuntó el cañón hacia la puerta. Kelso oyó la gran explosión, los disparos, un largo silencio, y luego el breve estrépito de un arma mucho más grande. Para entonces él y O'Brian ya se habían puesto de pie e intentaban frenéticamente encontrar alguna manera de cortar la soga que los tenía atados a la chimenea de la estufa. Cada ruido que llegaba del bosque los impulsaba a un esfuerzo más desesperado. El delgado plástico se les hincaba en las muñecas y tenían los dedos pegajosos de sangre.
También el ruso estaba cubierto de sangre cuando apareció en el umbral. Kelso lo vio acercarse y desenfundar el cuchillo, manchas de sangre en la cara, en la frente y las mejillas, como un cazador empapado de la sangre de su presa.
—Camaradas —dijo—, el éxito nos ha mareado. Tres ya han muerto . Sólo uno sigue con vida. ¿ Hay más ?
—Vendrán más.
—¿Cuántos más?
—Cincuenta —dijo Kelso—. Cien. —Le dio un tirón a la soga—. Camarada, tenemos que irnos de aquí o nos matarán a todos. Ni usted podrá contra tantos hombres. Van a enviar un ejército. Según el reloj de Suvorin, ya habían pasado unos quince minutos.
La temperatura descendía a medida que se iba la luz. Empezó a tiritar de frío, un temblor constante y violento.
—Vamos —susurró—. Ven de una vez y termina el trabajo.
Pero no vino nadie.
La capacidad del camarada Stalin para aparecerse siempre con alguna sorpresa era verdaderamente infinita.
Lo siguiente que Suvorin oyó fue un chasquido distante seguido de un zumbido.
Chasquido, zumbido. Chasquido, zumbido.
¿Y ahora? ¿Qué estaba haciendo?
Al principio no le fue fácil moverse. La escarcha le había sellado las articulaciones y endurecido las ropas mojadas. Con todo, se puso de pie justo a tiempo para oír el misterioso chasquido-zumbido en el momento en que se convertía en una tos y luego, coincidiendo con el arranque de una máquina, un rugido.
No, una máquina exactamente no, sino un motor, ; un motor fuera borda…
«Veinte kilómetros, comandante. Está justo sobre ). el río…»
Bueno, la RP46 no se hizo más ligera, ni la nieve, menos pesada, y ahora tenía que enfrentarse a la creciente oscuridad, pero lo intentó. Hizo un esfuerzo valeroso.
—Cabrón, cabrón, cabrón —fue canturreando mientras corría, siguiendo el ritmo del fuera borda que lo condujo a través de los cincuenta metros de árboles que separaban al poblado pesquero abandonado del río.
Atravesó dificultosamente la última barrera de maleza y fue a dar en la parte más alta de una orilla que bajaba empinada hacia el borde del agua. Avanzó tambaleándose por la cresta, río arriba. Vio desparramadas en la nieve unas piezas pertenecientes a un equipo electrónico. Había un trecho de hielo gris y después el agua negra que corría con fuerza, una auténtica inmensidad que no le permitía ver los árboles de la orilla opuesta. Y la pequeña barca ya se dirigía hacia el centro, giraba dejando una gran estela de espuma blanca en la oscuridad. Sólo pudo ver tres figuras agazapadas. Una parecía estar haciendo un esfuerzo por ponerse de pie, pero otra la empujaba.
Suvorin se dejó caer de rodillas y apoyó la ametralladora en el suelo; no le costó trabajo cerrar la tapa sobre el cinturón de municiones, que enseguida se atascó. Cuando consiguió desatascarlo y estuvo listo para disparar, la barca había pasado el recodo del río, y después ya no volvió a verla, sólo pudo oír el ruido del motor.
Bajó la ametralladora e inclinó la cabeza.
Junto a él, como una sonda espacial aterrizada en algún planeta hostil, la antena de una parabólica apuntaba a través del Dvina al horizonte que se desvanecía. Un par de cables conectaban la antena a la batería de un coche. Otro estaba conectado a una pequeña caja gris con la etiqueta «Terminal móvil de transmisión de vídeo y audio». Mientras lo observaba, una fila de diez ceros rojos titiló fugazmente en una pantalla digital, perdió intensidad y se apagó.
Tenía una abrumadora sensación de vacío, allí, en cuclillas, como si una fuerza maligna hubiera emergido de ese lugar y escapado para siempre, como un cometa atravesando la oscuridad.
Durante lo que le pareció medio minuto oyó el motor de la barca, y después ese zumbido también se desvaneció. Se quedó solo, rodeado del más absoluto silencio.
31
La silueta que Suvorin había visto queriendo ponerse de pie en la barca era O'Brian («Mi equipo —gritaba—, las cintas») y la silueta que lo había empujado era Kelso («Olvida el maldito equipo, olvida las cintas»). Durante un momento la barca se balanceó peligrosamente, y el ruso los maldijo a los dos; luego O'Brian gimió, se sentó y se llevó las manos a la cabeza.