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Cuando Kelso llegó a la planta baja, le latían los oídos por la velocidad del descenso y Rapava ya no estaba. En la bóveda de mármol de la recepción del Ucrania sólo había una babushka que pasaba la aspiradora sobre la alfombra roja y una fulana rubio platino, con una estola de marta cibelina sintética sobre los hombros, que discutía con un vigilante. Cuando llegó a la entrada, se dio cuenta de que los tres lo miraban. Se pasó la mano por la frente y notó que sudaba.

En la calle hacía frío y apenas había luz. Era una gélida mañana de octubre y del río se levantaba una humedad helada pero, no obstante, el tráfico empezaba a ser denso por la avenida Kutuzovski y el puente Kalininski. Kelso siguió andando durante un rato y luego se quedó parado, temblando en mangas de camisa. No había ni rastro de Rapava. A su derecha, un viejo perro gris, grande y famélico, avanzaba por la acera, cabizbajo delante de los mastodónticos edificios, en dirección a la ciudad que empezaba a despertar.

PRIMERA PARTE

MOSCÚ

Elegir la víctima, preparar minuciosamente los planes, consumar una venganza implacable y después irse a dormir… no hay nada más dulce en el mundo.

STALIN
conversación con Kamenev y Dzerzhinsky

1

Olga Komarova, de los Archivos Estatales Rusos, Rosarjiv, blandiendo un paraguas rosa plegable, condujo al distinguido personal que tenía a su cargo por el vestíbulo del Ucrania en dirección a la puerta giratoria. Era una puerta antigua, de madera robusta y vidrio, de- masiado estrecha para que entrara más de un cuerpo a la vez, de modo que los investigadores se pusieron en fila bajo la luz tenue, como paracaidistas sobre el objetivo, y, a medida que pasaban delante de Olga, ésta los tocaba suavemente con el paraguas para contarlos antes de arrojarlos al aire gélido de Moscú.

El primero en pasar fue Franklin Adelman, de Yale, tal como correspondía a su edad y estatus; después Moldenhauer, del Bundesarchiv de Coblenza, con su absurdo doble doctorado: el maldito doctor, doctor Karl Moldenhauer; después los neomarxistas Enrico Banfi, de Milán, y Eric Chambers, de la Escuela de Economía de Londres; el gran guerrero frío de la Universidad de Nueva York, Phil Diberstein; Igor Ivo Godelier, de la Escuela Normal Superior de Francia, seguido de Dave Richards, de Saint Antony, Oxford —otro sovietólogo cuyo mundo se desmoronaba—; Velma Byrd, del Archivo Nacional de EE. UU.; Alastair Findlay, del Departamento de Estudios Bélicos de Edimburgo, que aún pensaba que el sol salía por el culo de Stalin; Arthur Saunders, de Stanford; y, por último, el hombre cuyo retraso los había hecho esperar a todos cinco minutos más en el vestíbulo, el doctor C. R. A. Kelso, al que todos llamaban Chiripa.

La puerta se cerró con fuerza tras su paso. El tiempo había empeorado y nevaba ligeramente. Unos copos diminutos, duros como granos de arena que cruzaban con fuerza la amplia explanada gris y azotaban el rostro y el cabello. Al pie de la escalinata, temblando en su propia nube de humo blanco, los aguardaba un autobús destartalado para llevarlos al simposio. Kelso se detuvo para encender un cigarrillo.

—Por Dios, Chiripa, qué mal aspecto tienes —le gritó Adelman alegremente.

Kelso levantó una mano frágil, como para admitir que tenía razón. Vio un grupo de taxistas con chaquetas acolchadas que pateaban el suelo a causa del frío. Unos trabajadores se esforzaban por sacar un rollo de latón de un camión. Un hombre de negocios coreano con sombrero de piel fotografiaba a otros veinte, vestidos igual. Pero de Papú Rapava no había ni rastro.

—Doctor Kelso, por favor, estamos esperando.

El paraguas lo señaló con reprobación. Se puso el cigarrillo en la comisura de la boca, se colgó la bolsa al hombro y se dirigió al autobús.

«Un Byron maltrecho» fue la descripción que apareció en el dominical de un periódico cuando renunció a su puesto de profesor en Oxford para trasladarse a Nueva York. Y no estaba mal. Una mata de pelo negro, demasiado largo y rizado para dar aspecto de pulcritud, una boca húmeda y expresiva, mejillas pálidas y el aura de una reputación… si Byron no hubiese muerto en Missolonghi y se hubiera pasado los siguientes diez años de su vida bebiendo whisky, fumando, todo el día encerrado sin disfrutar del aire libre y evitando cualquier tipo de ejercicio, habría llegado a tener la misma pinta de Chiripa Kelso.

Iba con lo mismo de siempre: camisa gruesa y desteñida de algodón azul marino, con el botón de arriba desabrochado, corbata oscura, un poco manchada y con el nudo flojo, traje de pana negro, cinturón de piel por encima del cual asomaba una tripa discreta, pañue- lo rojo en el bolsillo de la pechera, botas gastadas de ante marrón y una gabardina vieja. Era su invariable uniforme de los últimos veinte años.

Rapava lo había estado llamando «muchacho», una palabra absurda para un hombre de mediana edad, aunque por otro lado extrañamente apropiada. Muchacho.

La calefacción estaba al máximo. Nadie hablaba mucho. Kelso se sentó solo casi al fondo del autobús y desempañó el cristal mientras el vehículo se ponía en marcha bruscamente por la calzada resbaladiza y se unía al tráfico del puente. Saunders, al otro lado del pasillo, hacía gestos ostentosos de ahuyentar el humo de Kelso. Debajo, en las sucias aguas del Moscova, un dragador con una grúa montada en la cubierta de popa subía lentamente río arriba.

Había estado a punto de no ir a Rusia. Eso era lo más gracioso. Sabía muy bien lo que iba a pasar: mala comida, cotilleos trasnochados, el maldito aburrimiento de la vida académica… hablar cada vez más de cada vez menos. Era una de las razones por las que había dejado plantado Oxford y se había ido a vivir a Nueva York. Pero por alguna razón los libros que tenía pensado escribir no se habían materializado. Además, nunca había podido resistir el atractivo de Moscú. Incluso en ese momento, un miércoles a hora punta, sentado en el vetusto autobús, percibía el peso de la historia detrás del sucio cristaclass="underline" en esas calles oscuras rebautizadas, en los enormes bloques de apartamentos, en las estatuas derribadas. Era más fuerte que en cualquier otro lado; más fuerte incluso que en Berlín. Eso era lo que siempre le había atraído de Moscú, la forma en que la historia flotaba en el aire, entre los edificios ennegrecidos, como azufre demoníaco después de un relámpago.

«¿Te crees que sabes mucho sobre el camarada Stalin, muchacho? ¡Pues déjame decirte que no sabes un carajo!»

Kelso ya había presentado el día anterior su ponencia sobre Stalin y los archivos. Lo había hecho con su estilo característico: sin notas, con una mano en el bolsillo, de manera improvisada y provocativa. Los anfi- triones rusos miraban con expresión gratificantemente furtiva. Algunas personas incluso se habían largado. En síntesis, todo un triunfo.

Después de la ponencia se dio cuenta de que estaba solo, como era de prever, y decidió volver al Ucrania a pie. Era una larga caminata y se estaba haciendo de noche, pero necesitaba tomar el aire. En un momento dado, no recordaba dónde, quizá en una de las calles detrás del Instituto, o tal vez más tarde, en la Novi Arbat, se dio cuenta de que lo seguían. No era nada tangible, apenas la impresión fugaz de ver algo con demasiada frecuencia: la sombra de un abrigo, la forma de una cabeza… pero Kelso había estado suficientes veces en el Moscú de los viejos tiempos para saber que raramente uno se equivocaba con esas cosas. Uno siempre notaba los gazapos de una película, de la misma manera que siempre sabía cuándo alguien le pisaba los talones.