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—Nada de hoteles, ¿me oyes? Nada de oficina. Y olvídate del reportaje. Nos largamos de aquí.

Faltaban trece minutos para que saliera el tren.

—¿Y el ruso?

O'Brian señaló al ruso con la cabeza: muy tranquilo, con la maleta en la mano, el camarada los observaba. Parecía extrañamente desamparado, vulnerable incluso, ahora que estaba fuera de su territorio. Obviamente, esperaba que lo llevaran con ellos.

—Por Dios bendito —murmuró Kelso. Tenía el plano abierto. No sabía qué hacer—. Vámonos y ya pensaremos algo por el camino. — Echó a caminar por el muelle hacia la orilla. O'Brian se apresuró a seguirlo.

—¿Todavía tienes el cuaderno?

Kelso se dio unos golpecitos en la pechera de la chaqueta.

—¿Crees que lleva un revólver? —dijo O'Brian, mirando hacia atrás —. Mierda, nos sigue.

El ruso los seguía a unos doce pasos, cauteloso y asustado como un perro perdido. Al parecer, se había olvidado el fusil en la barca. ¿Con qué va armado, entonces?, se preguntó Kelso. ¿El cuchillo? Estiró lo más que pudo su pierna rígida.

—Pero no podemos dejarlo así tirado…

—Sí, sí, claro que podemos —dijo Kelso, que en ese momento se dio cuenta de que O'Brian no sabía lo que le había ocurrido a la pareja de noruegos ni a ninguno de los otros—. Te lo explicaré más tarde. Sólo te pido que me creas, no lo necesitamos para nada cerca de nosotros, ni aquí ni en ninguna parte.

Ya casi habían salido del embarcadero y estaban llegando al gran aparcamiento para autobuses delante del edificio de la comandancia del puerto, una inhóspita extensión de nieve, unas cuantas tristes lámparas de sodio color naranja que iluminaban los copos que se arremolinaban, y ni un alma a la vista. La estación estaba a un kilómetro y medio de allí, como mínimo, y nunca llegarían a tiempo, no a pie. Kelso miró en derredor. Un Lada de los de siempre, cuadrado y color arena, salpicado de barro y de basura del camino, apareció lentamente por la calle que tenían a su derecha, y Kelso corrió hacia él, agitando las manos.

En las provincias rusas, todo coche es un taxi en potencia; la mayoría de los conductores están dispuestos a alquilarse sin pensárselo dos veces, y éste no era una excepción. El conductor del Lada viró bruscamente hacia ellos levantando un remolino de nieve sucia y, mientras giraba, bajó la ventanilla. Parecía un hombre bastante res- petable, bien abrigado para protegerse del frío, un maestro de escuela, tal vez, un oficinista. Unos ojos débiles parpadeaban bajo unas gafas de montura gruesa.

—¿Van al auditorio?

—Necesitamos un favor, ciudadano, llévenos a la estación —dijo Kelso—. Diez dólares americanos si llegamos a tiempo para el tren a Moscú—. Abrió la puerta del pasajero sin esperar la respuesta y echó el asiento hacia adelante; de un empujón metió a O'Brian en la parte de atrás, y de repente vio que ésa era su oportunidad, porque el ruso, cogido por sorpresa, se había quedado algo rezagado y avanzaba con dificultad por la nieve con la maleta.

—¡Camarada! —gritó.

Kelso no vaciló. Echó el asiento hacia atrás y subió al coche cerrando de un portazo.

—¿No quiere…? —comenzó el conductor, mirando por el espejo retrovisor.

—No —dijo Kelso—. Adelante.

El Lada se alejó derrapando y Kelso se volvió para mirar. El ruso había dejado la maleta en el suelo y los observaba con aire perplejo, una figura perdida en el amplio paisaje de la ciudad desconocida. Su silueta se fue haciendo cada vez más pequeña y desapareció en la noche y la nieve.

—Lo siento, pero me da pena el muy cabrón —dijo O'Brian, pero Kelso lo único que sentía era alivio.

—La gratitud —dijo, citando a Stalin— es una enfermedad de los perros. La estación de ferrocarril de Arcángel estaba situada en el lado norte de una gran plaza, enfrente de una hilera de bloques de apartamentos y de abedules sacudidos por el viento. O'Brian le arrojó un billete de diez dólares al conductor del Lada, y él y Kelso se precipitaron a la oscura terminal. Siete taquillas de madera y con visillos en las ventanas, cinco de ellas cerradas; una larga cola delante de las dos taquillas abiertas; un crío que berreaba. Estudiantes, mochileros, soldados, gente de" todas las edades y razas, familias enteras con su equipaje de fabricación casera —grandes cajas de cartón atadas con cordel—, niños corriendo por todas partes, patinando y resbalando en la nieve sucia y derretida.

O'Brian se abrió camino a codazos hasta el extremo de la cola más próxima, repartiendo dólares, haciéndose el occidentaclass="underline"

—Lo siento, señora. Disculpe, permiso, lo siento, tengo que coger este tren…

A Kelso le pareció que una fortuna cambiaba de manos: trescientos, cuatrocientos dólares, murmullos de la gente, y un minuto después O'Brian regresaba agitando dos billetes. Juntos subieron a la carrera la escalera que llevaba al andén.

Si los iban a detener, ése era el lugar. Al menos una docena de hombres de la Milicia, todos con sus gorras echadas hacia atrás como soldados del Ejército Imperial de la Gran Guerra. Observaron cómo Kelso y O'Brian atravesaban la estación, pero su gesto no era otra cosa que la franca mirada de asombro que todos los extranjeros recibían en esa parte de Rusia. No hicieron ademán de detenerlos.

Tampoco habían lanzado la alerta. Quienquiera que dirija este espectáculo, pensó Kelso cuando volvieron a salir al aire libre, debe de estar convencido de que ya estamos muertos…

Empezaban a cerrar las puertas del interminable tren, de unos cuatrocientos metros de largo. Unas débiles lámparas amarillas, la nieve que caía, parejas de enamorados despidiéndose con un abrazo, oficiales del ejército que iban y venían con sus maletines baratos; Kelso sintió que habían retrocedido setenta años en el tiempo, que se hallaban dentro de un tableau vivant de los días de la Revolución. Si hasta la gigantesca locomotora tenía aún la hoz y el martillo soldados en un costado. Encontraron el coche que les correspondía —tres vagones antes de llegar a la máquina— y Kelso sostuvo la puerta abierta mientras O'Brian corría por el andén hacia una de las babushkas que vendía comida para el viaje. La mujer tenía en la mejilla una verruga del tamaño de una avellana. O'Brian todavía estaba llenándose los bolsillos cuando sonó el silbato.

El tren se alejó con una lentitud tal que al principio no fue sencillo saber si de verdad se movía. La gente acompañaba su partida a lo largo del andén y agitaban pañuelos. Otros se daban la mano por las ventanillas abiertas. Kelso tuvo una repentina imagen de Anna Safanova en esa estación, casi cincuenta años antes —«Beso las queridas mejillas de mamá, le digo adiós, digo adiós a la infancia»— y toda la tristeza y piedad de la escena lo embargaron por primera vez. La gente que aún quedaba en el andén empezó a correr. Kelso estiró la mano para ayudar a subir a O'Brian. El tren dio una sacudida. La estación se perdió de vista.

32

Recorrieron como pudieron el estrecho pasillo alfombrado de azul hasta que encontraron su compartimiento: uno entre ocho, en la mitad del coche. O'Brian abrió la puerta corredera de madera y entraron.

No estaba tan mal. Un millón de rublos per capita fue lo que tuvieron que pagar por dos polvorientos bancos color púrpura, uno frente al otro, una sábana de nailon blanca, una colchoneta y una almohada plegadas en cada banco; muchos paneles de imitación madera, lámparas individuales con pantalla verde, una pequeña mesa plegable, intimidad. Por la ventana se veían los postes del puente de hierro, pero una vez cruzaron el río les fue imposible ver a través de la ventisca otra cosa que su propia imagen devolviéndoles la mirada: demacrados, empapados, sin afeitar. O'Brian corrió las cortinas amarillas, abrió la mesa y dispuso la comida —una hogaza de pan algo sucia, pescado seco, una salchicha, bolsitas de té— mientras Kelso iba a buscar agua caliente.