Выбрать главу

Un samovar ennegrecido por el tiempo estaba en el otro extremo del pasillo, frente al cubículo de hprovodnik, la revisora responsable de ese coche: una mujer corpulenta con uniforme azul grisáceo, y seria como el guardián de un campamento. Laprovodnik había colocado estratégicamente un pequeño espejo para controlar a todo el mundo sin moverse de su silla. Kelso vio cómo lo miraba cuando se detuvo a estudiar el horario enganchado a la pared. Los esperaba un viaje de más de veinte horas y trece paradas, sin contar Moscú, adonde llegarían poco después de las cuatro de la tarde.

Veinte horas.

¿Qué posibilidades tenían de resistir tanto tiempo? Trató de calcularlas. A más tardar a media mañana, en Moscú sabrían que la operación en el bosque había fracasado. En consecuencia, se verían obligados a detener y registrar el único tren que salía de Arcángel. Tal vez lo más prudente era que O'Brian y él bajaran en una de , las paradas anteriores —Sokol, tal vez, adonde llegarían a las siete de la mañana, o, mejor todavía, en Vologda, r una ciudad grande—. Bajarse del tren en Vologda, ir a ‹ un hotel, llamar a la embajada de Estados Unidos…

Oyó a sus espaldas abrirse una puerta corredera; un ejecutivo vestido de traje azul muy elegante salió de su compartimiento y se dirigió al lavabo. Su aspecto cuidado hizo que Kelso tomara conciencia de su extraña pinta —pesada chaqueta impermeable, botas de goma— y siguió andando por el pasillo. Lo mejor era ocultarse todo lo posible. Le pidió un par de tazas de plástico a la adusta revisora, las llenó de agua caliente y, tambaleándose, regresó a las literas.

Se sentaron uno frente al otro, masticando a con— ciencia el pan seco y la comida algo pasada.

Kelso dijo que creía que les convenía dejar el tren antes de llegar a Moscú. —¿Por qué?

—Porque no creo que debamos arriesgarnos a que nos pillen. No antes de que la gente sepa dónde estamos.

El americano dio un mordisco al pan y consideró la situación.

—O sea, piensas que en el bosque nos habrían matado…

—Exactamente eso es lo que pienso.

Al parecer O'Brian había olvidado el pánico de apenas una hora antes. Comenzó a discutir, pero Kelso lo cortó con impaciencia.

—Piénsalo sólo un minuto. Piensa en lo fácil que podría haber sido. Lo único que los rusos habrían tenido que decir es que un maníaco nos había tomado como rehenes en los bosques y que enviaron fuerzas especiales para rescatarnos. Podrían haber hecho que pareciera que el loco nos había matado.

—Pero nadie les habría creído…

—Por supuesto que sí. Es un psicópata.

—¿Qué?

—Un psicópata. Por eso no quise que viniera con nosotros. La mitad de la gente en ese cementerio… fue él quien los mató. Y además, hay otros.

—¿Otros? —repitió O'Brian, que había dejado de comer.

—Cinco, como mínimo. Una joven pareja noruega y otros tres pobres cabrones. Rusos que por casualidad se equivocaron de camino. Encontré los documentos mientras tú estabas en el río. A todos les había hecho confesar que eran espías, y después los mató. Créeme, es un tipo peligroso. Sólo le pido a Dios no volver a verlo nunca más. Y tú deberías hacer lo mismo.

O'Brian tenía dificultades para tragar. Unos trocitos de pescado se le habían enganchado en los dientes.

—¿Qué crees que va a ocurrirle? —preguntó en voz baja.

—Tarde o temprano lo atraparán, me imagino. Sitiarán Arcángel hasta que lo encuentren. Y, si quieres que te sea sincero, no los critico. ¿Puedes imaginarte lo que Mamantov y los suyos harían si le echaran el guante a un tipo que se parece a Stalin, que habla como Stalin y que tiene un aval escrito que le permite afirmar que es el hijo de Stalin? ¿No crees que se divertirían un buen rato?

O'Brian se había echado hacia atrás en su asiento, con los ojos cerrados y cara de preocupación, y Kelso, al mirarlo, sintió una súbita punzada de inquietud. Con todo lo que había ocurrido, se había olvidado de Mamantov. Dejó de mirar a O'Brian y se concentró en la rejilla del portaequipajes donde la cartera seguía aún envuelta dentro de su chaqueta.

Trató de pensar, pero no podía. Tenía la mente bloqueada. Llevaba tres días sin dormir bien; la primera noche la había pasado en vela con Rapava, la segunda había terminado en las celdas de los sótanos de la jefatura de la Milicia de Moscú, y la tercera había estado en la carretera, viajando hacia Arcángel. Estaba dolorido y exhausto. Lo único que se sentía capaz de hacer era quitarse las botas y ponerse a preparar la litera.

—Estoy agotado —dijo—. Ya pensaremos algo por la mañana.

O'Brian no contestó.

Kelso corrió el pestillo. Una ridícula precaución. Debieron de pasar otros veinte minutos antes de que O'Brian se decidiera a moverse. Para entonces Kelso ya se había echado de cara a la pared y navegaba entre el sueño y la vigilia. Lo escuchó quitarse las botas, suspirar y tumbarse en la litera. O'Brian apagó la lámpara individual y el compartimiento quedó a oscuras; la única luz era la que proyectaba el tubo de neón azul que zumbaba encima de la puerta.

El largo tren se balanceaba lentamente en dirección al sur, a través de la tundra nevada, y Kelso, aunque no muy bien, consiguió dormir. Pasaban las horas y los ruidos del viaje se mezclaban en sus sueños agitados —los apremiantes murmullos que llegaban de los com- partimientos vecinos, el roce de las pantuflas de alguna babushka que pasaba por el pasillo, el sonido distante y metálico de una voz de mujer que no paró de hablar en toda la noche—. Nyandoma, Konosha, Yertsevo, Vozhega, Jarovsk. Gente que bajaba y subía del tren. Las crudas lámparas de arco voltaico de los andenes filtrándose por las delgadas cortinas. Y O'Brian, inquieto por momentos, dando vueltas y vueltas en su camastro.

No oyó cuándo abrieron la puerta. Lo único que supo fue que algo crujió durante una fracción de segundo dentro del compartimiento, y que luego una dura almohadilla de carne le aplastó la boca. Abrió los ojos justo cuando la punta de un cuchillo comenzaba a clavársele en la garganta, en el punto en que la sotabarba se encuentra con la tráquea. Luchó para sentarse, pero la mano volvió a aplastarlo. Tenía los brazos trabados debajo de la sábana retorcida. No podía ver a nadie, pero oyó una voz que le susurraba al oído, tan cerca que pudo sentir el aliento del hombre:

—Un camarada que abandona a un camarada es un perro cobarde, y todos los perros cobardes se merecen una muerte de perro, camarada…

El cuchillo penetró más hondo. Kelso despertó sobresaltado, con un grito en la garganta, los ojos abiertos como platos, la delgada sábana hecha un bollo entre sus manos sudorosas. Aparte de O'Brian, en el compartimiento no había nadie; la oscuridad azulada se veía teñida de un tenue gris. Pasó un momento sin moverse. Oyó la pesada respiración de O'Brian y, cuando finalmente se dio la vuelta, pudo verlo: la cabeza ladeada, la boca abierta, un brazo colgando que casi tocaba el suelo, el otro doblado sobre la frente.

El pánico tardó un par de minutos más en remitir. Estiró la mano por encima del hombro y levantó una esquina de la cortina para ver la hora. Creía que todavía era plena noche, pero, para su sorpresa, pasaban ya un par de minutos de las siete. Había dormido la mayor parte de las nueve horas de viaje.