Apoyado en un codo, levantó un poco más la cortina y vio de golpe que la cabeza de Stalin flotaba por el aire hacia él, en el pálido amanecer, junto a las vías del tren. La cabeza se acercó a la altura de la ventana y pasó a toda velocidad.
Kelso se quedó junto a la ventana, pero no vio a nadie más, sólo la tierra cubierta de maleza más allá de las vías y el débil resplandor de las líneas del tendido eléctrico entre las torres de alta tensión, que parecían bajar en picado y volver a elevarse una y otra vez mientras el tren seguía avanzando pesadamente. Allí no nevaba, pero en el cielo comenzaba a dejarse entrever un vacío frío y blanco.
Habrá sido alguien con una foto, pensó. Una foto de Stalin.
Soltó la cortina y apoyó los pies en el suelo. Despacio, para no despertar a O'Brian. Después se calzó las botas de goma y con cuidado abrió la puerta que daba al pasillo desierto. Ni un alma. Corrió el pestillo al salir y empezó a caminar hacia la cola del tren.
Atravesó un vagón vacío, idéntico al que acababa de dejar, contemplando el paisaje. En los siguientes vagones la gente viajaba mucho más apretujada: dos hileras de literas en compartimientos abiertos a un lado del pasillo, y del otro, una sola hilera longitudinal. Sesenta personas por coche. Maletas y bolsos por todas partes. Algunos pasajeros sentados, bostezando, con los ojos hinchados. Otros todavía roncando, inmunes al traqueteo del vagón. Gente que hacía cola ante un lavabo maloliente. Una madre cambiándole los pañales a su hijo (Kelso olió al pasar el acre hedor a caca de bebé.) Los fumadores apiñados junto a las ventanas abiertas en la otra punta del coche. El agradable frío del aire que se colaba en el vagón.
Atravesó cuatro vagones y estaba a punto de entrar en el quinto —había decidido que éste sería el último, pues había llegado a la conclusión de que se estaba preocupando inútilmente, de que debió de haber soñado y que no había nadie— cuando vio otra fotografía. O, mejor dicho, eran dos fotografías que venían hacia éclass="underline" una de Stalin, otra de Lenin. Las llevaba en alto una pareja de ancianos, el hombre cubierto de medallas. El tren aminoraba la marcha y se acercaba a una estación, y Kelso pudo verlos de cerca cuando pasaron a su lado: la tez curtida y arrugada, casi morena, los rostros exhaustos. Y unos segundos después los vio volverse, de repente mucho más jóvenes, vio que sonreían y saludaban con la mano a alguien que acababan de ver en el vagón donde Kelso estaba a punto de entrar.
El tiempo parecía ir más despacio, como el tren. Una cuadrilla de peones vestidos con anoraks acolchados, apoyados en sus piquetas y palas, los saludaron levantando sus puños enguantados. El vagón se oscureció al entrar en el andén. Se oía música, muy débil, por encima del ruido metálico de los frenos: el viejo himno nacional soviético…
¡Partido de Lenin!
¡Partido de Stalin!
… y una pequeña banda con uniforme azul claro pasó por la ventana.
El tren se detuvo con un suspiro de frenos neumáticos y Kelso vio el carteclass="underline" VOLOGDA. Gente alborozada y vitoreando en el andén. Gente que corría. Abrió la puerta del vagón, y allí, frente a él, estaba el ruso, aún vestido con el uniforme de su padre, dormido, sentado a menos de doce pasos de Kelso, la maleta en el portaequipajes, encima de la cabeza, un espacio vacío a su alrededor, y los pasajeros que no se animaban a acercarse, respetuosos.
El ruso empezaba a despertarse. Movió la cabeza, parpadeó y abrió los ojos. Advirtió que lo observaban y, con recelo, se desperezó. Alguien empezó a aplaudir, y los demás lo imitaron. Los aplausos se extendieron al exterior, donde, en el andén, la gente se había agolpado a mirar por la ventana. El ruso miró alrededor y el temor en su mirada cedió paso al desconcierto. Un hombre movió la cabeza dándole ánimos; sonreía, aplaudía, y él respondió al saludo con idéntico gesto, como si poco a poco comenzara a entender un ritual extraño, y luego se puso a aplaudir suavemente, lo cual sirvió para aumentar la adulación. Asintió con modestia y Kelso imaginó que debía de haberse pasado treinta años soñando con ese momento. «Realmente, camaradas —pa- recía decir su expresión—, sólo soy uno de vosotros (un hombre sencillo, de modales toscos), pero si venerarme os produce algún tipo de placer…»
No era consciente de que Kelso lo miraba —el historiador era sólo una cara más en la multitud—, y al cabo de unos segundos éste se dio la vuelta y comenzó a abrirse camino a través del gentío que pretendía entrar en el vagón a empellones.
Estaba totalmente confundido.
El ruso debió de subir al tren en Arcángel, un minuto después que ellos más o menos; eso era concebible, si había imitado lo que ellos habían hecho y parado un coche. Eso él podía entenderlo.
¿Pero esto?
Tropezó con una mujer que avanzaba por el pasillo, luchando con un par de bolsas de plástico, una bandera roja y una cámara anticuada.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Kelso.
—¿No se ha enterado? ¡El hijo de Stalin viaja en este tren! ¡Es un milagro!
La mujer no podía dejar de sonreír. Tenía unos cuantos dientes de metal.
—Pero ¿cómo lo sabe?
—Lo han pasado por televisión —dijo, como si eso zanjara la cuestión—. ¡Toda la noche! Y cuando desperté, su foto seguía allí, en la pantalla, y decían que lo habían visto en el tren de Moscú.
Alguien la empujó por detrás y la mujer fue a dar contra Kelso. Su cara quedó muy cerca de la de ella. Trató de separarse pero la mujer se aferraba a él, y lo miraba fijamente a los ojos.
—Pero usted… —dijo—, ¡usted lo sabe todo! ¡Fue usted el que salió por la televisión a decir que era cierto! —exclamó la mujer y le rodeó el cuello con sus robustos brazos, golpeándole la espalda con las bolsas—. ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Es un milagro!
Kelso vio una enceguecedora luz blanca que se movía por el andén detrás de la cabeza de la mujer. Un foco. Cámaras de televisión. Grandes micrófonos grises. Técnicos que caminaban de espaldas, tropezando unos con otros. Y en medio del tumulto, avanzando a grandes pasos hacia su destino, hablando con absoluta seguridad en sí mismo, rodeado de una falange de guardaespaldas vestidos con chaquetas negras, estaba Vladimir Mamantov.
Kelso tardó varios minutos en avanzar a codazos a través del gentío. Cuando abrió la puerta de su compartimiento, O'Brian estaba mirando por la ventana. El reportero se volvió rápidamente, las manos levantadas con las palmas hacia fuera: a la defensiva, culpable, contrito.
—Vaya, no me imaginaba que pudiera pasar una cosa así, Chiripa, te lo juro…
—¿Qué has hecho?
—Nada…
—Dime qué has hecho.
O'Brian se estremeció y murmuró:
—Les mandé el reportaje.
—¿Qué dices?
—Envié el reportaje —dijo con un tono más desafiante—. Ayer, desde la orilla del río, mientras tú hablabas con él en la cabaña. Reduje las películas a tres minutos cuarenta, le añadí un comentario, las digitalicé y las envié por satélite. Estuve a punto de decírtelo anoche, pero no quería que te alteraras…
—¿Alterarme?
—Vamos, Chiripa, creía que lo más probable era que el reportaje nunca llegara. La batería podría haber fallado o algo por el estilo. Que el equipo estuviera estropeado por los disparos…
Kelso se esforzaba por seguir el ritmo de los acontecimientos: el ruso en el tren, la agitación, Mamantov. En ese momento se percató de que aún no habían salido de Vologda.
—Esas películas… ¿a qué hora las habrán visto aquí?
—Puede que a las nueve de anoche.
—¿Y con qué frecuencia las habrán pasado? ¿A menudo? ¿Cada hora?