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—Supongo que sí.

—¿Durante once horas? ¿Y en otras cadenas también? ¿Las habrán vendido a las redes rusas?

—Se las habrán dado a los rusos. Es una buena propaganda, ¿no crees? La CNN probablemente las cogió. Sky. BBC World… —No podía evitar mostrarse satisfecho.

—¿Y también usaste la entrevista conmigo, la entrevista en la que hablo del cuaderno?

O'Brian volvió a levantar las manos, a la defensiva.

—Venga, de eso no sé nada. Quiero decir, vale, también la tenían, seguro. La monté y la envié desde Moscú antes de marcharnos.

—Eres un irresponsable hijo de puta —dijo Kelso lentamente—. ¿Sabes que Mamantov está en el tren?

—Sí. Acabo de verlo —dijo, y echó una mirada nerviosa a la ventanilla—. Me pregunto qué andará haciendo por aquí.

Hubo algo en la manera en que dijo esta última frase —un ligero tono de falsedad; la pretensión de tomarse el asunto a la ligera— que hizo que Kelso se quedara paralizado. Después de una larga pausa, Kelso le preguntó:

—¿Te contrató Mamantov para esto?

O'Brian vaciló y Kelso tomó conciencia de perder ligeramente el equilibrio, como un boxeador a punto de caer por última vez, o un borracho.

—Pero por Dios, O'Brian, tú montaste…

—No, no es cierto. De acuerdo, admito que Mamantov me llamó una vez; ya te dije que nos encontramos un par de veces. Pero todo este asunto: buscar el cuaderno, venir aquí, no, eso fue todo asunto nuestro, te lo juro. Asunto tuyo y mío. No tenía idea de lo que íbamos a encontrar.

Kelso cerró los ojos. Era una pesadilla.

—¿Cuándo te llamó?

—Al comienzo de todo. Sólo me dio una pista. No mencionó a Stalin ni nada de los demás.

—¿Al comienzo de todo?

—La noche antes del simposio. Dijo: «Vaya al Instituto de Marxismo-Leninismo con la cámara, señor O'Brian», ya sabes cómo habla. «Busque al señor Kelso, pregúntele si quiere hacer alguna declaración.» Eso fue todo lo que dijo. De todos modos, sus consejos siempre son buenos, por eso fui. Cono —dijo, riendo—, ¿por qué otra cosa crees que fui? ¿Para filmar a un grupo de historiadores que hablaban sobre los archivos? ¡Hazme el favor!

—Irresponsable, taimado y cabrón…

Kelso avanzó un paso y O'Brian retrocedió. Pero Kelso no le hizo caso. Tenía una idea mejor. Bajó la chaqueta del portaequipajes.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó O'Brian.

—Lo que habría hecho al principio, si hubiera sabido la verdad. Voy a destrozar este maldito cuaderno.

Kelso sacó la cartera del bolsillo interior de la chaqueta.

—Pero así vas a arruinarlo todo —protestó O'Brian—. Sin cuaderno, sin pruebas, no hay reportaje. Pareceremos dos gilipollas.

—Perfecto.

—Creo que no dejaré que lo hagas…

Fue la sorpresa del golpe tanto como la fuerza del mismo lo que lo derribó. El compartimiento quedó patas arriba y él tumbado de espaldas.

—No me obligues a golpearte otra vez —le rogó O'Brian, inclinándose sobre él—. Por favor, Chiripa. Me caes demasiado bien para hacerlo.

Le tendió la mano, pero Kelso se apartó. No podía recobrar el aliento. Tenía la cara hundida en el polvo. Bajo las manos podía sentir las pesadas vibraciones de la locomotora. Se llevó los dedos a la boca y se tocó el labio. Sangraba ligeramente. Sabía a sal. La locomotora se puso en marcha otra vez, como si el maquinista se hubiera cansado de esperar, pero el tren siguió sin moverse.

33

En Moscú, el coronel Yuri Arseniev, haciendo torpes malabarismos con modernas tecnologías, tenía un auricular metido entre el hombro y la oreja y un mando a distancia de televisión en sus manos rechonchas. Apuntó con el mando a la gran pantalla de televisión que tenía en una esquina del despacho e intentó desesperadamente subir el volumen tocando primero el botón del brillo y luego el del contraste antes de poder, al fin, oír lo que decía Mamantov.

«…he volado hasta aquí, desde Moscú, en cuanto oí la noticia. Por lo tanto, estoy a bordo de este tren para ofrecer mi protección, y la protección del movimiento Aurora, a esta figura histórica. Desafiamos al gran usurpador fascista que hoy ocupa el Kremlin a que intente impedirnos llegar juntos a la que una vez fue, y volverá a ser, sede del poder soviético…»

Las últimas doce horas ya habían ofrecido una sucesión de sorpresas desagradables al jefe de la Dirección de RT, pero ésta era la peor. Primero, a las ocho de la noche anterior se había producido la ansiosa llamada informando que el cuartel general de la Spetsnaz había perdido la comunicación con Suvorin y su unidad en el bosque. Luego, una hora más tarde, la primera cadena empezó a transmitir las películas del lunático, radiante en su choza («Así es la ley de los explotadores, cebarse en los atrasados y los débiles. Es la ley de la jungla del capitalismo…»). Las noticias de que lo habían visto en el tren nocturno Arcángel-Moscú llegaron a Yasenevo justo antes del amanecer, y en Vologda se formaron grupos improvisados de unidades de la Milicia y del MVD para detener el tren. ¡Y ahora esto!

Bueno, una cosa era atrapar a un hombre al amparo , de la oscuridad en algún mísero apeadero como Konosha o Yertsevo. Pero tomar por asalto un tren a plena ' luz del día, ante todos los medios de comunicación, en una ciudad de la importancia de Vologda y con V. P. Mamantov y sus matones de Aurora dispuestos a montar una bronca… eso era algo completamente distinto. ;

Arseniev había llamado al Kremlin.

Por lo tanto, lo que estaba oyendo era el discurso lento y pesado de Mamantov, por segunda vez: una vez por televisión en su propio despacho, y luego una segunda vez, pocos minutos después, al teléfono, filtrado por el sonido de la dificultosa respiración de un hombre enfermo. Al fondo, al otro lado de la línea, alguien gritaba; había ruidos de fondo, pánico y conmoción. Oyó el tintineo de cristales y el gorgoteo de un líquido que se vertía.

Oh, por favor, no, pensó. Que no sea vodka. Por favor. No precisamente él. No a esta hora de la mañana…

En la pantalla, Mamantov se había dado la vuelta para subir al tren. Saludaba a las cámaras. La orquesta tocaba. La gente aplaudía.

Arseniev podía sentir las sacudidas de su corazón, cómo se le cerraban los bronquios. Meter aire en sus pulmones era como chupar barro por una pajita.

Aspiró un par de veces de su inhalador.

—No —gruñó la voz familiar al oído de Arseniev, y la línea quedó muerta.

—No —dijo jadeando Arseniev rápidamente, señalando a Vissari Netto.

—No —dijo Netto, sentado en el sofá, también con un auricular en la mano, conectado por un circuito militar de seguridad al comandante del MVD en Vologda—. Repito: no hagan nada. Detenga a sus hombres. Deje que el tren arranque.

—Decisión correcta —dijo Arseniev, y colgó—. Podrían haberse producido incidentes. No habría quedado bien.

«Quedar bien» era lo único que importaba en ese momento.

Arseniev permaneció un rato sin decir nada, mientras contemplaba, con malestar creciente, esta bifurcación final en el camino de su vida. Una ruta, así le parecía, lo llevaba a la jubilación, una buena pensión y una dacha; la otra, al despido casi seguro, una investigación oficial por tentativas ilegales de asesinato y, con toda seguridad, la cárcel.

—Abandone toda la operación —dijo.

La pluma de Netto comenzó a deslizarse por su bloc de notas. En lo profundo de las carnosas cuencas, hundidos como un par de bayas en un buñuelo, los pequeños ojos de Arseniev parpadearon en señal de alarma.

—¡No! ¡No escriba nada! Limítese a actuar. Quiten la vigilancia del apartamento de Mamantov. Quítenle la protección a la chica. Aborten toda la operación.