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—¿Y Arcángel, coronel? Todavía tenemos un avión a la espera del comandante Suvorin.

Arseniev se acarició su grueso cuello. En su mente infinitamente fértil comenzaba a tomar forma la posibilidad de una reunión informativa para los medios de comunicación extranjeros: «Noticias de disparos en el bosque de Arcángel… incidente lamentable… un oficial bribón quiso hacer las cosas por su cuenta… desobedeciendo estrictas órdenes… trágico final… sinceras disculpas…»

Pobre Feliks, pensó Arseniev.

—Ordene que regrese a Moscú… Era como si el tren hubiera estado detenido demasiado tiempo, de modo que cuando finalmente soltaron los frenos, saltó hacia adelante y enseguida se detuvo bruscamente, y O'Brian, como el badajo de una campana, fue a dar primero contra la parte delantera y luego contra la parte trasera del compartimiento. La cartera se le escurrió entre las manos.

Muy lentamente, chirriando y quejándose, y con la misma velocidad infinitesimal con que salieron de Arcángel, la locomotora comenzó a sacarlos de Vologda.

Kelso seguía en el suelo.

«Sin cuaderno, sin pruebas, no hay reportaje.»

Se arrojó al suelo para coger la cartera, la levantó con una mano, llevó los dedos de la otra al picaporte, y, estaba tratando de ponerse de pie, cuando sintió que O'Brian lo agarraba por las piernas y lo arrastraba hacia atrás. El picaporte giró, la puerta se abrió y Kelso salió al pasillo alfombrado dando frenéticas patadas con los talones en la cabeza de O'Brian. Sintió el agradable contacto de la suela de goma de sus botas contra el cuerpo del reportero. Luego un grito de dolor. La bota se le salió y la dejó atrás, como un lagarto que pierde la punta de la cola. Se alejó cojeando por el pasillo, con un pie al aire enfundado en un calcetín.

En el estrecho corredor se había producido un atasco de ansiosos pasajeros —«¿Han oído? ¿Será cierto?»— y resultaba imposible avanzar deprisa. O'Brian lo seguía y hasta se oían sus gritos. Al final del vagón, Kelso vio que la ventana de la puerta estaba abierta y consideró la posibilidad de arrojar la cartera a las vías. Pero el tren aún no había dejado Vologda, iba a muy poca velocidad, y el cuaderno aterrizaría intacto, pensó, y sin duda lo encontrarían…

—¡Chiripa!

Entró en el siguiente vagón y se dio cuenta demasiado tarde de que regresaba a la cabeza del tren, lo cual era un error, pues significaba Mamantov y sus matones, y en realidad por ahí ya venía uno de los hombres de Mamantov, a toda prisa por el pasillo en dirección a él, abriéndose camino a codazos y empujones.

Kelso cogió el picaporte que tenía más cerca. Estaba cerrado con llave. Pero el segundo picaporte giró y casi cayó de bruces en un compartimiento vacío. Cerró la puerta al entrar. Dentro estaba oscuro, las cortinas bajas, las literas sin hacer, un olor acre a sudor masculino; quien fuera que lo había ocupado debió de bajarse en Vologda. El hombre de Aurora golpeaba la puerta, le gritaba que abriera. El picaporte se movía con furia. Kelso abrió la cartera y sacó el famoso cuaderno. Tenía el mechero en la mano cuando la cerradura cedió. Las persianas del apartamento de Zinaida Rapava estaban bajadas. Las luces estaban apagadas. La pantalla de televisión parpadeaba en el rincón de la pequeña vivienda como un frío fuego azul.

Un policía de paisano había montado guardia en el rellano toda la noche —nada menos que Bunin, y luego otro hombre—, y un coche de la Milicia seguía aparcado ostentosamente frente a la entrada del edificio. Fue Bunin el que le había dicho que tuviera las persianas bajas y que no saliera. A Zinaida no le gustaba Bunin, y sin embargo no podía decirse que ella no le gustara a él. Cuando le preguntó cuánto tiempo tendría que seguir así, Bunin se había encogido de hombros. ¿Era una prisionera, entonces? Bunin volvió a encogerse de hombros.

Se había pasado la mayor parte de las últimas veinte horas echada en la cama en posición fetal, escuchando a los vecinos que volvían del trabajo y luego a algunos que salían. Más tarde, los oyó prepararse la cama. Y, tumbada en la oscuridad, había descubierto que mientras algo le mantenía ocupada la vista podía evitar ver a su padre, podía tener a raya la imagen de la figura rota; por eso se había pasado la noche mirando la televisión. Hasta que en un momento, al pasar de un concurso a una película americana en blanco y negro, había dado por casualidad con las películas del bosque.

«La libertad sola no basta ni mucho menos… Es muy difícil, camaradas, vivir únicamente de libertad…»

Había mirado hipnotizada cómo, durante el transcurso de la noche, la historia se extendía como una mancha por las distintas cadenas, hasta poder recitarla de memoria. Vio el garaje de su padre, y el cuaderno, y a Kelso que pasaba las páginas («es auténtico, apostaría cualquier cosa a que es auténtico»). Vio a la anciana que indicaba un lugar en un mapa. Vio al desconocido atravesar el claro del bosque y mirar a la cámara mientras hablaba, mientras soltaba un discurso que rezumaba odio y que no lograba recordar por qué le sonaba tanto, hasta que se acordó que su padre a veces ponía un disco con ese discurso cuando ella era una niña.

(«Tendrías que escuchar esto, niña… a lo mejor aprendes algo.»)

Daba miedo ese hombre, cómico y siniestro —como Zhirinovsky, o Hitler—, y cuando informaron que lo habían visto en el tren de Moscú, de camino al sur, Zinaida se sintió casi como si viniera a buscarla a ella. Podía imaginárselo cruzar los vestíbulos de los grandes hoteles, las botas resonando sobre el mármol, el abrigo ondeando detrás de él mientras rompía los escaparates de las tiendas elegantes, arrojaba a los extranjeros a la acera y seguía buscándola. Podía verlo en el Robotnik, tirando al suelo la barra, llamando putas a las muchachas y gritándoles que se cubrieran. Borraría todos los signos occidentales, haría añicos los tubos de neón, vaciaría las calles, cerraría el aeropuerto…

Sabía que deberían haber quemado ese cuaderno.

Fue más tarde, cuando estaba en el dormitorio, desnuda de cintura para arriba, echándose agua fría en los ojos enrojecidos por el insomnio, cuando oyó por televisión el nombre de Mamantov. Y lo primero que pensó fue, ingenuamente, que lo habían detenido. Después de todo, eso había prometido Suvorin, ¿no?

«Vamos a encontrar al hombre que le hizo algo tan terrible a su padre, y voy a hacerlo encerrar.»

Zinaida cogió una toalla y volvió a sentarse frente a la pantalla; se secó la cara y lo miró bien: oh, sí, sabía que era él, no le cabía duda, de él podía esperarse una cosa así. Parecía un hijo de puta despiadado e imperturbable, con esas gafas con montura de alambre y esos labios delgados y duros, el sombrero y el abrigo estilo soviético. Parecía capaz de todo. Estaba diciendo algo acerca del «usurpador fascista del Kremlin» y Zinaida tardó un minuto en darse cuenta de que en realidad no lo estaban arrestando. Al contrario: lo trataban con respeto. Avanzaba hacia el tren. Iba a subir. Nadie iba a detenerlo. Hasta pudo ver a un par de hombres de la Milicia que lo vigilaban. Al posarse en el escalón del tren, se volvió y saludó con la mano. Las luces parpadearon. Enseñó su reluciente sonrisa de verdugo y desapareció.

Zinaida se quedó mirando la pantalla.

Rebuscó en los bolsillos de su chaqueta hasta que encontró el número de teléfono que le había dado Suvorin.

Llamó. No contestó nadie.

Colgó con calma, se envolvió con la toalla y abrió la puerta.

No había nadie en el rellano.

Volvió a entrar en el apartamento y descorrió la persiana.

Ni señales de coches de la policía. Sólo el habitual tráfico de la mañana de sábado que empezaba a dirigirse al mercado de Izmaylovo.

Después, varios testigos afirmaron haberla oído llorar, incluso por encima del ajetreo de la calle. Kelso estaba aturdido por una calma humillante. Lo obligaron a sentarse en la banqueta, le quitaron la cartera y los papeles, cerraron la puerta, y el joven de cazadora negra se sentó frente a él y estiró una pierna por el estrecho pasillo para impedir que su prisionero se moviera.