—Supongamos que yo hubiera regresado a Moscú con nuestro común amigo, que hubiera convocado una rueda de prensa y anunciado que era el hijo de Stalin. ¿Qué habría pasado? Yo se lo diré. Nada, no me habrían hecho caso. Se habrían reído de mí. Y acusado de falsificación. ¿Y por qué? —Señaló a Kelso con el dedo índice—. Porque los medios de comunicación están en manos de fuerzas cosmopolitas que odian a Vladimir Mamantov y a todo lo que representa. Oh, pero si el doctor Kelso, el niño mimado de los cosmopolitas… sí, si Kelso le dice al mundo entero: «Mirad, os traigo al hijo de Stalin», eso es otra cosa, naturalmente.
Por eso habían convencido al hijo de que esperase unas semanas más, hasta que otros desconocidos aparecieran con el cuaderno.
(Y eso explicaba muchas cosas, pensó Kelso: la extraña sensación experimentada en Arcángel, la sensación de que, de alguna manera, lo habían estado esperando: el funcionario comunista, Vavara Safanova, el propio hijo de Stalin: «¿Sois vosotros, eh? ¿De verdad sois vosotros? Y yo soy el que andáis buscando…»)
—¿Y por qué yo? —preguntó.
—Porque me acordé de usted. Recordé cómo se ganó mi confianza para entrevistarme cuando yo acababa de salir de Lofortovo después del golpe. Recordé su jodida arrogancia, su confianza en que usted y los suyos habían ganado y que yo estaba acabado. Esa mierda que escribió sobre mí… ¿Qué fue lo que dijo Stalin? «Elegir la víctima, preparar minuciosamente los planes, consumar una venganza implacable y después irse a dormir… No hay nada más dulce en el mundo.» Dulce. Eso es. Nada más dulce en el mundo. Zinaida Rapava llegó a la estación Yaroslavl de Moscú unos minutos después de las cuatro. (Las autoridades nunca pudieron comprobar fehacientemente qué hizo en las tres horas desde que salió de Robotnik, aunque testigos sin confirmar hablan de una mujer que responde a su descripción en el cementerio de Troekurovo, donde estaban enterrados su madre y su hermano.)
En todo caso, a las cuatro y cinco se acercó a un empleado de la red de ferrocarriles rusos. Más tarde, el hombre no supo decir por qué ella se le quedó grabada en la memoria cuando había tanta gente dando vueltas por ahí ese día: tal vez por las gafas de sol que llevaba pese a la oscuridad perpetua que reinaba bajo las arcadas de la estación.
Como el resto, quería saber a qué andén llegaba el tren procedente de Arcángel.
Ya se estaba formando una aglomeración de gente, y los representantes de Aurora hacían lo posible por mantener el orden. Habían acordonado una pasarela y montado un entarimado para las cámaras. Repartían banderas: el águila zarista, la hoz y el martillo, el emblema de Aurora. Zinaida cogió una pequeña bandera roja, y tal vez era eso, o tal vez la cazadora de cuero, lo que la hacía parecer una típica activista de Aurora, pero, fuera lo que fuese, se aseguró una excelente posición, junto a la cuerda, y nadie la molestó.
Se la vio ocasionalmente en algunas de las cintas de vídeo filmadas esa tarde antes de la llegada del tren: fría, solitaria, esperando. El tren pasaba lentamente por las estaciones suburbanas. Compradores curiosos, típicos personajes de la tarde del sábado, miraban para ver por qué tanto alboroto. Un hombre levantó en brazos a un niño para que saludara, pero Mamantov estaba demasiado concentrado en la conversación como para darse cuenta.
Estaba contando cómo había atraído a Kelso a Rusia, y eso, dijo, era el toque del que más orgulloso estaba: era una treta digna del mismo Josiv Vissarionovich. Había arreglado que una compañía que tenía en Suiza, una tapadera —una empresa familiar respetable: llevaba siglos explotando a los trabajadores—, se pusiera en contacto con el Rosarjiv y le ofreciera patrocinar un simposio sobre la apertura de los archivos soviéticos.
Mamantov se golpeó la rodilla con regocijo.
Al principio, el Rosarjiv no quería invitar a Kelso; ¡imagínese!, pensaron que ya no tenía «el nivel suficiente en la comunidad académica», pero Mamantov, a través de los patrocinadores, había insistido, y tres meses después, qué duda cabía, ahí estaba el doctor Kelso, de vuelta en la ciudad, en su habitación de hotel, todos los gastos pagados, revolcándose en nuestro pasado como un cerdo en la mierda, sintiéndose superior a nosotros, diciéndonos que nos sintiéramos culpables cuando la única razón por la que estaba ahí era para revivir el pasado.
¿Y Papú Rapava?, preguntó Kelso. ¿Qué había pensado él del plan?
Por primera vez, el rostro de Mamantov se ensombreció.
Rapava había dicho que el plan le gustaba. Eso era lo que había dicho. ¿Para escupir en la sopa de los capitalistas y mirar después cómo se la tomaban? ¡Oh, sí, por favor, camarada coronel! ¡El plan le encantaba! Se suponía que iba a soltarle su historia a Kelso esa noche, luego llevarlo directamente a la vieja casona de Beria donde desenterrarían juntos la caja de herramientas. Mamantov le había pasado el dato a O'Brian, que le prometió aparecer con sus cámaras en el Instituto de Marxismo-Leninismo a la mañana siguiente. El simposio sería la perfecta rampa de lanzamiento. ¡Qué reportaje! Se desencadenaría un frenesí de transmisiones. Mamantov lo había calculado todo.
Pero después, nada. Kelso había llamado al día siguiente por la tarde y fue entonces cuando Mamantov se enteró de que Rapava había fracasado en el cumplimiento de su misión: que le había contado la historia, pero que después había escapado.
—¿Por qué? —preguntó Mamantov con ceño—. ¿Le habló usted de dinero?
Kelso asintió.
—Le ofrecí una parte de las ganancias.
Una mueca de desprecio asomó en el rostro de Mamantov.
—Que usted intentara enriquecerse, me lo esperaba; ésa fue otra de las razones por la que lo seleccioné. Pero ¿él…? —dijo, y sacudió la cabeza en señal de disgusto, antes de añadir en voz baja—: Los seres humanos tarde o temprano te defraudan.
—Quizá él habrá pensado lo mismo de usted —repuso Kelso—. Visto lo que le hizo.
Mamantov miró a Viktor y en ese instante algo pasó entre el hombre mayor y el más joven —una mirada casi de intimidad sexual—, y Kelso supo que se habían cargado a Papu Rapava entre los dos. Debió de haber más gente implicada, pero esos dos eran el núcleo: el oficial y el aprendiz.
Sintió que empezaba a sudar otra vez.
—Pero él nunca le dijo dónde lo había escondido, ¿verdad?
Mamantov frunció el entrecejo, como si quisiera recordar algo.
—No —respondió en voz baja—. No. Era duro de pelar, eso se lo concedo. No es que importe. Los seguimos a usted y a la muchacha la mañana siguiente, les vimos recoger el material. Al final, la muerte de Rapava no cambió nada. Ahora lo tengo todo en mi poder.
Silencio.
El tren había aminorado la marcha y avanzaba lentamente. Más allá de los techos planos, Kelso vio la torre de la televisión.
—El tiempo apremia —dijo Mamantov de repente—, y el mundo está esperando.
Cogió la cartera y el sombrero.
—He estado pensando en usted —le dijo a Kelso al ponerse de pie, mientras comenzaba a abotonarse el abrigo—. Pero la verdad es que no consigo creer que pueda perjudicarnos. Usted puede retirar su autentificación de los documentos, por supuesto, pero eso ahora no importa mucho, salvo que quiera hacer el ridículo. Son auténticos: un grupo de expertos independientes lo constatará dentro de un día o dos. Es cierto que usted puede también presentar algunas acusaciones en relación con la muerte de Papú Rapava, pero no hay ninguna prueba. — Mamantov se inclinó para mirarse en el pequeño espejo que había encima de la cabeza de Kelso, y se enderezó el ala del sombrero para estar listo cuando aparecieran las cámaras—. No. Creo que lo mejor que puedo hacer es dejarlo que observe lo que ocurre a continuación.