—A continuación no va a ocurrir nada —dijo Kelso—. No olvide que he hablado con esa criatura suya… En cuanto abra la boca, la gente se echará a reír a carcajadas.
—¿Quiere apostar? —Mamantov le tendió la mano—. ¿No? Es usted prudente. Lenin dijo: «Lo más importante de cualquier esfuerzo es participar en la lucha, y aprender de ese modo qué hay que hacer a continuación.» Y eso vamos a hacer ahora. Por primera vez en casi quince años, vamos a estar en condiciones de empezar una lucha. Y qué lucha, Viktor.
El joven se puso de pie de mala gana, echándole antes una mirada final y nostálgica a Kelso.
El pasillo estaba atiborrado de gente vestida con cazadoras de cuero negro.
—Fue por amor —dijo Kelso cuando Mamantov se iba.
—¿Qué? —preguntó éste y se volvió para mirarlo.
—Rapava. Ese fue el motivo por el que no me llevó adonde estaban los documentos. Usted dijo que lo hizo por dinero, pero no creo que quisiera el dinero para él. Lo quería para su hija. Para resarcirla de todo. Fue por amor.
—¿Amor? —repitió Mamantov incrédulo. Saboreó la palabra en su boca como si no le resultara familiar: tal vez el nombre de una siniestra nueva arma, o una conspiración mundial capitalista-sionista recién descubierta—. ¿Amor?
Pero era inútil, no podía entenderlo; sacudió la cabeza y se encogió de hombros. La puerta se cerró y Kelso se desplomó en su asiento. Un par de minutos más tarde oyó un ruido parecido a un viento en el bosque y se acercó a la ventana. Más adelante, en una extensión de la vía, vio una masa de color que, a medida que entraban en el andén, fue haciéndose más nítida: caras, pancartas, banderas, un podio, una alfombra roja, cámaras, gente que esperaba detrás de las cuerdas, Zinaida… Ella lo divisó en el mismo instante y durante unos breves segundos sus miradas se fundieron. Zinaida vio que empezaba a ponerse de pie, que decía algo, que le hacía señas, pero luego alguien se lo llevó y lo perdió de vista. La monótona procesión de vagones verdes, salpicados de barro tras el largo viaje, pasó traqueteando lentamente y pronto se detuvo con una sacudida; la multitud, que llevaba media hora festejando alborozada, calló de repente.
Jóvenes con cazadoras de cuero saltaron de inmediato del tren delante de ella. Zinaida vio la sombra de la gorra de un guardia que se movía detrás de una ventana.
Sacó el revólver del bolso y lo escondió dentro de su cazadora; podía sentir la fría seguridad del metal en la palma de la mano. Se le había formado un nudo en el estómago que no era miedo, sino una tensión que ansiaba ser liberada.
En su mente lo vio con toda claridad, cada cicatriz de su cuerpo era una marca de su amor por ella.
«¿Quién es tu único amigo, mi niña?»
Algo se movió en la puerta del vagón. Los dos hombres descendían juntos.
«Tú, papá.»
Estaban juntos en el escalón más alto, saludando, tan cerca de ella que casi podía tocarlos. La gente los vitoreaba. La multitud se apiñaba a sus espaldas. No podía fallar.
«¿Y quién más?»
Sacó el revólver y apuntó.
«Tú, papá. Tú…»
Robert Harris nació en Nottingham, Reino Unido, en 1957 y se licenció en la Universidad de Cambridge. Ha trabajado como reportero de la BBC, ha sido responsable de la sección de política del Observer y columnista de The Sunday Times. En 2003 fue nombrado Columnista del Año en los British Press Awards. Es autor de las novelas Patria, Enigma, El hijo de Stalin y Pompeya, así como de cinco obras de ensayo. En la actualidad vive en Berkshire.