—¡Sí! ¡Lo aceptas!
Clay lo acepta.
Clay prueba su cuerpo. Hace que despida rayos fluorescentes y ve sombras violetas que danzan bajo él. Crea aceradas costillas y una columna vertebral de marfil. Teje un nuevo sistema nervioso a partir de pelusas de vacío. Inventa un órgano sensible a colores que supera el ultravioleta y, muy contento, derriba el extremo oscuro del espectro. Se transforma en un enorme órgano sexual y viola a la estratosfera, dejando estelas de luminoso semen. Y Hanmer, siempre junto a Clay, exclama, «¡Sí!», y «¡Sí!» y otra vez «¡Sí!». Clay abarca ya varios continentes. Acelera, busca su terminación y, tras breve esfuerzo, lo encuentra y lo une a sí mismo, de tal modo que se convierte en una nebulosa serpiente que abraza el mundo.
—¿Lo ves? —grita Hanmer—. ¡Es tu mundo! ¿Verdad? ¡El planeta familiar!
Pero Clay no está seguro. Los continentes se han alterado. Ve lo que supone que deben ser las Américas, pero han sufrido cambios, porque la punta del sur ha desaparecido, igual que el istmo de Panamá, y al oeste de lo que debería ser Chile hay una enorme extensión cancerosa, quizá la Antártida desplazada. El océano anega ambos polos. Las costas son nuevas. Clay no localiza Europa. Un tremendo mar interior disimula lo que, sospecha Clay, es Asia; un destello de sol se refleja en el agua, transformándola en un gigantesco ojo burlón. Al llorar, Clay disemina masas de lava a lo largo del ecuador. Un caparazón sobresale serenamente en el lugar donde debería estar África. Una cadena de radiantes islas rutila a lo largo de miles de kilómetros de alterado océano. Clay empieza a sentir pánico. Piensa en Atenas, El Cairo, Tánger, Melburne, Poughkeepsie, Istambul y Estocolmo. Apenado, Clay se enfría y, al helarse, se escinde en una rociada de partículas de hielo que, al instante, atraen a pequeños insectos zumbadores. Los insectos salen disparados de pantanos y marismas; empiezan a engullir a Clay, pero Hanmer los aleja a gritos, los devuelve aturdidos al suelo y después Clay siente su cuerpo reunido y restaurado.
—¿Qué ha pasado?-pregunta Hanmer.
—Estaba recordando —replica Clay.
—No lo hagas —dice Hanmer.
Se remontan de nuevo. Giran, brincan y penetran en el reino de las sombras que circunda el mundo, de tal modo que el planeta en sí no es más que una pequeña impureza esférica del blando y ondeante manto del cuerpo de Clay. Éste observa el giro del planeta. ¡Qué lentitud! ¿Acaso el día se ha alargado? ¿Es éste mi mundo? Hanmer le da un suave codazo y ambos se transforman en ríos de energía de millones de kilómetros de longitud y se evaporan hasta el espacio. Clay arde de ternura, de amor, de ansia por unirse con el cosmos.
—Nuestros mundos vecinos —dice Hanmer—. Nuestros amigos. ¿Lo ves?
Clay lo ve. Ahora sabe que no ha ido velozmente a un planeta o a otra estrella. Lo que ve claramente es Venus, esa nebulosa esfera. Y aquella cosa roja y llena de agujeros es Marte, aunque a Clay le confunde el enmalezado océano de verdor que envuelve las rojizas llanuras. No logra localizar Mercurio. Una y otra vez se desliza en esa órbita interior, busca afanosamente el minúsculo globo, pero el globo no está allí. ¿Habrá caído en el sol? Clay no se atreve a preguntarlo, por miedo a que Hanmer le conteste que sí. Él no soportaría la pérdida de un planeta en estos momentos.
—Ven —dice Hanmer—. Hacia fuera.
Los asteroides han desaparecido. Un acto sensato: ¿quién necesita esos desechos? Pero ahí está Júpiter, prodigiosamente intacto, incluso con la Gran Mancha Roja. Clay se alboroza. Las franjas de color también permanecen, brillantes rayas de ricos tonos amarillos, marrones y anaranjados, separadas por fajas más oscuras.
—¿Sí? —pregunta Clay, y Hanmer dice que puede hacerse.
Se lanzan hacia el planeta, remolinean y flotan en la atmósfera de Júpiter. Caliginosos cristales los envuelven. Sus atenuados cuerpos se entrelazan con moléculas de amoníaco y metano. Van hacia abajo, descienden, llegan a peñascos de hielo que se alzan sobre desolados y untuosos mares, ven turbulentos géiseres y lagos en ebullición. Clay se extiende sobre un continente de nieve y permanece inmóvil, jadeante, encantado del placentero impacto de las muchas toneladas de atmósfera planetaria sobre su espalda. Se transforma en mazo y sondea el gran y escabroso núcleo del planeta, lo golpea felizmente, bong, bong, buooong… Ondas de sonido se alzan en quebrados y cremosos estallidos. Clay se consume en el éxtasis. Pero entonces, inmediatamente después, hay una pérdida compensadora: el brillante Saturno carece de anillos.
—Un accidente —confiesa Hanmer—. Un error. Fue hace mucho tiempo.
Es imposible consolar a Clay. Está en un tris de volver a fracturarse y golpetear la atezada superficie de Saturno con una nube de copos de nieve. Hanmer, comprensivo, se encorva y rodea el planeta, gira, se desliza a lo largo del espectro, hace aparecer doradas luces, vira primero de costado, luego formando suntuosos ángulos.
—No —dice Clay—. Te lo agradezco, pero no servirá.
Y prosiguen hacia Urano, hacia Neptuno, hacia el frígido Plutón.
—No fue obra nuestra —insiste Hanmer—. Pero jamás imaginamos que alguien pudiera sentirlo tanto.
Plutón es un fastidio. Flotando en el espacio, Clay observa cinco primos de Hanmer que caminan por un negro páramo, yendo de ninguna parte a ninguna parte. Clay mira inquisitivamente hacia fuera. ¿Proción? ¿Rigel? ¿Betelgeuse?
—En otra ocasión —murmura Hanmer.
Vuelven a la Tierra.
Caen a plomo en la atmósfera igual que un juego de joyas. Aterrizan. Clay está de nuevo en su cuerpo mortal. Se halla en un cuidado campo de bulbosas plantas, pequeñas y de color verde mar; por encima de él se asoma un gigantesco monolito triangular, ahorquillado en la punta, y por la horquilla corre un burbujeante río que se precipita cien o quizá cientos de metros por la inmensa superficie de ónice de la losa hasta caer en un hoyo prácticamente circular. Clay está temblando. El viaje le ha desangrado. En cuanto puede, se sienta, aprieta sus palmas en sus mejillas, suspira profundamente varias veces, parpadea. Los planetas giran formando obstinados círculos en su cabeza. Su gozo con Júpiter lucha con la pena por los anillos de Saturno. Y Mercurio. Y los amados y viejos continentes, el amigable mapa. Apuñalados por las agujas del tiempo. El aire es apacible y transparente, y Clay escucha una lejana música. Hanmer está de pie al borde del hoyo, contemplando la caída del agua.
¿Es Hanmer? Cuando Hanmer se vuelve, Clay percibe diferencias. Del liso y ceroso pecho han brotado dos senos. Son pequeños, como los de una muchacha que acaba de entrar en la pubertad, pero sin duda alguna son pechos femeninos. Rematados por minúsculos pezones de color rosa. Las caderas de Hanmer se han ensanchado. El pliegue vertical de la base del vientre se ha estrechado hasta formar una rendija, de la que sólo se ve la parte superior. El hemisferio escrotal de la parte inferior ha desaparecido. No es Hanmer. Es una mujer de la especie de Hanmer.
—Soy Hanmer —dice ella a Clay.
—Hanmer era varón.
—Hanmer es varón. Yo soy Hanmer. —Ella se acerca a Clay. Su forma de andar no es la de Hanmer: en lugar de su ágil y suelta desenvoltura hay un movimiento más refrenado, igualmente fluido pero no tan flexible—. Mi cuerpo ha cambiado, pero soy Hanmer. Te amo. ¿Podemos celebrar juntos nuestra jornada? Es la costumbre.
—¿Se ha ido para siempre el otro Hanmer?
—Nada se va para siempre. Todo vuelve.
Mercurio. Los anillos de Saturno. Istambul. Roma.
Clay se hiela. Guarda silencio un millón de años.
—¿Querrás celebrar conmigo?
—¿Cómo?
—Una unión de cuerpos.
—Sexo —dice Clay—. De modo que no es una cosa anticuada.