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Hanmer ríe hermosamente. Se tiende en el suelo con un rápido y desgarbado gesto. Las pulposas plantas suspiran, se estremecen, se balancean. Se abren ojillos en las puntas y chorros de precioso fluido brotan en el aire. Una aromática fragancia se extiende. Un afrodisíaco: Clay nota de pronto la rigidez de su miembro. Hanmer dobla las rodillas. Separa sus muslos y Clay examina la brecha intermedia que aguarda.

—Sí —musita ella.

Aturdido por el desconcierto, Clay cubre con su cuerpo el de ella. Sus manos se deslizan hacia abajo para agarrar las frías, lisas, sedosas nalgas. Hanmer ha enrojecido; sus transparentes párpados se han vuelto lechosos, de tal forma que el fulgor escarlata de sus ojos se ha apagado. Al deslizar una mano hacia arriba y acariciarle los pechos, Clay percibe el endurecimiento de los pezones, y la extrañeza ante la inmutabilidad de ciertas cosas le aturde. La humanidad recorre el sistema solar en un momento, los pájaros hablan, las plantas colaboran en placeres humanos, los continentes están en desorden, el universo es una tormenta de maravillosos colores y asombrosos aromas. Y sin embargo, pese al milagro dorado, carmesí y purpúreo de este alterado mundo, los penes continúan exigiendo vaginas, y las vaginas, penes. No parece adecuado. Pero tras un suave y apagado grito Clay penetra en ella y empieza a moverse, un rápido pistón en la húmeda cámara, y la situación le resulta tan normal que por un momento olvida la sensación de pérdida que ha estado con él desde su despertar. Llega al orgasmo con tal celeridad que el clímax le destroza, pero ella se limita a cantar una frágil serie de semitonos y Clay se recobra con idéntica rapidez, y está despejado, y los dos siguen. Ella le ofrece un espasmo de disciplinada intensidad. Las piernas con rodillas giratorias cercan el cuerpo de Clay. La pelvis de Hanmer se derrite. Ella jadea. Susurra. Canta. Clay elige su momento y desencadena su relámpago por segunda vez, provocando una tormenta de sensación en ella. El tacto de la piel de Hanmer sufre una serie de cambios, áspera y erizada primero, lisa como un líquido después, rígida hasta formar olas de elevada cresta más tarde, finalmente en su estado original. En el instante posterior al éxtasis final, Clay recuerda la luna. ¡La luna! ¿Dónde estaba la luna cuando él y Hanmer recorrían velozmente el cosmos? No hay ninguna luna. La luna ya no existe. ¿Cómo ha podido él olvidarse de buscar la luna?

Se desunen y se apartan. Clay se siente vivificado, aunque ligeramente deprimido al mismo tiempo. La bestia del pasado ha manchado al espíritu del futuro con su salino flujo. Calibán supera a Ariel. Aquí, cuando unen cuerpos, ¿señalan el fin con tal torrente de fluido? Él es prehistórico. Pasan unos instantes antes de que Clay se atreva a mirar a Hanmer. Pero ella está sonriéndole. Hanmer se levanta, pone de pie dulcemente a Clay y lo lleva al estanque que hay bajo la cascada. Se bañan. El agua es fría como la hoja de un cuchillo. Los múltiples dedos de Hanmer vuelan jovialmente sobre el cuerpo de Clay; ella es tan femenina que él apenas logra evocar un recuerdo del varón delgado y musculoso con el que empezó la jornada. Ella es coqueta, juguetona, sutilmente posesiva.

—Copulas con gran entusiasmo —dice ella.

Una repentina rociada de brillo cae del sol, que está casi en el cenit. Una hilera de desconocidos colores recorre el pico de una elevada montaña, hacia el… ¿oeste? Clay quiere coger a Hanmer y ella lo evita y huye riendo entre la espinosa espesura. Las plantas la atacan con indiferencia pero no pueden tocarla. Cuando Clay sale tras ella, los espinos le trituran. Prosigue, tambaleándose y cubierto de sangre, y ve que ella le espera junto a un árbol bajo y grueso, no más alto que la hembra. Las ventanas nasales de Hanmer se agitan, sus párpados se abren y se cierran sin cesar, sus pequeños senos suben y bajan. Por un momento Clay la ve con el cabello verde al aire y una espesa y negra maraña púbica, pero el momento pasa y ella está tan lisa como antes. Cinco criaturas llaman roncamente a Clay desde las ramas del árbol. Tienen enormes bocas, larguiruchos cuellos, abultadas alas y, por lo que ve Clay, carecen de cuerpo. —¡Clay! ¡Clay! ¡Clay! ¡Clay! ¡Clay!

Hanmer no les hace caso; las criaturas saltan al suelo y se escabullen. Hanmer se acerca y le besa los arañazos, y las heridas curan. Ella examina austeramente las partes del cuerpo de Clay, toca todo, aprende su anatomía como si un día tuviera que construir algo parecido. La intimidad de la inspección molesta a Clay. Por fin ella queda satisfecha. Hanmer abre el suelo como si fuera una cremallera y saca un tubérculo, igual que hizo ayer el otro Hanmer. Clay lo coge, confiado, y succiona el jugo. Un pelaje azul brota de su piel. Sus órganos genitales crecen de forma tan monstruosa que cae al suelo bajo el peso. Los dedos de sus pies se unen. La luna, piensa él con amargura. Hanmer se acuclilla sobre él y desciende, se empala en la vara de Clay. La luna. La luna. Mercurio. La luna. Clay apenas nota la sacudida orgásmica.

Los efectos del jugo del tubérculo disminuyen. Clay permanece boca abajo, con los ojos cerrados. Al acariciar a Hanmer descubre que él bulto escrotal ha crecido de nuevo en la unión de los muslos. Hanmer es macho otra vez. Clay lo mira: sí, cierto. Pecho plano, amplia espalda, caderas estrechas. Todo vuelve. Demasiado pronto, a veces.

Se acerca la noche. Clay busca la luna.

—¿Tenéis ciudades? —pregunta—. ¿Libros? ¿Casas? ¿Poesía? ¿Alguna vez lleváis ropa? ¿Morís?

—Cuando lo necesitamos —dice Hanmer.

3

Se sientan codo con codo en la oscuridad, hablan poco. Clay observa la procesión de las estrellas. Muchas veces el brillo es insoportable. En ocasiones Clay piensa en abrazar de nuevo a Hanmer, y debe recordar la revenida metamorfosis de su compañero. Quizás ese Hanmer hembra vuelva con el tiempo; su aparición en el escenario ha sido muy breve.

—¿Soy monstruosamente bárbaro? —pregunta Clay al existente Hanmer—. ¿Vulgar? ¿Bruto?

—No. No. No.

—Pero soy un hombre del albor. Una chapucera primera intentona. Tengo apéndice. Orino. Defeco. Tengo hambre. Sudo. Huelo. Soy un millón de años inferior a ti. ¿Cinco millones? ¿Cincuenta millones? ¿Ni la menor idea?

—Te admiramos tal como eres —le asegura Hanmer—. No te criticamos por lo que no has podido llegar a ser. Como es natural, quizá modifiquemos nuestro criterio cuando te conozcamos mejor. Nos reservamos el derecho a detestarte.

Se produce un silencio muy largo. Las estrellas fugaces hienden la noche.

—No pretendo disculparme —dice Clay por fin—, pero hicimos cuanto pudimos. Al fin y al cabo, dimos Shakespeare al mundo. Y… ¿has oído hablar de Shakespeare?

—No.

—¿Homero?

—No.

—¿Beethoven?

—No.

—Einstein.

—No.

—Leonardo da Vinci.

—No.

—¡Mozart!

—No.

—¡Galileo!

—No.

—¡Newton!

—No.

—Miguel Ángel. Mahoma. Marx. Darwin.

—No. No. No. No.

—¿Platón? ¿Aristóteles? ¿Jesucristo?

—No, no, no.

—¿Recuerdas la luna que este planeta tuvo en tiempos?

—He oído hablar de la luna, sí. Pero no de las otras cosas.

—Todo lo que hicimos nosotros se ha perdido, ¿no? Nada sobrevive. Estamos extintos.

—Te equivocas. Tu raza sobrevive.

—¿Dónde?

—En nosotros.

—No —dice Clay—. Si todo lo que hemos hecho ha muerto, nuestra raza ha muerto. Goethe. Carlomagno. Sócrates. Hitler. Atila. Caruso. Luchamos contra la oscuridad, y la oscuridad nos engulló a pesar de todo. Estamos extintos.

—Si eso es cierto —replica Hanmer—, entonces nosotros no somos humanos.

—No sois humanos.

—Somos humanos.

—Humanos, pero no hombres. Hijos de los hombres, tal vez. Hay una gran separación cualitativa. Un lapsus de continuidad demasiado grande. Habéis olvidado a Shakespeare. Recorréis los cielos.