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Clay comprende que no ha ido a parte alguna. En vez de eso, todo parece indicar que ha atraído algo al lugar donde está.

La cosa reposa junto a él en la pizarrosa roca. Es un esferoide liso y rosado, con apariencia gelatinosa pero firme, que ocupa una jaula rectangular de un metal plateado y pesado. Jaula y esferoide están entrelazados: los barrotes atraviesan el cuerpo en varios puntos. Una reluciente rueda de forma esférica sostiene el suelo de la jaula. El esferoide habla a Clay con un zumbante gorjeo. Clay no entiende nada.

—Pensaba que sólo había un idioma —dice—. ¿Qué estás diciéndome?

El esferoide habla otra vez; no hay duda de que está repitiendo el mensaje, pronunciándolo con más precisión. Pero Clay continúa sin entenderlo.

—Me llamo Clay —dice con una forzada sonrisa—. No sé cómo he llegado aquí. Tampoco sé cómo has llegado tú, aunque es posible que yo te haya traído por casualidad.

Tras una pausa, el esferoide replica ininteligiblemente.

—Lo siento —dice Clay—. Soy primitivo. Ignorante.

De pronto el esferoide adquiere una tonalidad verde oscuro. Su superficie se riza y tiembla. Una sarta de lustrosos ojos aparece y desaparece. Clay nota unos dedos fríos que penetran en su frente y acarician los lóbulos de su arrugado cerebro. En un vasto y repentino torrente recibe al alma del esferoide y entiende que éste le dice: «Soy un ser humano civilizado, nativo del planeta Tierra, arrancado de su ambiente natural por inexplicables fuerzas y conducido a este lugar. Estoy solo y triste. Quiero volver con mi grupo matriz. ¡Te lo ruego, ayúdame cuanto puedas, en nombre de la humanidad!»

El esferoide se aprieta a los barrotes de la jaula, claramente exhausto. Su forma se comba, pierde simetría, y su color se torna amarillo claro.

—Creo que comprendo lo que dices —replica Clay—. Pero ¿cómo quieres que te ayude? Yo también soy víctima del flujo temporal. Soy un hombre de los albores de la raza. Comparto tu soledad y desgracia, estoy tan perdido como tú.

El esferoide despide una luz débilmente anaranjada.

—¿Entiendes lo que digo?-pregunta Clay.

No hay respuesta. Clay llega a la conclusión de que esta criatura, que afirma ser humana aunque tenga una forma enteramente extraña, debe proceder de un punto de la curva del tiempo todavía más alejado, del futuro de la raza de Hanmer. La lógica de la evolución lo indica. Hanmer, al menos, posee brazos, piernas, cabeza, ojos y órganos genitales. Igual que las cabrunas bestias-humanas cuya época se halla entre la de Clay y la de Hanmer. Pero indudablemente ese ser, sin piernas, con su humanidad comprimida en algún fardo interno, es una extrema versión del modelo. Clay se siente vagamente culpable, cree que ha arrancado al esferoide de su grupo matriz en el transcurso de su chapucero esfuerzo para elevarse, pero además experimenta un temblor de orgullo por haber logrado eso, aunque no fuera su intención. Y es un placer encontrar a alguien más desplazado y confuso que él mismo.

—¿Hay alguna forma de que nos comuniquemos? —pregunta—. ¿Podemos atravesar esta barrera? Escucha, me acercaré. Abriré mi mente tanto como pueda. Debes disculpar mis deficiencias. Procedo de la Era Vertebrada. Más cerca del pitecántropo que de ti, seguro. Háblame. Where is the phone?

El esferoide recupera un tono parecido al rosado original. Y fatigadamente ofrece a Clay una visión: una ciudad de amplias plazas y relucientes torres en cuyas hermosas calles se mueven tropeles de esferoides rosas, todos con su rutilante jaula. Las fuentes lanzan cascadas de agua al cielo. Luces multicolores giran y se agitan. Los esferoides se encuentran, intercambian saludos, de vez en cuando tienden glóbulos protoplásmicos a través de los barrotes de las jaulas, en gestos parecidos a apretones de manos. Llega la noche. ¡Ahí está la luna! ¿La han reconstruido, incluso los cráteres? Clay examina el amado y cicatrizado rostro. Deslizándose como el ocular de una cámara, Clay pasa a un jardín. Rosas. Tulipanes amarillos. Narcisos, junquillos, jacintos azules en abundantes racimos. Un árbol con hojas familiares, otro, otro más. Roble. Arce. Abedul. De modo que esos espasmódicos y gigantes montones de blanda carne son anticuarios, y han reconstruido la vieja Tierra para su deleite. La visión fluctúa y se desintegra al caer una impenetrable cortina de remordimiento. Clay comprende que ha extraído una conclusión incorrecta. ¿Acaso los esferoides no son seres del incalculablemente remoto futuro? ¿Son, pues, descendientes del hombre a corto plazo? La visión vuelve. El esferoide parece más animado, le indica que está en la senda correcta. Sí. ¿Qué son los esferoides, la humanidad cinco mil, o diez mil; o veinte mil años posterior a los días de Clay, de una época en que robles, tulipanes, jacintos y luna existen aún? Sí. ¿Y cuál es la lógica evolutiva? No hay lógica. El hombre se ha dotado de nueva forma para complacerse. Esta es la fase esferoidal oval. Más tarde el hombre decidirá ser una vil cabra. Y más tarde todavía será Hanmer. Todos nosotros, barridos por el flujo del tiempo.

—Mi hijo —dice Clay. (¿Hija? ¿Sobrina? ¿Sobrino?)

Impulsivamente Clay trata de deslizar las manos entre los barrotes para abrazar al solemne esferoide. Recibe una descarga de fuerza que le lanza dando tumbos a muchos metros de distancia, y queda inmóvil, atónito, mientras cierta enredadera le envuelve los muslos con sus zarcillos. Clay recobra el ánimo poco a poco.

—Lo siento —susurra mientras se acerca a la jaula—. No pretendía entrometerme en tu espacio. Te ofrecía amistad.

El esferoide tiene ahora un oscuro color ámbar. ¿El color de la furia? ¿Miedo? No: disculpa. Otra visión llena la mente de Clay: esferoides con las jaulas juntas, esferoides que bailan, esferoides que se unen con viscosas hebras extendidas. Un himno al amor. Prueba otra vez, prueba, prueba otra vez. Clay extiende una mano. La mano pasa entre los barrotes. No hay descarga. La superficie del esferoide se frunce y se remolinea, y una fina proyección tentacular surge y agarra la muñeca de Clay. Confianza. Víctimas comunes del flujo temporal.

—Me llaman Clay —dice Clay, pensándolo con vehemencia. Pero la única respuesta del esferoide es una serie de vívidas instantáneas de su mundo. El lenguaje universal no debía estar aún inventado en la época del esferoide. Sólo puede comunicarse mediante imágenes.

—De acuerdo —dice Clay—. Acepto las limitaciones. Aprenderemos a arreglárnoslas.

El tentáculo le suelta. Clay se aparta de la jaula.

Se concentra en la formación de imágenes. Utilizar las abstracciones es difícil. ¿Amor? Clay muestra su imagen, de pie junto a una mujer de su raza. Abrazándola. Tocándole los pechos. Ahora están en la cama, copulando. Clay describe claramente la unión de los órganos. Subraya rasgos como vello corporal, olores, imperfecciones. Manteniendo la cópula de la copulante pareja, Clay crea una imagen adyacente de él mismo encima de Hanmer hembra, realizando el mismo rito. Luego se ve él mismo metiendo el brazo en la jaula y dejando que el tentáculo se enrolle en su muñeca. Capisce? Y ahora hay que mostrar confianza. ¿Gato y gatitos? ¿Niño y gatitos? ¿Esferoide sin jaula, abrazando a esferoide? Una repentina respuesta de angustia. Cambio de tonalidad: el color del ébano. Clay corrige la imagen y devuelve a los esferoides a sus jaulas. Indicios de alivio. Perfecto. Y ahora, ¿cómo transmitir soledad? Un hombre desnudo en extensos campos de extrañas flores. Fugaces sueños del hogar. Escena de una ciudad del siglo veinte: un lugar agitado, atestado, pero amado.

—Estamos comunicándonos —dice Clay—. Estamos consiguiéndolo.

La larga noche acaba. Con el azul celeste del amanecer, Clay ve toda una flora que no estaba allí con la puesta del soclass="underline" espigados árboles con ramas rojas, retorcidas espirales de pegajosas y vibrantes enredaderas, enormes flores de diámetro dos veces mayor que un bote de remos en cuyo interior oscilan y fluctúan borlillas que recuerdan matillos, esparciendo polen de diamantinas facetas. Hanmer ha vuelto. Se sienta con las piernas cruzadas al otro lado de la roca de Clay.