—Tenemos un compañero —dice Clay—. No sé si el flujo del tiempo lo atrapó o si yo lo arrastré hasta aquí. Estuve haciendo experimentos dentro de mi cabeza. Pero de todas formas él está…
¿Muerto?
El esferoide es un arrugado pellejo pegado a un lado de la jaula. Un goteo de iridiscente fluido ha teñido tres barrotes. Clay no consigue excitar la ya familiar imaginación del esferoide. Se aproxima a la jaula, introduce cautelosamente dos dedos y no recibe sacudida alguna.
—¿Qué ha pasado? —pregunta.
—La vida se va —dice Hanmer—. La vida vuelve. Lo llevaremos con nosotros. Vamos.
Caminan alejándose a la salida del sol. Sin tocarla, Hanmer empuja la jaula ante los dos. Ahora cruzan un bosquecillo de elevados árboles amarillos de cuadradas copas cuyas hojas rojas, suspendidas en espesos racimos, se retuercen como irritadas estrellas de mar.
—¿Habías visto seres como éste anteriormente? —pregunta Clay.
—Varias veces. El flujo nos trae todas las formas.
—He llegado a la conclusión de que también es una forma primitiva. Próxima a mi época, de hecho.
—Podrías tener razón —dice Hanmer.
—¿Por qué ha muerto?
—La vida se le ha escapado.
Clay va acostumbrándose a la forma de responder de Hanmer. Al poco tiempo se detienen en un estanque de fluido azul oscuro en el que nadan solemnemente doradas medallas.
—Bebe —sugiere Hanmer.
Clay se arrodilla junto al borde. Con la mano ahuecada coge un receloso puñado. Picante al gusto. El líquido le llena de viva y enorme tristeza, de un conocimiento de oportunidades perdidas y rutas no aprovechadas que en el primer instante amenaza abrumarle. Clay ve todas las posibles opciones que se presentan en cualquier momento, la infinidad de oscuras y confusas carreteras señaladas por ininteligibles letreros, y se ve volando por todos esos caminos al mismo tiempo, mareado, sumamente dilatado. La sensación concluye. O mejor dicho, la sensación se refina, adopta un carácter más preciso, y Clay comprende que posee el don de un nuevo medio de percepción, que él ha usado metafóricamente y no espacialmente. Clay bebe otra vez. La percepción se hace más profunda e intensa. Clay recibe vacilantes imágenes: once reptiles nocturnos que duermen en un somero túnel justo detrás de él, sangre que vibra como chispas en el interior del compacto cuerpo de Hanmer, la nebulosa amorfia de la putrefacta carne del esferoide, las frágiles entrañas de crustáceo de las doradas medallas que nadan. Bebe por tercera vez. Ahora ve la esencia de las cosas con más precisión todavía. Su zona de percepción se ha transformado en una esfera cinco veces mayor que su altura, con su cerebro en el centro. Examina la estructura del suelo: una capa de negro gredo sobre una capa de rosada tierra sobre una capa de embarullados guijarros sobre una capa de resbaladizos y ladeados bloques de granito. Clay mide las dimensiones del estanque y repara en la curva del suelo, matemáticamente perfecta. Calcula la tensión ambiental causada por el paso simultáneo de un trío de seres parecidos a pequeños murciélagos en lo alto y el crecimiento de seis células en las raíces de un árbol próximo. Clay bebe de nuevo.
—Aquí es muy fácil ser dios —dice a Hanmer, y observa el rebote de los tonos de su voz en la superficie del estanque.
Hanmer se echa a reír. Continúan andando.
4
Los nuevos sentidos de Clay se debilitan antes del mediodía. Queda un vago residuo; todavía puede ver un breve trecho del interior del suelo, y percibe cosas que suceden detrás de su cabeza.
Pero sólo nebulosamente. En este mundo las cosas son muy pasajeras. Clay espera encontrar otro estanque, o que regrese Hanmer hembra, o que acabe el tiempo de muerte del esferoide.
Por delante hay ahora un anfiteatro naturaclass="underline" un amplio y hondo hueco limitado en un extremo por un puñado de negros pedrones con líquenes azules incrustados. Cinco miembros de la raza de Hanmer están sentados cerca de las piedras. Tres hembras, dos varones.
—Haremos la Abertura de la Tierra —dice Hanmer—. Es el momento adecuado.
El día se ha vuelto bastante caluroso; si llevara ropa, Clay desearía quitársela. El perezoso sol pende cerca del horizonte, y gruesos rayos de energía se deslizan irregularmente por la pendiente del anfiteatro. Hanmer no hace presentaciones, los otros cinco parecen conocer ya a Clay. Todos se levantan y le dan la bienvenida con soñolientas sonrisas y apagados estallidos de canto. Clay tiene dificultades para distinguir uno de otro, incluso para distinguir a Hanmer de los otros dos varones. Una hembra se desliza hacia él.
—Soy Ninameen —le dice—. ¿Estarás alegre aquí? ¿Has venido para la Abertura de la Tierra? ¿Fue penoso despertar? ¿Te atraigo?
Ella posee una voz de cadencia regular, aguda y aflautada, y adopta posturas que Clay considera japonesas. Parece más delicada y vulnerable que Hanmer hembra. Los residuos de sus aumentadas percepciones muestran a Clay la sensualidad que palpita en el interior de Ninameen: minúsculos grifos transparentes están vertiendo doradas hormonas que fluyen hacia los lomos de la hembra. Tanta asequibilidad aturde a Clay. De pronto se avergüenza de su desnudez, del largo órgano que pende entre sus muslos. Envidia a los hombres de la especie de Hanmer, ellos tienen el sexo tapado. Ninameen se vuelve y corre hacia las rocas, mira hacia atrás una vez para comprobar si él la sigue. Clay permanece inmóvil. Hanmer, o alguien que él toma por Hanmer, ha elegido una hembra y está tumbado junto a ella en un hoyo de baja y esponjosa hierba. La tercera hembra y los otros dos varones han iniciado un remilgado baile, con muchas risas y frecuentes abrazos. Ninameen, tras trepar a una roca, lanza fragmentos de liquen a Clay. Éste corre tras ella.
Ninameen es increíblemente ágil. Clay vislumbra el esbelto cuerpo verde y oro siempre por delante de él mientras avanza torpemente por las negras rocas. Jadea, suda, tose de fatiga. Igual que un sátiro, Clay corre con el miembro erecto. Ella le espía desde inesperadas grietas. Un pequeño pecho que aparece por aquí, una lisa nalga por allá. Perseguida de este modo, Ninameen parece humana casi por entero, aunque hay recordatorios del abismo que separa las dos especies cuando Clay se detiene a considerar la llanura de la cara, los ojos escarlatas, los numerosos y alargados dedos de las manos. Clay sabe, por los vislumbres anteriores al nuevo embotamiento de sus percepciones, que la anatomía interna de Ninameen es monstruosamente extraña, una serie de ordenados compartimentos rectangulares unidos por estrechos canales anacarados. No hay más parecido con la maquinaria interna de Clay que entre ésta y la de una langosta. Pero él desea a Ninameen. Será suya pese a todo.
Clay llega a la cima del mayor pedrón. ¿Dónde está ella? Mira alrededor, no ve a nadie. La parte alta de la roca está ahuecada, forma un somero cráter; el agua de lluvia lo ha llenado y en la superficie flotan negros filamentos que se agitan y emiten zumbidos. Clay examina el agua, pensando que la hembra se ha sumergido para ocultarse, pero ve únicamente su propia imagen; que no se refleja en la superficie del agua sino en las profundidades de obsidiana. Clay está tenso e incómodo, parece un neandertaloide que arde de lujuria.
—¿Ninameen? —llama. El sonido de su voz levanta burbujas en el agua y el reflejo desaparece.
Ninameen se ríe tontamente. Clay la encuentra suspendida tres metros por encima de su cabeza, apoyada en el aire boca abajo, cómodamente, con brazos y piernas extendidos. Clay puede percibir los ríos de algo que no es sangre fluyendo por venas que no son tales, y nota la brisa creada por la levitación de Ninameen al frustrar la gravedad.