– Madre mía, ¿qué te ha pasado? -le preguntó Louise mirando a Elinor-. Pero si antes vestías como una abuela.
Elinor hizo una mueca de disgusto ante aquella crítica. Suponía que nunca había querido seguir la moda porque su padre siempre la había regañado cuando se le había ocurrido ponerse algo que marcara mínimamente sus curvas o que dejara al descubierto las rodillas.
Ernest Tempest era un catedrático de universidad y un esnob intelectual y pedante que siempre se había mostrado despiadadamente crítico con su única hija. Elinor había tenido que irse de casa para poder vivir su vida, pero, para ser sincera consigo misma, no se habría comprado aquel vestido si no hubiera sido porque la dependienta le había insistido mucho.
Elinor recordó el reflejo que le había devuelto el espejo unas horas antes. Se trataba de un vestido que marcaba su figura y dejaba al descubierto sus piernas bien torneadas. Elinor se llevó la mano al escote ante la mirada crítica de su amiga.
– Me encantó y me lo compré.
Louise puso los ojos en blanco.
– Claro, como ahora debes de ganar una fortuna… ¿Qué tal se vive con los reyes? ¿Ya tienes cuenta en Suiza?
– Claro que no -contestó Elinor-. En cualquier caso, me gano hasta el último centavo. Trabajo muchísimo.
– ¡Sí, ya! ¡Pero si sólo tienes que cuidar de una niña y va a la guardería! -protestó Louise poniéndole a Elinor una copa en la mano-. ¡Anda, bebe! ¡No seas aguafiestas, que cumples veintiún años!
Elinor probó el brebaje dulzón, que no le gustó nada. No quería que Louise, que tenía un genio endemoniado, se enfadara con ella y sabía que la gente que no bebía no le gustaba y no paraba hasta que conseguía que bebiera.
Se habían conocido haciendo la formación de cuidadoras infantiles y habían seguido siendo amigas después, pero Elinor era consciente de que su amiga estaba picajosa y sabía que era porque a Louise le había costado meses encontrar un trabajo decente y tenía celos de que ella hubiera tenido más suerte.
– ¿Qué tal el trabajo? -le preguntó Louise de repente.
– El príncipe y su mujer viajan mucho. A veces se van al extranjero o pasan los fines de semana en Londres, así que yo me tengo que quedar con Zahrah y apenas tengo tiempo libre. A veces, me siento más su madre que su niñera. Incluso voy yo a las cosas del colegio…
– ¡Algo tendría que tener de malo ese trabajo tan bueno! -le espetó Louise.
– En esta vida, nada es perfecto -contestó Elinor, encogiéndose de hombros-. Los demás miembros del servicio son de Quaram y sólo hablan su idioma, así que me siento un poco sola. ¿Nos vamos? Nos está esperando el coche.
Cuando el príncipe Murad se había enterado de que era su cumpleaños, había insistido en regalarle entradas para la discoteca más de moda de Londres y había puesto una limusina con chófer a su disposición para que pudiera volver a Woodrow Court a la hora que le diera la gana.
– Sólo se cumplen veintiún años una vez en la vida. Disfruta y pásatelo bien -le había dicho el padre de Zahrah-. El tiempo pasa muy rápido. Recuerdo que, cuando yo cumplí tu edad, mi padre me llevó a cazar con halcón al desierto y me instruyó sobre lo que no debía olvidar jamás cuando fuera rey. Nunca pensé que treinta años después todavía seguiría esperando -había añadido con amargura-. Por supuesto, si mi padre así lo cree conveniente, tendrá sus razones, pues es un hombre de gran sabiduría.
Elinor tenía al príncipe por un hombre benevolente que creía en el amor, en la confianza y en la lealtad. Desde que había perdido a su madre con diez años, Elinor había carecido de todo aquello y todavía lo echaba de menos. ¡Ojalá su padre hubiera sido la mitad de benevolente que el príncipe!
Mientras Louise gritaba de júbilo al ver la limusina, Elinor pensaba en el poco interés que su padre había mostrado siempre en ella. Por mucho que se había esforzado y había estudiado, sus notas nunca le habían parecido lo suficientemente buenas. Y nunca había dudado en hacérselo saber y en decirle lo estúpida que era y lo avergonzado que se sentía de ella. Su decisión de trabajar como cuidadora infantil lo había sacado de sus casillas.
– ¡No vas a ser más que una sirvienta!
La crueldad de su padre la había marcado profundamente. Elinor había pasado años sinceramente oscuros y tristes. Se sentía como si no tuviera familia. Sobre todo, porque su padre se había vuelto a casar y ni siquiera la había invitado a la boda.
– Hace poco he leído un artículo sobre el príncipe Murad en una revista -comentó Louise-. Por lo visto, le gustan mucho las mujeres y ha tenido muchas relaciones. ¡Ya puedes tener cuidado con él!
Elinor frunció el ceño.
– Conmigo no tiene esa actitud en absoluto. Se muestra, más bien… paternal.
– No seas ingenua. A todos los hombres mayores les gustamos las jovencitas -protestó Louise-. Y como le recuerdes a tu madre…
– No creo porque ella era menuda, rubia y con los ojos azules -contestó Elinor.
– Ya… ¿y si no fue por eso por qué te dio el trabajo sin conocerte de nada?
– No fue tan fácil -se defendió Elinor-. Es cierto que me recomendó, pero tuve que pasar el mismo proceso de selección que las demás. Me dijo que quería ayudarme porque en el pasado mi madre significó mucho para él. No olvides que su mujer sólo habla árabe y francés y yo hablo francés, así que eso jugó a mi favor. Estoy de acuerdo en que tuve mucha suerte de que me dieran este trabajo, pero todo fue limpio, no hubo nada turbio en ello.
– ¿Y te acostarías con él si te lo pidiera?
– ¡Claro que no! ¡Por Dios, pero si podría ser mi padre! -exclamó Elinor.
– Si te lo propusiera su hermano, el príncipe Jasim, a lo mejor te haría más gracia -insistió Louise-. Había una foto suya en el mismo artículo y es para caerse de espaldas. Es altísimo y muy guapo.
– ¿De verdad? No lo conozco -contestó Elinor mirando por la ventana.
Las insinuaciones de la que se suponía su amiga le estaban molestando mucho. ¿Por qué había gente tan malpensada? Si hubiera detectado la más mínima insinuación sexual por parte del príncipe Murad, jamás habría aceptado el trabajo. Sobre todo, porque en otro trabajo había sufrido acoso por parte de su jefe y le había resultado espantoso.
– Es una pena que el hermano que será rey algún día sea bajito, calvo y gordo -comentó Louise con desprecio-. Claro que eso a algunas no les importaría…
– Para mí el hecho de que esté casado sería más que suficiente -contestó Elinor muy seria.
– No debe de ser feliz en su matrimonio porque después de tantos años sólo tienen una hija… -insistió Louise-. Me sorprende que no se haya divorciado de su mujer por no haberle dado un heredero varón.
– Ya hay heredero -contestó Elinor-. El hermano pequeño del príncipe.
– Entonces deberías ir mejor a por ése -comentó Louise-, pero llevas tres meses en este trabajo y todavía no lo has conocido y eso que vives en su casa y con su familia. No lo estás haciendo demasiado bien, la verdad.
Elinor ni se molestó en comentar que a su madre no le había ido nada bien enamorarse de un príncipe árabe. Rose había conocido a Murad en la universidad y se habían enamorado perdidamente. Elinor seguía teniendo el anillo de compromiso que Murad le había entregado a su madre. Sin embargo, el compromiso no había durado porque a Murad lo habían amenazado con desheredarlo y exiliarlo si se casaba con una extranjera. Él había terminado volviendo a Quaram para cumplir con sus responsabilidades y ella había terminado casándose con Ernest Tempest. Por supuesto, aquel matrimonio había sido nefasto.
– Tampoco estás viajando nada -comentó Louise-. A mí, por lo menos, me han llevado a Chipre diez días.
– No te creas que me emociona viajar -mintió Elinor, a quien los comentarios malintencionados de Louise estaban molestando sobremanera.