El polaco y Semiónov volvieron a mirarse. Tyklinski sonrió y dijo con la mayor delicadeza posible:
—No querrá usted afirmar, señor Rolling, que el ingeniero Garin tenga un doble en cada ciudad…
Rolling sacudió obstinado la cabeza. Zoya Monroz, los brazos abrigados en unas pieles de armiño, miraba indiferente por la ventana.
Semiónov dijo:
—Tyklinski conoce demasiado bien a Garin y no puede equivocarse. Lo importante ahora, Rolling, es aclarar otro punto. ¿Deja usted el asunto en manos nuestras, para que un buen día nos presentemos en el bulevar Malesherbes con el aparato y los diseños, o prefiere trabajar con nosotros?
—¡De ningún modo! —exclamó inesperadamente Zoya, sin apartar los ojos de la ventana—. A mister Rolling le interesan sobremanera los experimentos del ingeniero Garin, mister Rolling desearía adquirir la patente del invento, mister Rolling trabaja siempre sin transponer el marco de la ley; si mister Rolling creyera una sola palabra de lo que ha contado Tyklinski, telefonearía sin dilación, como es natural, al prefecto de policía, poniendo en manos de las autoridades a tan peligroso canalla y criminal. Pero como mister Rolling comprende perfectamente que Tyklinski ha inventado toda esa historia para sacarle más dinero, le permite, bondadosamente, que siga prestándole pequeños servicios.
Rolling sonrió por primera vez desde que se habían sentado a almorzar, sacó del bolsillo un mondadientes de oro y se hurgó con él en la boca. En las grandes entradas que remataban la congestionada frente de Tyklinski aparecieron unas gotitas de sudor; las mejillas del polaco pendieron fláccidas. Rolling dijo:
—La misión de ustedes es proporcionarme datos exactos y minuciosos, conforme a unos puntos que les serán comunicados hoy a las tres en el bulevar Malesherbes. Lo que se requiere de ustedes es que trabajen como decentes detectives, y nada más. Ni un solo paso, ni una sola palabra sin orden mía.
22
El blanco tren del ferrocarril subterráneo Norte-Sur, radiantes sus enormes ventanillas de cristal, se deslizaba con sordo traqueteo por las oscuras entrañas de París. Por los sinuosos túneles corrían en dirección contraria las telarañas de cables, los nichos en la pared de cemento, contra la que se apretaba de vez en cuando un obrero iluminado por brillantes luces en raudo vuelo, y unas letras amarillas sobre fondo negro: “Dubonnet, Dubonnet, Dubonnet”, repugnante bebida que los anuncios imponían, machacones, a los buenos Parisienses.
Una breve parada. Una estación inundada de luz subterránea. Los coloridos cuadrados de los anuncios: “Jabón Maravilla”, “Tirantes Titán”, “Betún Cabeza de León”, “Neumáticos”, “Tacones de gorra Diablo Rojo”, se venden, baratos, en los grandes almacenes “Louvre”, “La hermosa florista” y “Galerías Lafayette”.
Apretujándose se acerca al tren una bulliciosa y riente multitud de mujeres bonitas, modistillas, botones, extranjeros, jóvenes con apretadas chaquetas, obreros de sudadas camisas ceñidas con fajas de tela roja. Las puertas de cristal se abren instantáneamente: “¡O-o-oh!”, y un torbellino de sombreros, ojos desorbitados, bocas abiertas y caras rojas, unas alegres y otras enojadas, penetra en los vagones. Los empleados del tren subterráneo, con sus chaquetillas color ladrillo, se agarran a los pasamanos y empujan con el vientre al público para embutirlo en los vagones. Las puertas se cierran ruidosas, suena un seco y corto silbido. El tren, como una serpiente de fuego, penetra en el negro túnel subterráneo.
Semiónov y Tyklinski ocupaban uno de los asientos laterales e iban sentados de espaldas a la puerta del vagón. El polaco no podía contener su indignación.
—Pido a su merced que me crea —decía—; si no he armado un escándalo ha sido por dignidad… ¡Cien veces he estado a punto de estallar! ¡Maldita la falta que me hace a mí almorzar con un multimillonario! ¡Me cisco yo en esos almuerzos! …Puedo comer por mi cuenta en el “Laperouse” sin escuchar insultos de una mujer de la calle… ¡Mira que ofrecerle a Tyklinski el papel de sabueso…! ¡Hija de perra, so puta!
—No lo tome así, amigo Stas, usted no conoce a Zoya, es una buena mujer, una excelente camarada. En fin, si ha estado un poco impertinente…
—Por lo visto, pani Zoya está acostumbrada a tratar con canallas, con sus emigrantes… Pero yo soy polaco, téngalo en cuenta el señor —Tyklinski hinchó las mejillas, adelantando con aire terrible el bigote—, y no permitiré que me hablen en ese tono…
—Bueno, hombre —le dijo Semiónov tras una breve pausa—, ahora que ya te has desahogado, escucha con atención: nos ofrecen, Stas, una buena suma y, si se mira bien, en cambio no nos piden nada. Es un trabajo sin riesgos y hasta agradable: ir por las tabernas y los cafés… Yo, por ejemplo, estoy muy satisfecho de la conversación que hemos tenido hoy… Tú dices: sabuesos… ¡Tonterías! Yo te digo que nos han propuesto desempeñar el noble papel de agentes de contraespionaje.
Junto a la puerta, tras el asiento que ocupaban Tyklinski y Semiónov, se encontraba, acodado en la barra metálica, el hombre que, hablando con Shelgá en la Avenida de los Sindicatos, había dicho llamarse Piankov-Pitkiévich. Llevaba subido el cuello del abrigo, ocultando la parte inferior de su rostro, y el sombrero, calado hasta los ojos. Con aire negligente y perezoso, rozándose los labios con el puño del bastón, no se perdió una palabra de las pronunciadas por Semiónov y Tyklinski, se apartó cortés cuando ambos se levantaron presurosos y se apeó del vagón dos estaciones más allá, en Montmartre. En la estafeta de correos más cercana expidió el telegrama siguiente:
“Leningrado. Investigación criminal. Shelgá. Cuatro dedos aquí. Acontecimientos giro peligroso”.
23
Después de abandonar la estafeta de correos, el hombre salió al bulevar Clichy, siguiendo por la acera que quedaba a la sombra.
Allí, por cada puerta, por las ventanas de las bodegas y de debajo de los rayados toldos extendidos sobre los veladores y las sillas de mimbre dispuestos en las anchas aceras, salía ese agrio olor de los cabarets nocturnos. Camareros con cortos smokings y blancos delantales, de rostro abotargado y abrillantinada cabellera, echaban serrín húmedo en los pisos de azulejos y en las aceras, entre los veladores, ponían flores frescas en los búcaros y daban vueltas a los manubrios de bronce, levantando los toldos.
De día, el bulevar Clichy parecía sin brillo, como las decoraciones después de un baile de carnaval. Las casas, altas, feas y viejas, eran casi todas restaurantes, cabarets, cafés, tiendas de bisutería para las mujeres públicas y hoteles nocturnos. Las carteleras, las desconchadas aspas del famoso “Moulin Rouge”, los anuncios del cine en las aceras, las dos filas de anémicos árboles en medio del bulevar, los urinarios con las paredes acribilladas de palabras indecentes, el empedrado, por el que pasaban ruidosos los siglos, las filas de barracas de ferias y los carrouseles, tapados con lonas; todo esto cobraba vida por la noche, cuando los ociosos y los juerguistas llegaban de las barriadas del París burgués.
Por la noche se encendían las luces, se agitaban los camareros, silbaban y giraban los carrouseles; en cerdos de oro, en toros de dorados cuernos, en barcas, en cazuelas y en pucheros, al son de orquestriones a vapor, muchachas con la falda por la rodilla, asombrados burgueses, ladrones con suntuosos bigotazos, japoneses con sonrisa de careta, golfillos, pederastas y sombríos emigrados rusos, que esperaban la caída de los bolcheviques, daban vueltas y más vueltas, reflejándose en miles de espejos.