De noche giraban las aspas de fuego del “Moulin Rouge”. Por las fachadas de las casas corrían quebradas e ígneas flechas. Se encendían los rótulos luminosos de famosos cabarets, y por las abiertas ventanas salía al caluroso bulevar el estrépito salvaje, el batir de tambores y los aullidos de los jazz-band.
Entre le gentío sonaban silbatos de cartón y carracas. Del subsuelo salían sin cesar nuevas muchedumbres, vomitadas por el Metropolitano y el ferrocarril subterráneo Norte-Sur. Aquello era Montmartre, el lugar más frívolo del mundo, que toda la noche espléndida con sus alegres luces sobre París. Había allí dónde gastar el dinero, dónde pasar una nochecita de jarana con reidoras jovencitas.
El alegre Montmartre era el bulevar Clichy, y dos plazas circulares —la de Pigalle y la plaza Blanca— donde reinaba un jolgorio absoluto. A la izquierda de la plaza de Pigalle se extendía el anchuroso y apacible bulevar des Batignolles. A la derecha de la plaza Blanca empezaba el arrabal de Saint-Antoine. Allí vivían los obreros y los pobres de París. Desde allí, desde el bulevar des Batignolles, desde las alturas de Montmartre y Saint-Antoine habían bajado más de una vez los obreros en armas para dominar París. Cuatro veces los habían hecho replegarse a aquellas alturas a cañonazo limpio. La ciudad baja, que se extendía a orillas del Sena, con sus bancos, oficinas, lujosos comercios, hoteles para los millonarios y cuarteles para treinta mil policías, había pasado a la ofensiva cuatro veces, y en el corazón de la ciudad obrera, en aquellas alturas, había dejado impreso, con las vivas luces de los tugurios que el mundo entero conocía, el sello sexual de la ciudad baja: la plaza de Pigalle, el bulevar Clichy y la plaza Blanca.
24
Al llegar a la mitad del bulevar, el hombre del abrigo de paño torció hacia una estrecha calle lateral que llevaba, con sus desgastados peldaños, a lo alto de Montmartre, miró atentamente en torno y entró en una oscura taberna frecuentada por prostitutas, choferes, hambrientos poetastros que componían cuplets y otros fracasados que llevaban, siguiendo la vieja costumbre, anchos pantalones y sombreros de grandes alas.
El hombre pidió un periódico y una copa de oporto y se puso a leer. Tras el mostrador, revestido de cinc, el dueño de la taberna, un bigotudo francés de rostro muy encarnado y ciento diez kilos de peso, descubiertos hasta el codo sus peludos brazos, enjuagaba unos vasos y hablaba sin parar mientes en si el parroquiano aquel deseaba o no escucharle.
—Diga usted lo que diga, Rusia nos ha traído muchos quebraderos de cabeza, (el dueño sabía que el parroquiano era ruso y se llamaba monsieur Pierre). Los emigrados rusos ya no nos proporcionan ganancias. Se les han acabado los cuartos, oh, la, la. Pero aún somos bastante ricos y podemos permitirnos el lujo de dar albergue a unos miles de infelices. (Estaba el hombre seguro de que el parroquiano hacía en Montmartre negocios de poca monta.) Sin embargo, a todo le llega su fin. Los emigrados tendrán que volver a casa. Sí, por más pena que dé. Haremos que se reconcilien ustedes con su inmensa patria, reconoceremos los Soviets, y París tornará a ser el buen viejo París de antes. Debo decirle que estoy harto de la guerra. Esta indigestión dura ya diez años. Los Soviets expresan el deseo de pagar a los pequeños propietarios de valores rusos. Sí, eso es muy inteligente, ¡Vivan los Soviets! No aplican mal su política. Los Soviets bolchevizan a Alemania. ¡Magnífico! Lo aplaudo. Alemania se hará soviética y se desarmará ella misma. A nosotros no nos dolerá el estómago al pensar en su industria química. Los tontos del barrio me creen bolchevique. ¡Oh, la, la…! Yo no soy tonto. A nosotros no puede asustarnos la bolchevización. Cuente usted los buenos burgueses que hay en París y los obreros. ¿Comprende? Los burgueses podemos defender nuestros ahorros. Yo contemplo tranquilamente a nuestros obreros cuando gritan “¡Viva Lenin!” y agitan banderas rojas. El obrero es como un barril de vino en fermentación, que no se puede tener cerrado. Déjales que griten “¡Vivan los Soviets!” Yo mismo gritaba eso la semana pasada. Tengo ocho mil francos en papel de la deuda ruso. Sí, deben ustedes hacer las paces con su gobierno. Ya está bien de tonterías. El franco baja. Los malditos especuladores, esos piojos que se comen a cada nación en la que empieza a bajar la moneda, esa tribu de hijos de la inflación de nuevo se ha trasladado de Alemania a París.
En la taberna entró rápidamente un hombre delgado y de cabellera rubia, que vestía una bata blanca, y dijo al parroquiano enfrascado en la lectura del periódico:
—Muy buenas, Garin, puedes felicitarme… He dado con ello…
Garin se levantó impetuoso y le estrechó con fuerza ambas manos:
—Víctor…
—Sí, sí. Estoy contentísimo… Insisto en que saquemos la patente.
—De ningún modo… Vamos.
Salieron de la taberna, echaron calle arriba, torcieron a la derecha y caminaron largo tiempo por delante de las sucias casas del arrabal de pequeñas fábricas y talleres artesanos y de solares, cercados con hilo espino, donde había pobres ropas puestas a secar en cuerdas.
El día tocaba a su fin. En dirección contraria pasaban grupos de cansados obreros. Parecía que allí, en las colinas, vivía gente de otra raza, pues sus rostros, magros y de facciones enérgicas, como tallados en piedra, eran muy distintos. Hubiérase dicho que la nación francesa, para salvarse de la obesidad, la sífilis y la degeneración, se había refugiado en las alturas que dominaban París y esperaba tranquila y grave la hora de limpiar de escoria la ciudad baja para que el pequeño bajel de Lutecia pudiera poner rumbo al soleado océano.
—Aquí —dijo Víctor, abriendo con un llavín la puerta de un bajo edificio de ladrillo.
25
Garin y Víctor Lenoire se acercaron a un pequeño hornillo. Al lado, en una mesa, veíanse unas filas de pequeñas pirámides. Sobre el hornillo había, de canto, un grueso anillo de bronce con doce pequeñas cazoletas de porcelana dispuestas en círculo. Lenoire encendió una vela y, con una extraña sonrisa en los labios, miró a Garin.
—Nos conocemos ya, Piotr Petróvich, desde hace unos quince años, ¿no es así? Hemos pasado juntos no pocos apuros. Ha podido usted convencerse de que soy un hombre honrado. Cuando escapé de la Rusia soviética, me ayudó usted… De ello deduzco que me aprecia. Dígame, ¿por qué diablos me oculta el aparato? Sé que sin mí, sin las pirámides, no puede usted hacer nada… Pongámonos de acuerdo como buenos amigos…
Examinando atentamente el anillo de bronce con las cazoletas de porcelana, Garin preguntó:
—¿Quiere que le descubra mi secreto?
—Sí.
—¿Quiere participar en mi empresa?
—Sí.
—Si es necesario, y creo que en el futuro lo será, deberá usted estar dispuesto a todo, con tal de vencer…
Sin quitar ojo a Garin, Lenoire se sentó en el borde del hornillo, temblantes las comisuras de los labios, y dijo con voz firme:
—Sí, de acuerdo.
Lenoire sacó un trapo del bolsillo de la bata y se enjugó la frente.
—No le hago a usted fuerza, Piotr Petróvich. Si he sacado la conversación se debe a que, por más extraño que parezca, es usted para mí la persona más cercana… Cuando estudiaba yo el primer curso, estaba usted en el segundo. Desde entonces, ¿como decirlo?, siempre me he inclinado ante usted… Es un hombre de gran talento… de brillante talento… Posee una audacia terrible… Su intelecto es analítico, temerario, de una fuerza terrible. Es usted un hombre que da miedo. Es usted muy duro, Piotr Petróvich, y, como todos los grandes talentos, es muy seco. Me pregunta si estoy dispuesto a todo para trabajar con usted… Naturalmente, claro está… ¿Qué duda puede caber? No tengo nada que perder. Sin usted, me espera un trabajo gris, una vida gris hasta el fin de mis días. Con usted, una vida radiante o el hundimiento… Pregunta si estoy dispuesto a cualquier cosa… Tiene gracia… ¿Qué quiere decir “a cualquier cosa”? ¿A robar, a matar…?