—De Siberia. Del Alto Amur.
—¿Hace tiempo que has llegado de allí?
—Llegué ayer.
—¿Cómo?
—Unas veces a pie, otras oculto bajo los vagones.
—¿Y qué te ha traído a Leningrado?
—Eso es cosa mía —respondió el chico, y volvió la cabeza—. Si he venido, es porque tenía que venir.
—Dímelo, no voy a hacerte nada malo.
El chico dio la callada por respuesta y, poco a poco, escondió de nuevo la cabeza en el chaquetón. Aquella noche, Tarashkin no logró sacarle nada.
27
El fino bote de caoba, elegante como un violín, apenas si se movía en el espejo del río. Las palas de los remos se deslizaban de plano sobre el agua. Shelgá y Tarashkin, con pantalones blancos, desnudos de cintura arriba, las espaldas y los hombros pelados por el sol, permanecían inmóviles, las rodillas levantadas.
El timonel, un muchacho de aspecto serio, que llevaba gorra de marino y una bufanda anudada al cuello, consultaba su cronómetro.
—Hoy tendremos tormenta —observó Shelgá.
En el río hacía calor, y en los opulentos bosques de la orilla no se movía ni una hoja. Los árboles parecían exageradamente estirados. El cielo estaba tan saturado de sol, que su luz azulenca y cristalina parecía precipitarse en montones de cristales. Los ojos dolían, las sienes martilleaban.
—¡Remos, al agua! —mandó el timonel.
Los remeros se inclinaron a una hacia sus abiertas rodillas y, hundiendo los remos en el agua, se inclinaron hacia atrás, casi se tendieron y, estirando las piernas, se desplazaron sobre sus asientos movibles.
—¡Uno, dos…!
Los remos se combaron y el bote, como si fuera una navaja de afeitar, cortó la superficie del río.
—¡Uno, dos, uno, dos, uno, dos! —mandaba el timonel. Acompasada y rápidamente, de acuerdo con los latidos del corazón, con la respiración, se doblaban sobre sus rodillas los cuerpos de los remeros para enderezarse luego como muelles de acero. Los músculos, en calurosa tensión, trabajaban acompasados, al mismo ritmo a que circulaba la sangre.
El bote volaba por delante de lanchas de paseo, en las que hombres con tirantes sobre las camisas movían torpemente los remos. Shelgá y Tarashkin miraban de frente, a la nariz del timonel. Los ocupantes de las lanchas gritaban al verlos pasar:
—¡Qué diablos…! ¡Cómo arrean!
Salieron al mar. Después, por un instante, quedaron inmóviles sobre el agua. Se enjugaron el sudor. ¡Uno, dos! Regresaron pasando por delante del Yate Club, donde en el cristalino y caliginoso aire pendían como muertas las enormes velas de los balandros de los sindicatos leningradenses. En la terraza del Yate Club tocaba una orquesta. Los coloridos indicadores y los banderines que se extendían a lo largo de la orilla guardaban una inmovilidad absoluta. Hombres de piel chocolate se lanzaban de las barcas a las aguas del río, levantando surtidores de espuma.
Deslizándose entre los bañistas, el bote llegó al Nievka, cruzó rápido por debajo del puente, casi rozó durante unos segundos el timón de un outrigger de cuatro remos perteneciente al club “Flecha”, lo adelantó luego (el timonel del bote gritó por encima del hombro: “¿Queréis que os remolquemos?”), entró en el Krestovka, río estrecho y de arboladas orillas, donde por la verde sombra de los argentados sauces se movían rápidos, los pañuelos rojos y las desnudas rodillas de los equipos de remo femeninos, y acabó deteniéndose junto al atracadero del club.
Shelgá y Tarashkin saltaron a las tablas, dejaron cuidadosamente en la empinada pasarela los largos remos, se inclinaron sobre el bote y, a una voz del timonel, lo sacaron del agua, lo levantaron en vilo y lo llevaron, por el ancho portón, al interior del tinglado. Después se ducharon. Se frotaron con las toallas basta que su piel adquirió un tinte rosado y, como era de rigor, se tomaron un té con limón. Después de ello les pareció que acababan de nacer en aquel mundo maravilloso que merecía se aplicase por fin todo esfuerzo para organizarlo lo mejor posible.
28
En la terraza al aire libre, situada a la altura del piso (tomaban allí el té), Tarashkin habló a Shelgá del rapazuelo a quien había encontrado el día anterior.
—Es muy listo e inteligente, un encanto.
Inclinándose por encima de la barandilla, Tarashkin gritó:
—Iván, ven aquí.
Inmediatamente se oyó el golpear de unos pies desnudos en los peldaños de la escalera. Iván apareció en la terraza. Se había quitado su desgarrado chaquetón. (Por razones de higiene lo habían quemado en la cocina.) Llevaba el chico unos pantalones de remero y, sobre la piel, un chaleco de paño increíblemente vetusto, atado por todas partes con cordeles.
—Aquí lo tiene —dijo Tarashkin, señalando con el dedo al chico—. No sé ya cómo decirle que se quite el chaleco, pero no quiere por nada del mundo. ¿Cómo vas a lavarte?, le pregunto. Si el chaleco fuera bueno, lo comprendería, pero es un verdadero asco.
—Yo no puedo bañarme —dijo Iván.
—Hay que darte un baño de agua caliente con jabón, estás negro de tanta mugre.
—Yo no puedo bañarme. Hasta aquí puedo —dijo Iván llevándose el dedo al ombligo, y luego, turbado o temeroso, se retiró hacia la puerta.
Tarashkin, rascándose sus broncíneos muslos, en los que las uñas dejaban unas rayas blancas, rezongó:
—Tiene un carácter imposible.
—¿Es que te asusta el agua? —preguntó Shelgá. El chico lo miró sin sonreír, respondiendo:
—No, no me asusta.
—¿Y por qué no quieres bañarte?
El rapazuelo agachó la cabeza, apretando obstinado los labios.
—¿Temes que te roben el chaleco si te lo quitas? —Le preguntó Shelgá.
El chico se encogió de hombros, sonriendo irónico.
—Mira, Iván, si no quieres bañarte, eso es cosa tuya. Pero no podemos consentir que lleves ese chaleco. Toma el mío y póntelo.
Shelgá empezó a desabrocharse el chaleco. Iván retrocedió unos pasos. Sus ojos se movieron azogados. Implorante, miró a Tarashkin sin dejar de moverse, de lado, hacia la abierta puerta encristalada, que daba a la oscura escalera interior.
—¡Eh, amigo, no es así como hemos convenido jugar! —dijo Shelgá levantándose y cerrando la puerta, después de lo cual sacó la llave de la cerradura y se sentó frente a los cristales—. Anda, quítate el chaleco.
El chico miró en torno como una fierecilla acorralada. Hallábase junto a la misma puerta, de espaldas a los cristales, fruncidas las cejas. De pronto, se despojó decidido de sus harapos y los tendió a Shelgá, diciéndole:
—¡Ea, déme su chaleco!
Pero Shelgá miraba con el mayor asombro, no al chico, sino, por encima de éste, los cristales de la puerta.
—¡Déme el chaleco! —repitió enojado Iván—. ¿De qué se ríe? ¿Es que tengo monos en la cara?
—¡Pero qué original eres! —exclamó Shelgá, soltando una carcajada—. Vuélvete de espaldas.
Al oír estas palabras, el chico, como si lo hubieran empujado, dio con la cabeza en los cristales.
—Date la vuelta —insistió Shelgá—, de todos modos veo lo que llevas escrito en la espalda.
Tarashkin se levantó de un salto. El chico, encogiéndose todo él, cruzó veloz la terraza y saltó la barandilla. Tarashkin lo atrapó al vuelo. Iván clavó sus agudos dientecillos en la mano del remero.
—¡No seas tonto! ¡No muerdas!
Tarashkin abrazó con fuerza al rapaz, acariciando su afeitada cabeza.
—Es como una fierecilla, el pobrecito. Tiembla como un ratonzuelo. No tengas miedo, no te haremos nada malo.
El chico quedó inmóvil entre los brazos de Tarashkin —el corazón le latía tumultuoso— y, de pronto, le dijo al oído: