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Gastón sentía grandísimo respeto por Zoya Monroz. Cuando se veían en los restaurantes nocturnos, la sacaba muy correcto a bailar y le besaba la mano, cosa que no hacía con ninguna otra mujer en París. Zoya apenas si saludaba a la famosa Susana Bourget, pero estaba en buenas relaciones con Gastón, que cumplía, de vez en cuando, sus más delicadas comisiones.

Aquella mañana, Zoya había enviado recado a Gastón de que deseaba verle urgentemente en “El Globo”, adonde ella misma acudió con mi sugestivo disfraz de modistilla. Gastón sabía conducirse y, al verla, no hizo más que apretar las mandíbulas.

Bebiendo a pequeños tragos el ácido vino y entornando los ojos para evitar el humo de la pipa, escuchaba con aire sombrío lo que decía Zoya. Al terminar, ella chasqueó los dedos. Gastón objetó:

—Eso es peligroso.

—Gastón, si sale bien, será usted rico mientras viva.

—¿Sabe, señorita?, no hay suma por la que me encargue hoy de robar o de matar a alguien. Los tiempos no están para eso. Hoy los apaches prefieren servir en la policía, y los ladrones profesionales, editar periódicos y dedicarse a la política. Hoy sólo matan y roban los novatos, gente de provincias y chicos a quienes han pegado alguna enfermedad venérea. Además, en seguida se apuntan en la policía. ¿Qué se le va a hacer? Los hombres maduros debemos buscar puertos tranquilos. Si piensa pagarme con dinero, me niego. Otra cosa sería hacerlo por usted. En tal caso, yo arriesgaría la pelleja.

Zoya despidió una fina vedija de humo por entre sus coralinos labios, sonrió tiernamente y descansó su bella mano en la manga de Nariz de Pato.

—Me parece que nos pondremos de acuerdo.

A Gastón se le dilataron las aletas de la nariz y se le movió el bigote. Sus violáceos párpados se cerraron para ocultar el encendido brillo de los saltones ojos.

—¿Quiere usted decir que puedo presentar a Susana la dimisión?

—Sí, Gastón.

Nariz de Pato se dobló sobre la mesa y apretó en su mano la copa.

—¿Y mi bigote olerá a su piel?

—Creo que es inevitable, Gastón.

—Está bien —Gastón volvió a la posición que ocupara antes—. Está bien. Todo se hará como usted lo desee.

32

El almuerzo había terminado. Habían tomado ya café con coñac de cien años. El puro “Corona coronas”, que costaba dos dólares, había sido fumado hasta la mitad sin que la ceniza cayera. Había llegado el crítico momento: ¿A dónde más ir? ¿De qué modo lograr que la diabólica guitarra de los nervios tocara algo alegre?

Rolling pidió el programa de todas las diversiones de París.

—¿Quiere bailar?

—No, —respondió Zoya, cubriendo con una valiosa piel la mitad de su rostro.

—Teatro, teatro, teatro… —leía Rolling.

Todo aquello era aburrido: una comedia de tres actos en la que los actores, muertos de tedio y de asco, ni siquiera se maquillaban; las actrices, vestidas por famosos modistos, miraban a la sala con ojos inexpresivos.

—Revista, revista. Escuche esto: “Olimpia” ciento cincuenta mujeres desnudas, sólo con zapatos, y el prodigio de la técnica: un telón de madera, dividido en cuadros de ajedrez, en los que, cuando se levanta y se baja, hay mujeres en cueros. ¿Vamos?

—Querido amigo, todas esas mocitas de los bulevares son patizambas.

—“Apolo”. Ahí no hemos estado aún. Doscientas mujeres desnudas que sólo llevan… Eso lo dejaremos. “Escalca”. Otra vez mujeres… Además. “Los clowns musicales Pim y Jack, famosos en el mundo entero”.

—De ellos se habla mucho —dijo Zoya—. Vamos.

Ocuparon un palco junto a la escena. Estaban ya representando la revista.

Un joven en continuo movimiento, con impecable frac, y una mujer entrada en años, vestida de rojo, con un sombrero de anchas alas y un cayado de pastor, se permitían inofensivos alfilerazos contra el gobierno y el jefe de policía y se burlaban graciosamente de los ricachones extranjeros, aunque de modo que no se marcharan de París inmediatamente después de la revista y no disuadieran a sus amigos y parientes de que visitasen la alegre Ciudad Luz. Después de charlar de política, el joven de las piernas en continuo movimiento y la dama del cayado exclamaron: “¡Hupa!”. Y salieron a escena unas jóvenes desnudas muy blancas y empolvadas. Representaron en escena la ofensiva de un ejército. En la orquesta sonaron bizarramente cornetas y clarinetes.

—Eso debe de producir impresión a los jóvenes —dijo Rolling.

Zoya respondió:

—Cuando salen tantas mujeres, no produce impresión.

Después bajó el telón para levantarse al poco. Junto a la rampa, ocupando media escena, veíase un piano descomunal. Sonó el tambor del jazz-band y aparecieron Pim y Jack. Pim vestía el grotesco frac de rigor, un chaleco que le llegaba a las rodillas, unos pantalones desmesuradamente anchos y unos zapatos de una vara de largo que escaparon de él apenas hubo salido a escena (Aplausos). Su jeta era la de un tonto bonachón. Jack, todo empolvado con harina, llevaba una caperuza de fieltro en la cabeza y un murciélago de trapo en las posaderas.

Primero hicieron todo lo necesario para que la gente se desternillara de risa. Jack daba mamporrazos a Pim, que dejaba escapar de los pantalones una nube de polvo. Después le dio una puñada en la cabeza, y a Pim le salió un chichón de goma.

Jack dijo: “Escucha, ¿quieres que toque algo en ese piano?” Pim soltó una risotada que parecía un rebuzno y dijo: “Si, toca algo en ese piano”, y se sentó a cierta distancia. Jack aporreó con toda su fuerza las teclas, y la cola del piano se desprendió. Pim de nuevo soltó su espantosa risotada. Jack volvió a golpear las teclas, y uno de los costados del instrumento se desplomó sobre las tablas.

“Eso no tiene importancia”, dijo Jack, y propinó una bofetada a Pim. Este salió despedido a través de toda la escena y dio con sus huesos en el suelo (el tambor hizo: “bon”). Pim se levantó, dijo “No tiene importancia”, escupió al suelo un puñado de dientes, sacó del bolsillo una escobilla y una paleta de las que se usan para recoger las boñigas en la calle y luego se sacudió el polvo. Entonces, Jack golpeó las teclas por tercera vez, el piano se desencuadernó del todo y bajo él apareció un auténtico piano de cola. Echándose su caperuza de fieltro sobre la nariz, Jack tocó con exquisito arte y gran inspiración “Campanela”, de Liszt.

Zoya Monroz sintió frío en los brazos. Volviéndose hacia Rolling, musitó:

—Es un gran artista.

—Eso no tiene importancia —dijo Pim, cuando Jack hubo acabado de tocar—. Ahora escúchame tú a mí.

Pim sacó de sus bolsillos unos pantalones de señora, un zapato viejo, una lavativa, un gatito vivo (aplausos) y, por último, un violín. Luego, volviendo hacia el público su cara de tonto bonachón, tocó un inmortal estudio de Paganini.

Zoya se levantó, con un refulgir de brillantes, y abrigó su cuello con un boa de marta cebellina.

—Vámonos, siento asco. Desgraciadamente, yo misma he sido artista.

—¿A dónde podríamos ir, pequeña? Son las diez y media.

—Vamos a beber.

33