Después de perder el “peón”, Shelgá hizo una buena jugada. Del chalet corrió en el coche de la milicia al “Yate Club”, despertó al marinero de guardia, un hombre de alborotada cabellera y bronca voz, y le preguntó de buenas a primeras:
—¿Qué viento hace?
El marinero, naturalmente, respondió sin titubear:
—Sudoeste.
—¿Qué tal está la mar?
—Picada.
—¿Garantiza usted que todos los balandros están aquí?
—Lo garantizo.
—¿Quién cuida de ellos?
—Petia, el guardián.
—Permítame examinar el atracadero.
—A sus órdenes —respondió el marino, que, adormilado, no acertaba con las mangas del chaquetón.
—Petia —gritó el hombre con voz aguardentosa, saliendo con Shelgá a la terraza del club.
No hubo respuesta.
—Seguramente, estará durmiendo, el maldito —observó el marino, subiéndose el cuello para protegerse del viento.
Encontraron al guardián en unos arbustos cercanos: roncaba como un bendito, tapada la cabeza con el cuello de su abrigo de piel de borrego. El marino soltó un terno. El guardián, carraspeando, se levantó. Se dirigieron al atracadero, donde, sobre el agua, azul como el acero pavonado, —empezaba a amanecer—, se mecía un bosque de mástiles. Las olas embestían furiosas. Soplaba un fuerte y arrafagado viento.
—¿Están seguros de que todos los balandros se encuentran aquí? —volvió a preguntar Shelgá.
—Falta el “Orion”, que ha ido a Petergof… Otros dos han salido para Strelna.
Shelgá se acercó, por las mojadas tablas, al borde del atracadero, levantó una amarra: un extremo aparecía sujeto a una argolla; el otro, a todas luces había sido cortado. El marino examinó calmoso la amarra. Luego se echó sobre la nariz la gorra. Sin decir nada, recorrió de punta a punta el atracadero, contando los balandros con el dedo. Por último hendió el aire con el puño y, como la disciplina del club prohibía el uso de palabras militares imperialistas, se limitó a lanzar expresiones un tanto veladas:
—¡Así le dieran a tu madre lo que pienso! —gritó con increíble energía—. ¡Ojalá te tragues una escota! Se han llevado el “Bibigonda”, el mejor balandro de carreras. ¡Maldita sea el alma de ese hijo de perra! ¡Así le metan una briza embreada donde no hace falta…! ¡Petia, ojalá te hundas treinta veces en agua podrida! ¿Dónde tenías los ojos, parásito, paleto tiñoso? ¡Se han llevado el “Bibigonda”! ¡Así le dieran a tu madre lo que yo pienso! .
El guardián lanzaba exclamaciones de asombro, golpeándose los costados con las mangas de su abrigo. El marino navegaba viento en popa por ignotas simas de la lengua rusa. Allí ya no había nada que hacer. Shelgá se encaminó al puerto.
Pasaron tres horas, por lo menos, antes de que lograra hacerse a la mar en una motora del servicio de guardacostas. El oleaje era tremendo. La motora cortaba las olas. El polvo del agua empañaba los cristales de los prismáticos. Cuando salió el sol vieron una vela lejos tras el faro, cerca de la costa finlandesa. Era el desdichado “Bibigonda”, que brincaba entre los escollos. La cubierta estaba desierta. Hicieron unos disparos desde la motora, para cubrir el expediente y tuvieron que volverse con las manos vacías.
Así fue como huyó al extranjero Garin, ganando aquella noche otro “peón”. Sólo él y Shelgá sabían que el polaco de los cuatro dedos había terciado en la partida. Cuando regresaban al puerto, Shelgá se hizo la siguiente reflexión:
“En el extranjero, Garin venderá el enigmático aparato o lo explotará él mismo. Por ahora, el invento se ha perdido para la Unión Soviética, y en el futuro quizás desempeñe un papel fatal. Sin embargo, en el extranjero Garin tendrá su coco: el polaco de los cuatro dedos. Mientras la lucha contra él no haya terminado, Garin no asomará con el aparato a la luz del día. Si en esa lucha nos ponemos al lado de Garin, podemos, en fin de cuentas, ganar la partida. En todo caso, lo más tonto que se podría hacer ahora (y lo más ventajoso para Garin) sería detener inmediatamente al polaco en Leningrado”. La conclusión era sencilla: del puerto, Shelgá se fue directamente a casa, se puso una muda seca, telefoneó a la oficina del servicio de investigación criminal, para comunicar que “el asunto había quedado zanjado de por sí”, desconectó el teléfono y se metió en la cama, riéndose al pensar que el polaco, intoxicado por el gas y, tal vez, herido, huía de Leningrado a todo correr. Tal fue el contragolpe de Shelgá para resarcirse del “peón perdido”.
Ante sus ojos tenía el telegrama recibido de París: “Cuatro dedos aquí. Acontecimientos giro peligroso”. Era aquel un clamor pidiendo ayuda.
Cuanto más lo pensaba, tanto más convencido estaba Shelgá de que debía tomar el avión para París. Pidió por teléfono el horario de salida de los aviones de pasajeros y regresó a la terraza, donde, a la viva luz del norteño crepúsculo, se encontraban Tarashkin e Iván. Desde el día aquel en que leyeron la inscripción hecha en su espalda con lápiz tinta, el huérfano parecía haberse tranquilizado y no se apartaba de Tarashkin.
Por los claros entre las ramas llegaban desde la anaranjada agua alegres voces, un chapoteo de remos y risas femeninas. Bajo las oscuras copas de los árboles de las islas, donde se llamaban con voces alarmadas insomnes pajarillos y trinaban los ruiseñores, ocurrían cosas viejas como el mundo. Todo lo vivo, al salir de las lluvias y las nieves del largo invierno, se apresuraba a gozar de la vida, absorbiendo con ansia jubilosa el embriagador encanto de la noche. Tarashkin, un brazo sobre los hombros de Iván, contemplaba inmóvil, acodado en la barandilla, el agua del río, por el que las barcas se deslizaban silenciosas.
—¿Qué hay Iván? —preguntó Shelgá, acercando su silla e inclinándose hacia el chico—. ¿Dónde te sientes mejor, aquí o allí? Seguro que en el Lejano Oriente vivías mal, siempre hambriento.
Iván miró sin pestañear a Shelgá. En el crepúsculo, los ojos del niño parecían tristes, como los de un anciano. Shelgá sacó del bolsillo del chaleco un caramelo y golpeó ligeramente con él a Iván en los dientes, hasta que éstos se abrieron y el dulce fue a parar a la boca del chico.
—Nosotros, Iván, no tratamos mal a los niños… No los obligamos a trabajar, no escribimos cartas en su espalda ni los enviamos a una distancia de siete mil kilómetros escondidos bajo los vagones. ¿Ves qué bien se está aquí en las islas? ¿Sabes tú de quién es todo esto? Lo hemos entregado a los niños por los siglos de los siglos. El río, y las islas, y las barcas, y el pan con salchichón —puedes comer cuanto quieras—, todo es tuyo…
—Hablando así, desconcierta usted al chico —observó Tarashkin.
—No creas; el pequeño es listo. ¿De dónde eres, Iván?
—Somos del Amur —respondió de mala gana Iván—. Mi madre murió, y a mi padre lo mataron en la guerra.
—¿Y cómo vivías?
—Trabajando.
—¿Tan pequeñito?
—¿Y qué…? Pacía caballos…
—¿Y después?
—Después me llevaron…
—¿Quién?
—Unos hombres. Necesitaban un chico que trepara a los árboles, recogiera setas y avellanas, cazara ardillas para la comida e hiciera los recados…
—¿Te llevaron con una expedición?
Iván pestañeó, sin contestar.
—¿Lejos? Responde, no tengas miedo. Nosotros no te entregaremos. Ahora eres hermano nuestro…