37
El aeroplano inició el aterrizaje a la vista de Kovno. El verde campo, mojado por la lluvia, voló rápido al encuentro. El aparato rodó unos instantes y se detuvo. El piloto se apeó de un salto. Los pasajeros bajaron para desentumecer las piernas. Se pusieron a fumar. Alejándose un poco de los demás, Shelgá se tendió en la hierba, cruzó las manos tras la nuca y, presa de una extraña sensación, se puso a contemplar las lejanas nubes de azulosa base. Poco antes había estado allí arriba, volando entre las ligeras y níveas montañas, sobre los claros de límpido azul.
Jlínov, su aéreo interlocutor, se encontraba, ligeramente encorvado, embutido en su raído abrigo, cerca del ala del gris y acanalado pájaro. No había en él nada de particular: hasta su gorra procedía del trust de confecciones de Leningrado.
Shelgá rió:
—Se diga lo que se diga, la vida es muy divertida. ¡Divertidísima!
Cuando despegaron del aeródromo de Kovno, Shelgá se sentó al lado de Jlínov para contarle, sin mencionar nombres, todo lo que sabía de los extraordinarios experimentos de Garin y del enorme interés que éstos habían despertado, a juzgar por todo, en el extranjero.
Jlínov preguntó a Shelgá si había visto la máquina de Garin.
—No. La máquina aún no la ha visto nadie.
—Entonces ¿todo eso son conjeturas y suposiciones agigantadas por la fantasía?
Shelgá le habló del sótano en el viejo chalet de las platinas de acero acortadas y de los cajones con bujías de carbón. Jlínov asintió con la cabeza, diciendo:
—Sí, sí. Bujías de carbón. Muy bien. Comprendo. Diga, si no es muy secreto: ¿no me está hablando del ingeniero Garin?
Shelgá miró a la cara a Jlínov unos instantes, antes de responder:
—Sí, le estoy hablando de Garin. ¿Lo conoce usted?
—Es un hombre muy capaz —respondió Jlínov torciendo el gesto, lo mismo que si hubiese tragado vinagre—. Es un hombre prodigioso. Pero no pertenece a la ciencia. Es terriblemente ambicioso. Un individuo apartado de todo el mundo. Un aventurero. Un cínico. Tiene el talento de un genio. Un temperamento desbordante. Una fantasía monstruosa. Pero ese maravilloso cerebro no conoce otro móvil que los más bajos deseos. Logrará muchas cosas y terminará alcoholizado o tratando de “horrorizar a la humanidad…” Las personas geniales necesitan, más que nadie, una rigurosísima disciplina. El talento obliga a mucho.
En las mejillas de Jlínov aparecieron de nuevo unas manchas rojas.
—Una inteligencia luminosa y disciplinada es lo más sagrado que puede haber, la mayor de las maravillas. En nuestra tierra, grano de arena en el universo, el hombre es una billonésima de la más pequeña magnitud… Pero esa partícula especulativa, que vive por término medio lo que la Tierra tarda en dar sesenta vueltas alrededor del sol, posee una inteligencia que abarca todo el cosmos… Para comprender lo que digo debemos expresarnos en el lenguaje de las matemáticas superiores… ¿Qué diría usted si, pongamos por caso, alguien tomara de un laboratorio un valiosísimo microscopio y lo utilizara a guisa de martillo…? Ese es, precisamente, el uso que hace Garin de su genial cerebro… Sé que ha hecho un eran descubrimiento en el dominio de la transmisión de los rayos infrarrojos a distancia. Usted habrá oído hablar de los rayos de la muerte de Rindel-Mathews. Eso resultó ser un engaño. Sin embargo, el principio es acertado. Rayos térmicos de una temperatura de mil grados, proyectados paralelamente, son una terrible arma de destrucción y de defensa militar. El secreto comiste en proyectarlos de modo que no se difundan. Hasta ahora nadie lo había conseguido. Por lo que usted dice, veo que Garin ha logrado construir una máquina que lo hace. Si es así, se trata de un descubrimiento muy importante.
—Me parece desde hace mucho —dijo Shelgá— que en torno a ese invento huele a gran política.
Jlínov guardó silencio por unos instantes y después dijo, poniéndose encarnado hasta las orejas:
—Encuentre a Garin, agárrelo del pescuezo y hágale volver, con ese invento, a la Unión Soviética. El aparato no debe caer en manos de nuestros enemigos. Pregúntele a Garin si tiene conciencia de su deber o si es realmente un sinvergüenza… En tal caso, dele al maldito todo el dinero que le pida… Que compre a mujeres caras, que compre yates, coches de carreras… ¡O mátelo…!
Shelgá arqueó las cejas. Jlínov dejó su pipa en la mesita, se reclinó contra el respaldo y cerró los ojos. El aeroplano volaba sobre los regulares cuadrados de los campos y las rectas cintas de las carreteras. A lo lejos se veía desde lo alto, entre los espejos azules de los lagos, la mancha marrón de Berlín.
38
A las siete y media de la mañana, según su costumbre. Rolling se despertó en la calle del Sena, en la cama que perteneciera al emperador Napoleón. Sin abrir los ojos, sacó el pañuelo de debajo de la almohada y se sonó con fuerza, expulsando de su organismo, con los restos del sueño, la niebla de la agitada noche anterior.
No muy fresco, verdad es, pero dueño de su pensamiento y de su voluntad, dejó caer el pañuelo sobre la alfombra, se sentó entre los cojines de seda y miró en torno. En la cama no había nadie más y la habitación aparecía desierta. La almohada de Zoya estaba fría.
Rolling oprimió el timbre. Se presentó la doncella de Zoya. Rolling preguntó, los ojos puestos en el vacío “¿Dónde esta madame?”. La doncella se encogió de hombros y volvió la cabeza hacia los lados, como una lechuza. De puntillas, fue al tocador, de allí, ya apresuradamente, al guardarropa, abrió con ruido la puerta del cuarto de baño y entró de nuevo en el dormitorio, los dedos, temblequeantes, rozando las puntillas del delantal. “Madame no está en casa”.
—Café —dijo Rolling.
El rey de la industria química se preparó él mismo el baño, él mismo se vistió y se sirvió el café. Mientras tanto, en la casa todos andaban de puntillas y hablaban a media voz, presa de un sordo pánico. Al salir del hotelito, Rolling dio un codazo al conserje, que, asustado, se precipitaba a abrirle la puerta. El multimillonario llegó a su oficina con veinte minutos de retraso.
Aquella mañana, en el bulevar Malesherbes olía a pólvora. El rostro del secretario expresaba la más plena resignación. Los visitantes salían de la puerta de nogal con el rostro crispado “Mister Rolling no está hoy de muy buen humor”, musitaban a los que estaban haciendo antesala. A la una en punto, mister Rolling posó la mirada en el reloj de pared y quebró un lapicero. Estaba claro que Zoya Monroz no pasaría a recogerlo para ir juntos a almorzar. Rolling esperó hasta la una y quince. En aquel espantoso cuarto de hora, en la reluciente cabellera del secretario aparecieron dos canas. Solo, Rolling se fue a almorzar, como de costumbre, al “Griffon”.
El dueño del pequeño restaurante, monsieur Griffon, hombre muy alto y obeso, que había sido antes cocinero y dueño de una cervecería y era en aquella época la autoridad suprema en el Gran Arte de las Sensaciones Gastronómicas y la Digestión, recibió a Rolling con el empaque de un héroe épico. Vistiendo una levita gris oscuro, monsieur Griffon, con su cuidada barba asiria y su bella frente, se hallaba de pie en medio del pequeño salón de su restaurante, una mano apoyada en el zócalo de plata de una especie de altar en el que, bajo una convexa tapa, se cocía un plato entonces famoso: estofado de cordero con habas.
En los divanes tapizados de cuero rojo, a lo largo de las cuatro paredes, estaban sentados, tras estrechas mesas, muy juntas, los parroquianos habituales: todos ellos del mundillo de los negocios de los Grandes Bulevares. Mujeres había muy pocas. El centro del salón estaba vacío, de no contar el altar aquel. Con sólo volver la cabeza a los lados, el dueño podía observar las sensaciones gastronómicas de cada cliente. A su mirada no podía escapar la menor mueca de disgusto. Monsieur Griffon lo tenía previsto todo: los enigmáticos procesos de la secreción de los jugos gástricos, el funcionamiento en espiral del estómago y toda la sicología de la comida, basada en los recuerdos de cosas antes degustadas, en el presentimiento de nuevas sensaciones y en la afluencia de sangre a las distintas partes del cuerpo, eran para él un libro abierto.