Выбрать главу

Acercándose con expresión a la vez severa y paternal, decía con una cariñosa rudeza que lo hacía encantador: “Su temperamento, monsieur, requiere hoy una copita de madeira y Puy del más seco. Puede usted enviarme si quiere, a la guillotina, pero no le daré ni una gota de tinto. Ostras, un poco de rodaballo hervido, un alón de pollo y unos espárragos. Esta gama le devolverá sus fuerzas”. En tales casos únicamente podía objetar un indio de Patagonia que se alimentara de ratas de agua.

Monsieur Griffon no corrió con servil precipitación, como hubiera podido suponerse, a la mesita ocupada por el rey de la industria química. Nada de eso. Allí, en aquella academia de la digestión, tanto los multimillonarios como los modestos contables, tanto los clientes que al entrar entregaban su mojado paraguas al portero como los que salían, resoplando, de un Rolls Royce con aroma de cigarros habanos pagaban lo mismo. Monsieur Griffon era republicano y filósofo. Tendió la carta a Rolling con displicente sonrisa y le aconsejo que encargara melón, para empezar, y después langosta con trufas y cordero con habas. En el almuerzo, mister Rolling no bebía. Eso era bien sabido.

—Un whisky con soda, y pongan a refrescar una botella de champagne —dijo Rolling entre dientes.

Monsieur Griffon retrocedió un paso, y, por un instante, sus ojos expresaron asombro, espanto y repugnancia: el cliente empezaba tomando whisky, líquido que embotaba las facultades gustativas de las mucosas bucales, y luego pensaba beber champagne, vino que llenaba de gases el estomago. Los ojos de monsieur Griffon se apagaron, y el hombre inclino respetuoso la cabeza, como diciendo: por hoy he perdido un cliente, ¡qué le vamos a hacer!

Después del tercer vaso de whisky, Rolling se puso a estrujar la servilleta. Con semejante temperamento, un hombre que se hallara en el extremo opuesto de la escalera social, por ejemplo Gastón Nariz de Pato, encontraría aquel mismo día antes del ocaso a Zoya Monroz, miserable criatura, inmunda serpiente recogida en un charco, y le hundiría en un costado su navaja. Rolling debía emplear otros procedimientos. Los ojos puestos en el plato, en el que se enfriaba la langosta con trufas, no pensaba en hacer sangrar las narices de la zorra que aquella noche había huido de su cama… En el cerebro de Rolling nacían entre los amarillos vapores del whisky, entrecruzándose, sinuosas, mórbidas y muy rebuscadas ideas de venganza. Hasta entonces no había comprendido lo que significaba para él la hermosa Zoya… Rolling sufría, clavando las uñas en la servilleta.

El camarero se llevó el plato sin tocar. Luego llenó la copa de champagne. Rolling la agarró y bebió con ansia; sus dientes de oro chocaron en el cristal. En aquel instante, Semiónov entró rápido en la sala. Vio en seguida a Rolling. Se quitó el sombrero, se inclinó sobre la mesa y dijo muy bajo:

—¿Ha visto los periódicos…? Vengo del deposito de cadáveres… Es él… No hemos sido nosotros… Se lo juro… Tenemos nuestra coartada… Hemos pasado la noche en Montmartre, con unas chicas… Se ha establecido que el asesinato ocurrió entre las tres y las cuatro de la madrugada. Lo sé por los periódicos, por los periódicos…

Ante los ojos de Rolling saltaba un rostro terroso, crispado. La gente de las mesas vecinas miraba. El camarero se acercaba con una silla para Semiónov.

—¡Váyase al cuerno! —barbotó Rolling a través del turbio velo del whisky—. No me deja usted almorzar tranquilo…

—Está bien, perdone… Le esperaré en la esquina, en el automóvil…

39

Por aquellos días, la prensa de París semejaba un lago de un bosque dormido. Los burgueses bostezaban leyendo los editoriales sobre la literatura, las críticas teatrales y las crónicas de la vida de los artistas.

Al socaire de aquella calma absoluta, la prensa preparaba una furiosa ofensiva contra el bolsillo del burgués medio. El consorcio químico de Rolling, después de terminar el período de organización y de suprimir a sus pequeños enemigos, se disponía a emprender una gran campaña para elevar las acciones. La prensa había sido comprada y los periodistas disponían ya de los necesarios datos acerca de la industria química. Para los que escribían artículos políticos de fondo, se habían acopiado documentos sensacionales. Dos o tres bofetadas y dos o tres duelos eliminaron a los tontos que quisieron balbucear en contra de los planes generales del consorcio.

En París reinaba una quietud absoluta. La tirada de los periódicos disminuyó un poco. Por ello, el asesinato en la casa número sesenta y tres de la calle de los Carolinos vino como anillo al dedo.

A la mañana siguiente, todos los setenta y cinco periódicos de la capital salieron con grandes titulares dando a conocer el “enigmático y monstruoso crimen”. No se había identificado a la víctima —le habían robado la documentación— y era claro que en el hotel se había registrado con nombre supuesto. Por lo visto, no había sido el robo el móvil del crimen, pues no habían quitado a la víctima ni el dinero ni sus objetos de oro. También era difícil suponer que fuese aquello un acto de venganza: el cuarto guardaba las huellas de un meticuloso registro. Era un enigma, un enigma indescifrable.

Los periódicos de las dos de la tarde comunicaron un detalle sensacionaclass="underline" en la fatal habitación habían encontrado una horquilla de carey con cinco gruesos brillantes. Además, en el polvoriento piso se habían descubierto huellas de zapatos de mujer. La orquilla con diamantes hizo que París se estremeciera. El asesino era una mujer chic. ¿Sería una aristócrata, una burguesa o una cocota de postín? Enigma, enigma…

Los periódicos de las cuatro publicaban en todas sus páginas interviús dadas por las mujeres más famosas de París. Todas ellas decían a una voz: ¡No, no y no; la asesina no podía ser francesa! ¡Aquello era obra de una alemana, de una boche! Algunas voces insinuaron si los hilos no llevarían a Moscú, pero esta alusión no tuvo éxito. La célebre Mimí del teatro “Olimpia” pronunció una frase histórica:

“Estoy dispuesta a entregarme a quien me descubra el secreto”. Esto si que tuvo éxito.

En pocas palabras: Rolling era la única persona de París que no sabía nada del crimen en la calle de los Gobelinos. Como estaba furioso, hizo que Semiónov le esperara largamente en el taxi. Por fin apareció en la esquina, se metió silencioso en el coche y pidió que lo llevaran al depósito de cadáveres. Semiónov, deshaciéndose por mostrarse servicial, le contó por el camino lo que decían los periódicos.

A Rolling le temblaron las manos, apoyadas en el puño del bastón, cuando oyó lo de la horquilla de carey con cinco brillantes. Cerca del depósito de cadáveres se inclinó brusco hacia el chofer, para ordenarle que torciera, pero se contuvo, soltando un enojado resoplido.

En la puerta del depósito de cadáveres se amontonaba el gentío. Mujeres con pieles caras, chatitas modistillas, sospechosos individuos de los arrabales, curiosas conserjas arrebujadas en chales de lana, reporteros de narices sudorosas y camisas de cuello arrugado y actrices colgadas del brazo de obesos actores querían ver al muerto, que, la camisa desgarrada, descalzo, yacía sobre una inclinada tabla de mármol, la cabeza hacia la ventana del sótano.

Lo que causaba mayor impresión eran sus pies desnudos, grandes y amoratados, con las uñas muy crecidas. Su rostro, con ese tinte amarillo de la muerte, aparecía “crispado de espanto”. Su pequeña barba apuntaba al techo. Las mujeres se acercaban, ansiosas de fuertes sensaciones, a la cara de apretados dientes, clavaban en ella sus dilatadas pupilas, lanzaban un ahogado grito y balbuceaban quedo. ¡Allí estaba el amante de la dama de la horquilla con brillantes!