—Zoya, sea usted sensata.
Una risa amarga fue la respuesta.
Garin se inclinó hacia Zoya, la miró fijamente y se sentó al borde de la cama.
—Olvidaremos la aventura de ayer. Comenzó de modo un tanto extraño y ha terminado en esta cama. ¿Le parece a usted banal? De acuerdo. Lo olvidaremos. Escuche, no quiero poseer a ninguna mujer que no sea usted. ¿Que le vamos a hacer?
—Eso es vulgar y estúpido —dijo Zoya.
—De completo acuerdo. Soy un hombre vulgar, terriblemente vulgar y primitivo. Hoy me he preguntado: ¿para qué necesito dinero, poder y gloria? Para poseerla a usted. Luego, cuando usted se despertó, le expuse mi punto de vista: no quiero separarme de usted y no me separaré.
—¡Oh! —dijo Zoya.
—“¡Oh!” no quiere decir nada. Comprendo que siendo una mujer inteligente y orgullosa. la indigne terriblemente que la coaccionen. ¿Qué le vamos a hacer? Estamos ligados por sangre. Si vuelve usted con Rolling, lucharé. Y, como soy un hombre vulgar, les llevaré a la guillotina a usted y a Rolling y en ella acabaré también yo.
—Todo eso ya me lo ha dicho. Se está repitiendo.
—¿Acaso no la convence?
—¿Qué me ofrece a cambio de Rolling? Yo soy una mujer cara.
—La capa olivínica.
—¿Qué?
—La capa olivínica. ¡Hem! Explicarlo es muy difícil. Haría falta una tarde libre y tener a mano libros. Debemos marcharnos de aquí dentro de veinte minutos. La capa olivínica significa el poder sobre el mundo. A su Rolling lo contrataré como portero: ¡eso es la capa olivínica! Dentro de dos años lo tendré metido en un puño. Usted no será simplemente una mujer rica, mejor dicho, la mujer más rica del mundo. Eso es aburrido. ¡Le ofrezco poder! La embriaguez de un poder que el mundo no ha conocido aún. Para ello poseemos medios más perfectos que los de Gengis Khan. ¿Quiere usted que se le tributen los honores propios de una deidad? Haremos que le levanten templos en las cinco partes del mundo y adornen su imagen con hojas de vid y racimos de uva.
—¡Qué mal gusto!
—No hablo en broma. Si quiere, será usted vicaria de Dios o del diablo, como más le plazca. Si tiene el deseo de aniquilar seres vivos —a veces se siente esa necesidad—, podrá hacerlo porque dominará a todo el género humano. Una mujer como usted, Zoya. sabrá encontrar aplicación a los fabulosos tesoros de la capa olivínica. Le propongo un buen partido. En dos años de lucha, lograré atravesar la capa olivínica. ¿No me cree…?
Tras de corto silencio, Zoya preguntó muy quedo:
—¿Por qué debo arriesgar yo sola? Sea audaz usted mismo.
Garin, al parecer, se esforzó por distinguir en la oscuridad los ojos de Zoya y luego, con voz abatida y cariñosa a la vez, respondió:
—Si no quiere, márchese. No la perseguiré. Obre como mejor le parezca.
Zoya exhaló un corto suspiro. Se sentó en la cama, levantó los brazos y se ahuecó el pelo (esto era buena señal).
—En el futuro, la capa olivínica, pero ¿qué posee usted ahora? —preguntó, las horquillas entre los dientes.
—Ahora, mi máquina y mis bujías de carbón. Levántese, vamos a mi habitación y le mostraré la máquina.
—No es mucho. Bueno, veamos la máquina. Vamos.
43
El balcón de la habitación de Garin estaba cerrado y tenía corrida la cortina. Junto a la pared veíanse dos maletas. (El ingeniero llevaba más de una semana alojado en “El Mirlo Negro”.) Garin cerró la puerta con llave. Zoya se sentó en un sillón, acodándose, y, con la mano, protegió su rostro de la luz de la lámpara que colgaba del techo. Su impermeable de seda, verde hierba, aparecía todo arrugado, su pelo, negligentemente recogido, y su rostro, con huellas de cansancio, lo que acentuaba su atractivo. Mientras abría la maleta, Garin fijó en ella sus brillantes pupilas, rodeadas de oscuras sombras.
—Aquí tiene la máquina —dijo, depositando sobre la mesa dos cajones metálicos: uno estrecho, que parecía un pedazo de tubería, y otro plano, con doce caras, de diámetro tres veces mayor.
Garin juntó los dos cajones y los acopló con dos áncoras. Luego orientó el orificio del tubo hacia la barandilla del balcón y quitó la tapa esférica al cajón de las doce caras. En el interior veíase, de canto, un anillo de bronce con doce cazoletas de porcelana.
—Esto es el modelo —dijo Garin, sacando de la segunda maleta un cajoncillo con bujías de carbón—. No aguanta ni una hora de funcionamiento. El aparato hay que construirlo de materiales extraordinariamente sólidos, y sus dimensiones deben ser diez veces mayores. Pero hubiera sido excesivamente pesado, para un hombre que, como yo, se ve obligado a desplazarse continuamente. (Garin colocó doce bujías en las cazoletas del anillo.) Viéndolo por fuera no comprenderá nada. Aquí tiene un diseño de la sección longitudinal del aparato.
Garin se inclinó sobre Zoya, aspiró el aroma de su cabellera, desplegó el diseño, que ocupaba la mitad de una cuartilla, y continuó:
—Ha expresado usted el deseo, Zoya, de que yo también lo arriesgue todo en este juego… Fíjese… Este es el esquema principal…
»Es tan sencillo como sumar dos y dos. Si no se había construido hasta ahora el aparato, se debe a la más pura casualidad. El quid está en este espejo hiperbólico (A), semejante al de un reflector corriente, y este pedacito de chamonita (B), que tiene también la forma de una esfera hiperbólica. La ley de los espejos hiperbólicos es la siguiente:
»Los rayos de luz, al tropezar con la superficie interior del espejo hiperbólico, coinciden en un punto, en el foco de la hipérbole. Eso es conocido. Ahora fíjese en lo que no se conoce: yo he montado en el foco del espejo hiperbólico otra hipérbole (dibujada, por decirlo así, al revés), un hiperboloide regulable hecho de un mineral muy resistente al calor e idealmente pulido, la chamonita (B), cuyos yacimientos son inagotables en el norte de Rusia. ¿Qué ocurre ahora con los rayos?
»Los rayos, reuniéndose en el foco del espejo (A), van a parar a la superficie del hiperboloide (B), que los refleja paralelamente, con precisión matemática. En otros términos: el hiperboloide (B) concentra todos los rayos en uno solo o en un “cordón de rayos” del grosor que se desee.
»Desplazando con ayuda de un tornillo micrométrico el hiperboloide (B), puedo, según lo desee, aumentar o disminuir el grosor del “cordón de rayos”. Su pérdida de energía al atravesar el aire es ínfima. Prácticamente puedo hacer que el “cordón” tenga el grosor de una aguja.
Al oír estas palabras, Zoya se levantó, chasqueó los dedos y volvió a sentarse, entrelazando las manos en torno a su rodilla.
—Al hacer los primeros experimentos utilicé como fuente de luz algunas velas corrientes. Regulando el hiperboloide (B) di al “cordón de rayos” el grosor de una aguja de hacer media y corté fácilmente con él una tabla de una pulgada. Comprendí entonces que el quid de la cuestión estaba en encontrar fuentes de energía compactas y de extraordinaria potencia. Tres años de un trabajo que costó la vida a dos de mis ayudantes, dieron por fruto estas bujías de carbón. Su energía es tan grande que, al meterlas, como ve, en el aparato y prenderles fuego —arden unos cinco minutos—, producen un “cordón de rayos” capaz de cortar un puente de hierro en unos segundos… ¿Se imagina usted las perspectivas que se nos abren? En la naturaleza no existe nada que pueda resistir la fuerza de este “cordón de rayos…”. Los edificios, las fortalezas, los acorazados, las naves aéreas, las rocas, la corteza terrestre; todo puede perforarlo, destruirlo y cortarlo la máquina inventada por mí.
Garin enmudeció súbitamente y levantó la cabeza, prestando oído. Afuera se oyeron pisadas sobre la grava y un apagado ruido de motores. Garin saltó hacia el balcón y se deslizó tras la cortina. Zoya vio a través del polvoriento terciopelo rojo su inmóvil silueta, que se estremeció de pronto. El ingeniero salió de su escondrijo, diciendo muy bajo: