—Tres coches y ocho hombres. Vienen por nosotros… Me parece haber visto el automóvil de Rolling. En el hotel estamos solos nosotros dos y el portero. (Garin sacó presto del cajón de la mesita de noche un revólver y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.) A mí, por lo menos, no me dejarán salir vivo de aquí…
El ingeniero se rascó con gesto alegre la nariz y dijo:
—¡Ea, Zoya, resuelva!, ¿sí o no? Nunca mejor ocasión.
—¡Se ha vuelto loco! —exclamó Zoya, el rostro arrebolado y rejuvenecido—. ¡Póngase a salvo…!
Garin respondió, avanzando la barbilla:
—Ocho hombres, eso no es nada, nada.
El ingeniero levantó un poco la máquina y apuntó con el tubo hacia la puerta. Luego se palpó los bolsillos, y una sombra cubrió su rostro.
—¡Las cerillas! —barbotó—, ¡no tengo cerillas…!
Quizás hubiera dicho aquello para probar a Zoya. Quizás fuera cierto que no tenía cerillas en los bolsillos, y de ellas dependía la vida. Garin miró a Zoya con el aire de un animal que espera la muerte. Como una lunática, la mujer tornó su bolso, que descansaba en el sillón, y sacó de él una caja de cerillas. Despacio, haciendo un esfuerzo, la tendió a Garin. Al cogerla, los dedos de él sintieron el frío de la fina mano.
Alguien subía la escalera de caracol, pisando cauteloso.
44
Varias personas se detuvieron tras la puerta. Se oía su respiración. Garin preguntó alto, en francés:
—¿Quién hay ahí?
—Un telegrama —respondió bruscamente una voz—. Abran…
Zoya sujetó a Garin por los hombros y sacudió la cabeza, dándole a entender que no abriera. Él la llevó a un ángulo de la habitación, a la fuerza, la hizo sentarse en la alfombra. Inmediatamente volvió adonde estaba el aparato y gritó:
—Meta el telegrama por debajo de la puerta.
—Cuando le dicen que abra, es porque debe abrir —rugió la misma voz.
Otra, cauta, preguntó:
—¿Tiene ahí a la mujer?
—Sí.
—Entréguenosla y le dejaremos en paz.
—Les advierto —dijo furioso Garin— que, si no se largan al cuerno ahora mismo, dentro de unos instantes no quedará vivo ninguno de ustedes…
—¡Oh, la, la…! ¡Jo, jo…! ¡Ji, ji…!
Las voces aullaron, relincharon, alguien empujó la puerta, giró como loca la manecilla de porcelana, de las jambas se desprendieron lascas de enlucido. Zoya no apartaba la mirada del rostro de Garin. El estaba lívido, y sus movimientos eran rápidos y precisos. Agachándose, hacía girar el tornillo micrométrico de la máquina. Luego, sacó unas cerillas y las depositó en la mesa, al lado de la caja. Empuñando el revólver, se irguió, expectante. Crujió la puerta. Un golpe hizo saltar los cristales del balcón, la cortina se movió. Garin apretó el gatillo. Agachándose, encendió una cerilla, la metió en la máquina y cerró de un golpe la esférica tapa.
Al disparo siguió un corto silencio, e inmediatamente empezó el ataque simultáneo contra la puerta y el balcón. Aporreaban la puerta con un objeto pesado; saltaron astillas de los paneles. La cortina se agitó y cayó al suelo con su listón.
—¡Gastón! —gritó Zoya.
Nariz de Pato saltaba la barandilla, sosteniendo entre los dientes la navaja. La puerta aún resistía. Garin, blanco como una pared, hacía girar el tornillo micrométrico, el revólver bailoteando en su mano izquierda. En la máquina se agitaba, zumbando, la llama. El circulillo de luz en la pared (frente al cañón del aparato) iba disminuyendo, y el empapelado empezó a echar humo. Todos sus músculos en tensión, presto a saltar, Gastón avanzaba pegado a la pared, mirando de reojo el revólver. La navaja la llevaba ya en la mano, con la hoja hacia sí, a la manera española. El circulillo de luz se convirtió en un deslumbrante punto. Jetas bigotudas asomaban por los destrozados paneles de la puerta… Garin tornó con ambas manos el aparato y lo enfiló hacia Nariz de Pato…
Zoya vio que Gastón abría la boca como si quisiera gritar o tragar aire… Una franja de humo cruzó el pecho del hombre, que levantó los brazos y los dejó caer al punto. Gastón se desplomó sobre la alfombra. Como rebanada de pan corlada de una hogaza, se desprendieron del tronco la cabeza y los hombros.
Garin volvió el aparato hacia la puerta. Por el camino, el “cordón de rayos” cortó el cable de la luz, y la lámpara del techo se apagó. Cegador, fino, recto como una aguja, el rayo que salía del cañón del aparato golpeó más arriba de la puerta, y se desprendieron pedazos de madera. El rayo se deslizó más abajo. Se oyó un corto alarido, como si alguien hubiera aplastado a un gato. Alguien, espantado, saltó en medio de la oscuridad. Cayó blandamente un cuerpo. El rayo danzaba a unos dos pies del suelo. Se percibió olor a carne quemada. Y, de pronto, todo quedó en silencio: sólo se oía el zumbido de la llama en el aparato.
Garin tosió y dijo con voz ronca y alterada:
—Hemos terminado con todos.
Tras los rotos cristales del balcón, el viento embestía a los invisibles tilos, que rumoreaban soñolientos, como todas las noches. Desde abajo, en medio de la oscuridad que envolvía los automóviles, alguien gritó en ruso:
—Piotr Petróvich, ¿está usted vivo?
Garin asomó a la ventana, y la voz dijo:
—Cuidado, soy yo. Shelgá. ¿Recuerda nuestro convenio? Tengo a mi disposición el automóvil de Rolling. Hay que escapar. Salve el aparato. Yo espero…
45
Aquella tarde, como todos los domingos, el profesor Reicher jugaba al ajedrez en la pequeña terraza de su apartamento, que se encontraba en el tercer piso de la casa. Contendía con él Henrich Wolf, su discípulo predilecto. Los contrincantes fumaban, toda su atención puesta en el tablero. Hacía ya largo rato que en el extremo de la larga calle se apagaba el ocaso. El negro aire era sofocante. La enredadera que adornaba la terraza aparecía inmóvil. Abajo, frente al cielo tachonado de estrellas, yacía la desierta plaza asfaltada.
Carraspeando y dando resoplidos, el profesor, anciano de blanca y tupida cabellera, meditaba su jugada. Levantó su gruesa mano de amarillas uñas, pero no llegó a tocar la figura. Sacándose de la boca el cigarro puro, a medio fumar, dijo:
—Sí, hay que pensarlo.
—Como usted guste —respondió Henrich.
Su bello rostro, de ancha frente, mentón de trazo firmo y corta y recta nariz, reflejaba el reposo de una poderosa máquina. El profesor tenía más temperamento (la vieja generación), su barba gris acero estaba toda espeluznada, y en su frente, cubierta de arrugas, destacaban unan manchas rojas.
Una alta lámpara con pantalla de color iluminaba sus rostros, unas anémicas criaturillas verdes revoloteaban junto a la bombilla y se posaban en el planchado tapete, erizando sus bigotitos y mirando con los puntitos de sus ojos, sin comprender, por lo visto, que les cabía el honor de presenciar cómo unos dioses se entretenían con un juego celestial. El reloj de la habitación anunció que eran las diez en punto.
Frau Reicher, la madre del profesor, anciana muy pulcra, permanecía inmóvil en su sillón. Ya no podía leer ni hacer punto con luz artificial. A lo lejos, donde en la negra noche ardían las luces de una alta casa, se adivinaban los enormes espacios del pétreo Berlín. De no ser porque su hijo estaba jugando al ajedrez, de no ser por la blanda luz de la lámpara y por los pequeños seres verdes posados en el tapete, el espanto que desde hacía mucho se agazapaba en su alma levantaría de nuevo la cabeza, como tantas veces en aquellos años, y secaría todavía más el lívido rostro de frau Reicher. Era el espanto ante los millones de seres que avanzaban hacia la ciudad, hacia su balcón. Aquellos millones de seres no se llamaban ni Fritz, ni Johan, ni Henrich, ni Otto, sino la masa. Todos ellos iguales, mal afeitados, con caminas de algodón, cubiertos de polvo de hierro y de plomo, llenaban a veces las calles. Pedían muchas cosas, sacando sus pesadas mandíbulas.