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Frau Reicher recordaba los benditos tiempos en que su novio, Otto Reicher, volviera vencedor de Sedán, después de haber derrotado al emperador de los franceses. Todo él, barbudo, ruidoso, olía a las correas del uniforme. Ella salió a recibirlo a las afueras de la ciudad. Llevaba un vestido azul, con cintas y flores. Alemania volaba hacia nuevas victorias, hacia la felicidad, junto con la graciosa barba de Otto, junto con el orgullo y las esperanzas. Pronto conquistarían todo el mundo…

La vida de frau Reicher había pasado. Llegó y terminó la segunda guerra. A duras penas lograron salir del pantano en el que se pudrían millones de cadáveres humanos. Y entonces aparecieron las masas. Bastaba con mirar los ojos de aquellos hombres con gorra, para ver que no eran ojos alemanes. Su expresión era terca, triste, incomprensible. Eran unos ojos impenetrables. Frau Reicher se horrorizaba.

Apareció en la terraza Alexéi Semiónovich Jlínov, vistiendo su aseado traje gris de los domingos.

Jlínov saludó a frau Reicher con una reverencia, le deseó buenas noches y se sentó al lado del profesor, que frunció bonachón la nariz e hizo un malicioso guiño, mirando al tablero, sobre la mesa había revistas y periódicos extranjeros. Como todos los intelectuales alemanes, el profesor era pobre. Su hospitalidad quedaba limitada a la blanda luz de la lámpara sobre el tapete recién planchado, a un cigarro puro de veinte pfenings y a su conversación, que quizás valiera más que una cena con champagne y otros lujos.

En los días de trabajo, el profesor se mostraba diligente y adusto desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde. Los domingos “iba gustoso con los amigos al país de la fantasía”. Le gustaba hablar “de punta a punta del cigarro puro”.

—Sí, hay que pensarlo —dijo de nuevo el profesor, envolviéndose en humo.

—Como usted guste —respondió Wolf, cortés y frío.

Jlínov desplegó L'Intransigeant y en la primera página, bajo el titular Misterioso crimen en Ville d'Avray, vio una foto con siete hombres despedazados. “Sí, los han hecho cachitos”, se dijo Jlínov. Pero lo que leyó a continuación lo dejó pensativo.

“…Es de suponer que el crimen fue perpetrado con un arma desconocida, con un alambre al rojo o con un rayo térmico de enorme potencia. Hemos conseguido establecer la nacionalidad y el aspecto del criminaclass="underline" se trata, como era de esperar, de un ruso (seguían las señas del asesino, dadas por la dueña del hotel). La noche del crimen se encontraba con él una mujer. Lo demás sigue envuelto en el misterio. Quizás levante un poco el velo el sangriento hallazgo del bosque de Fontainebleau. Allí se ha encontrado inconsciente, a unos treinta metros de la carretera, a un desconocido. Su cuerpo presenta cuatro heridas de arma de fuego. No se le han ocupado encima documentos u objetos que permitan identificarlo. Por lo visto, fue arrojado allí desde un automóvil. Hasta ahora no se ha logrado hacerle volver en sí…”

46

—¡Jaque! —exclamó el profesor, levantando el caballo comido—. ¡Jaque mate, Wolf, ha sido usted vencido, su parte del tablero está ocupada, se ve usted postrado de rodillas y durante sesenta y seis años tendrá que pagar reparaciones! Tal es la ley de la alta política imperialista.

—¿Me ofrece la revancha? —preguntó Wolf.

—¡Oh, no, quiero disfrutar de todas las ventajas del vencedor!

El profesor dio unos golpecitos en la rodilla a Jlínov.

—¡Qué dicen los periódicos, joven e intransigente bolchevique? Siete franceses despedazados? Qué se le va a hacer, los vencedores siempre son propensos a los excesos. La historia tiende al equilibrio. Pesimismo, sí, pesimismo es lo que llevan a sus casas, con lo que han robado, los señores vencedores. Empiezan a comer demasiadas grasas. Su estómago no puede digerirlas, y repugnantes tóxicos van a parar a la sangre. Despedazan a la gente, se ahorcan con los tirantes, se echan de cabeza al río. Pierden el amor a la vida. A los vencidos les queda el optimismo, a cambio de lo que les han robado. Creer que todo mejora y que todo está perfectamente en el mejor de los mundos posibles es una maravillosa cualidad del hombre. El pesimismo debe ser extirpado de raíz. El sombrío y sangriento misticismo del Oriente, la desesperada tristeza de la civilización helénica, las desenfrenadas pasiones de Roma entre las humeantes ruinas de sus urbes, el cruel fanatismo de la Edad Media, cuando se esperaba cada año el fin del mundo y el juicio final, y nuestro siglo, que construye los castillos de naipes de un ilusorio bienestar y engulle las atroces sandeces del cinematógrafo, ¿qué base tiene, que base tiene, pregunto yo, la endeble psicología del rey de la naturaleza? Su base es el pesimismo… el maldito pesimismo. He leído a su Lenin, querido amigo… Es un gran optimista… Siento respeto por él…

—Su humor es hoy excelente, maestro —dijo sombríamente Wolf.

—¿Sabe por qué? —el profesor se repantigó en su sillón de mimbre, la papada como un fuelle y los ojos brillando alegres y juveniles—. He hecho un descubrimiento de lo más curioso. He estudiado algunos materiales, he contrapuesto algunos datos y he llegado inesperadamente a una conclusión asombrosa… Si el gobierno alemán no fuera una cuadrilla de aventureros, si estuviera seguro de que mi descubrimiento no había de verse en manos de granujas y ladrones, quizás lo publicara. Pero, no, prefiero callar…

—Creo que a nosotros no nos lo ocultará —dijo Wolf. El profesor guiñó, malicioso, un ojo.

—¿Qué diría usted, amigo, si yo ofreciera a un honrado gobierno alemán… fíjese que subrayo la palabra “honrado”, dándole un sentido muy particular… si le ofreciera cuanto oro necesitase?

—¿De dónde? —preguntó Wolf.

—De la tierra, claro está.

—¿De qué tierra?

—Da lo mismo. De cualquier punto de la corteza terrestre… Del centro de Berlín, si quiere. Pero no lo haré. No creo que ese oro nos enriqueciera a nosotros, a mí, a usted, a todos los Fritz y Michel. Quizás fuéramos más pobres todavía. Sólo un hombre, su compatriota —al decir estas palabras el profesor se volvió hacia Jlínov—, ha propuesto emplear el oro en que lo que realmente se debería… ¿Sabe a qué me refiero?

Jlínov sonrió, asintiendo con la cabeza.

—Profesor, estoy acostumbrado a que hable usted en serio —dijo Wolf.

—Me esforzaré por hacerlo. En la tierra de nuestro amigo, en Moscú, los fríos llegan a treinta grados bajo cero. Si vierte usted desde un tercer piso un jarro de agua, ésta cae al pavimento formando bolitas de hielo. La Tierra lleva quince mil millones de años girando en el espacio cósmico. ¿Ha debido —¡qué diablos!— enfriarse en eso tiempo? Yo afirmo que la tierra se ha enfriado hace ya mucho, que ha irradiado todo su calor al espacio interplanetario. Ustedes objetarán: ¿y los volcanes, la lava fundida, los géiseres? Entre la corteza terrestre, débilmente calentada por el Sol, y toda la masa de la tierra hay una capa de metales en fusión: la llamada capa olivínica. Esta capa debe su origen a la desintegración atómica de la masa fundamental de la Tierra. Esta masa fundamental es una esfera con la temperatura del espacio interplanetario, es decir, con una temperatura de doscientos setenta y tres grados bajo cero. Los productos de la desintegración —la capa olivínica— son metales en estado líquido: olivino, mercurio y oro. Según numerosos datos, no se encuentran muy hondo, están a una profundidad de quince mil a tres mil metros. En el centro de Berlín puede abrirse un pozo, y el oro líquido fluirá del mismo, como un surtidor de petróleo, de lo profundo de la capa olivínica…