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—Es lógico y sugestivo, pero poco verosímil —observó Wolf, tras un corto silencio—. Abrir un pozo tan profundo, con los medios de que hoy se dispone, es imposible…

47

Jlínov descansó su mano en la abierta plana del L'lntransigeant.

—Esta foto, profesor, me ha recordado una conversación que tuve en el aeroplano, cuando venía a Berlín. La tarea de abrirse paso a los elementos en desintegración del centro de la Tierra no es tan inverosímil.

—¿Qué relación guarda eso con los franceses despedazados? —preguntó el profesor, encendiendo de nuevo su cigarro.

—El asesinato de Ville d'Avray ha sido perpetrado con un rayo térmico.

Al oír estas palabras, Wolf se acercó a la mesa, y su frío semblante reflejó un vivo interés.

—¡Vaya, de nuevo esos rayos! —el profesor hizo una mueca de disgusto, como si hubiese tragado vinagre—. Todo eso son tonterías, puro bluff, un bulo propalado por el Ministerio de la Guerra inglés.

—El aparato ha sido ideado por un ruso a quien yo conozco —respondió Jlínov—. Se trata de un ingeniero de mucho talento y un gran criminal.

Jlínov contó todo lo que sabía del ingeniero Garin, de su trabajo en el Instituto Politécnico, del crimen en la isla Krestovski, de los extraños hallazgos en el sótano del chalet, del telegrama llamando a Shelgá a París y de que por lo visto, había empezado una frenética caza del aparato de Garin.

—A la vista están las pruebas —dijo Jlínov, señalando la fotografía—. Eso lo ha hecho Garin.

Wolf examinó sombrío la foto. El profesor dijo distraídamente:

—¿Supone usted que con la ayuda de rayos térmicos se puede perforar la tierra? Aunque… a una temperatura de tres mil grados se funden la arcilla y el granito. Sí, es interesante, ¡muy interesante…! ¿No se le puede telegrafiar a ese Garin? ¡Hem…! Si se combina la perforación con el enfriamiento artificial y se montan elevadores eléctricos para extraer la roca, se puede llegar muy profundo… Me ha intrigado usted terriblemente, querido amigo…

En contra de su costumbre, el profesor estuvo hasta casi las dos de la madrugada yendo y viniendo por la terraza, fumando cigarros puros y desarrollando planes a cual más maravilloso.

48

Habitualmente, al abandonar el piso del profesor, Wolf se despedía de Jlínov en la plaza. Esta vez echó a andar a su lado, golpeando la acera con su bastón, puesta en el suelo una sombría mirada.

—¿Cree usted que el ingeniero Garin se ha ocultado con su máquina después de lo ocurrido en Ville d'Avray? —preguntó Wolf.

—Sí.

—¿No puede ser Garin ese “hallazgo sangriento” en el bosque de Fontainebleau?

—¿Quiere usted decir que Shelgá se ha hecho con el aparato…?

—Exactamente…

—No se me había ocurrido eso… Sí, no estaría mal.

—¡Me lo imagino! —dijo irónico Wolf, levantando la cabeza.

Jlínov lanzó una rápida mirada a su interlocutor. Ambos se detuvieron. Un farol lejano iluminaba el rostro de Wolf: sonrisa maligna, ojos fríos y terco mentón. Jlínov dijo:

—En todo caso, eso no son más que conjeturas, por ahora no hay motivo para regañar.

—Claro, claro…

—Mire, Wolf, yo no trato de engañarle y le digo francamente que el aparato de Garin debe volver a la U.R.S.S. Este deseo mío, sin buscar otras causas, hace que me cree en usted un enemigo. Le juro, querido Wolf, que tiene usted una idea muy nebulosa de lo que conviene a su patria.

—¿Quiere usted ofenderme?

—¡Pero, hombre! Aunque, en efecto —Jlínov, se ladeó el sombrero con ademán típicamente ruso. Wolf lo advirtió en seguida y se rascó una oreja—. ¿Acaso después de que hemos matado siete millones de personas de una y otra parte pueden ofender las palabras…? Usted es alemán de pies a cabeza, infantería motorizada, productor de máquinas, y, yo así lo creo, sus nervios son de una materia distinta. Escuche, Wolf, no sé lo que ocurriría si el aparato de Garin cayera en manos de hombres como usted…

—Alemania nunca se resignará a su humillación.

Llegaron a la casa donde se había instalado Jlínov. Se despidieron en silencio. Jlínov se metió en el portal. Wolf quedó plantado en la acera, moviendo lentamente entre sus dientes un apagado cigarro puro. De pronto, se abrió una ventana del entresuelo y Jlínov dijo muy emocionado:

—¡Eh…! ¿Está usted ahí todavía…? ¡Gracias a dios! Wolf, he recibido un telegrama de París, firmado por Shelgá… Oiga lo que dice: “El criminal ha escapado. Estoy herido, tardaré en levantarme. Un peligro inmenso, inconmensurable, amenaza al mundo. Imprescindible su venida a ésta…”

—Yo le acompaño —dijo Wolf.

49

Las sombras del follaje se deslizaban por el blanco store. Afuera se oía un incansable rumoreo: era la lluvia artificial que, en irisadas gotas, caía sobre el césped del jardín del hospital y resbalaba por las hojas del platanero ante la ventana.

Shelgá dormitaba en una blanca habitación de alto techo, iluminada por la luz que penetraba a través del store.

De lejos llegaba el ruido de París. Los sonidos cercanos eran el rumorear de los árboles, el parloteo de los pájaros y el monótono gotear del agua.

De vez en cuando sonaba cerca el claxon de algún automóvil o se oían pisadas en el corredor. Shelgá abría inmediatamente los ojos, mirando alarmado hacia la puerta. No podía moverse. Tenía ambos brazos escayolados y el pecho y la cabeza cubiertos de vendas, su única defensa eran los ojos, pero los dulces sonidos que llegaban del jardín infundían sueño.

Lo despertó una hermana carmelita, toda de blanco, que con sus gordezuelas manos le acercaba solícita a los labios una salsera de porcelana con té. La monja se marchó, dejando en la habitación olor a espliego.

Entre el bueno y la aldrina, pasaba el día. Eran ya siete los que habían transcurrido desde que lo recogieron, inconsciente y ensangrentado, en el bosque de Fontainebleau.

El juez de instrucción lo había interrogado ya dos veces. Shelgá declaró lo siguiente:

—Entre las once y las doce de la noche me atacaron dos personas. Me defendí con el bastón y a puñetazo limpio. Me encajaron cuatro balas, y no recuerdo nada más.

—¿Pudo usted ver el rostro de los agresores?

—Llevaban la parte inferior de la cara tapada con pañuelos.

—¿Dice usted que se defendió con un bastón?

—Era simplemente una vara que recogí en el bosque.

—¿Qué hacía usted a hora tan tardía en el bosque de Fontainebleau?

—Fui a pasear, a ver el palacio, y al regresar por el bosque me perdí.

—¿Cómo explica usted la circunstancia de que cerca del lugar de la agresión se hayan descubierto impresiones frescas de los neumáticos de un automóvil?

—Seguramente porque los criminales llegaron allí en coche.

—¿Para robarle o para matarle?

—Creo que ni para lo uno ni para lo otro. En París no me conoce nadie. No soy funcionario de la embajada. No cumplo ninguna misión política. Apenas si llevaba dinero encima.

—¿Supone, entonces, que los criminales no le esperaban a usted cuando se hallaban en el claro del bosque, junto al roble de tronco bifurcado, donde uno se fumó un cigarrillo y el otro perdió un gemelo con una valiosa perla?

—A juzgar por todo, eran jóvenes del gran mundo que habían perdido todo su dinero en las carreras o en el casino y buscaban una ocasión de llenar su vacío bolsillo. En el bosque de Fontainebleau podían dar con alguna persona atiborrada de billetes de mil francos.