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—Quizás —dijo Jlínov— conviniera abandonarlos a sus instintos, dejar que Rolling y Garin se mostrasen en toda su talla, y el fin se acercaría. Este mundo está llamado a perecer… Los únicos que viven racionalmente son los mirlos…

Jlínov se apartó de la ventana y continuó:

—El hombre del siglo de piedra valía, sin duda alguna, mucho más… Gratuitamente, obedeciendo a una necesidad interna, pintaba las cavernas y, al amor de la lumbre, pulsaba en los mamuts, en las tormentas, en el extraño ciclo de la vida y la muerte y en sí mismo. ¡Respetable ocupación, voto al diablo…! El cerebro era todavía pequeño, el cráneo grueso, pero la energía espiritual emanaba en rayos de la mente del hombre aquel… Pero éstos, los de hoy ¿para qué diablos necesitan las máquinas voladoras? No estaría mal sentar a cualquier elegantón de los bulevares en una caverna, frente al hombre del paleolítico. El velludo ciudadano le preguntaría: “Dime, hijo de una perra sarnosa, lo que has ideado en estos cien mil años” “¡Oh —diría el elegantón— más que pensar, me deleito degustando los frutos de la civilización, señor antepasado…! Si no existiera el peligro de revoluciones del populacho, nuestro mundo sería verdaderamente maravilloso. Mujeres, restaurantes, moderadas emociones en la mesa verde del casino, un poco de deporte… La desgracia es que siempre hay crisis y revoluciones, y eso empieza a cansar…” “¡Puf! —exclamaría el antepasado, clavando en el pisaverde sus centelleantes ojos—. Pues a mí me gusta pensar, ¿comprendes?, pensar, y aquí me tienes lleno de respeto a mi genial cerebro… Quisiera penetrar con él en todos los secretos del universo…”

Jlínov se calló. Sonriendo, escrutaba la penumbra en la caverna del paleolítico. Luego, sacudió la cabeza y dijo:

—¿Qué es lo que buscan Garin y Rolling? Algo que les haga cosquillas. No importa que lo llamen poder sobre el mundo. Eso no es más que cosquillas. En la pasada guerra perecieron treinta millones. Estos se esforzarán por matar a trescientos millones. La energía espiritual se encuentra en profundo colapso. El profesor Reicher sólo almuerza los domingos. Los demás días desayuna dos bocadillos con mermelada y margarina y cena patatas cocidas con sal. Tal es la remuneración del trabajo intelectual. Y será así mientras no hagamos saltar por los aires la “civilización” de esos tipos, mientras no metamos a Garin en un manicomio y no enviemos a Rolling a trabajar de administrador en cualquier rincón de la isla de Wrangel… Tiene usted razón, hay que luchar… En fin, yo estoy dispuesto. La U.R.S.S. debe poseer la máquina de Garin…

—La máquina será nuestra —dijo Shelgá, cerrando los ojos.

—¿Por qué vamos a empezar?

—Por la exploración, como es lógico.

—¿En qué dirección?

—Lo más seguro es que Garin esté ahora construyendo máquinas con una prisa frenética. En Ville d'Avray sólo tenía el modelo. Si le damos tiempo a que haga una máquina de guerra, nos será muy difícil vencerle. Lo primero que hay que saber es dónde está fabricando las máquinas.

—Hará falta dinero.

—Vaya hoy mismo a la calle de Grenelle y hable con nuestro embajador. El ya está advertido. Tendremos dinero. Además, hay que dar con el paradero de Zoya Monroz. Esto es muy importante. Se trata de una mujer inteligente, cruel y con una gran fantasía. Ha ligado hasta la muerte a Garin y a Rolling. Ella es el resorte principal de toda esa maquinación.

—Perdone, pero yo me niego a luchar contra mujeres.

—Esa mujer, Alexéi Semiónovich, es más fuerte que usted y que yo… Aún verterá mucha sangre…

53

Zoya salió de la baja bañera circular y se volvió de espaldas. La doncella le echó encima un albornoz. Con todo el cuerpo cubierto aún de gotitas de agua de mar, Zoya tomó asiento en un banco de mármol.

Por las portillas penetraban los inquietos reflejos del sol, una verdosa luz alegraba las paredes de mármol, el cuarto de baño se mecía ligeramente. La doncella sacó cuidadosamente, como si fueran joyas, las piernas de Zoya y luego le calzó las medias y unos zapatos blancos.

—La ropa interior, señora.

Zoya se levantó perezosamente, y le pusieron una ropa interior casi imperceptible. Miraba Zoya más arriba del espejo, arqueadas las cejas. Le vistieron una falda blanca y una guerrera, también blanca, con botones dorados, tal como correspondía a la dueña de un yate de trescientas toneladas que navegaba por el Mediterráneo.

—¿Va a maquillarse la señora?

—Usted está loca —respondió Zoya, mirando lentamente a la doncella, y subió a cubierta, donde a la sombra, en una baja mesita de mimbre, la esperaba el desayuno.

Zoya se sentó a la mesa. Partió en dos una rebanada de pan y quedó extasiada contemplando el mar. El blanco y estrecho yate a motor se deslizaba por la lámina azul del mar, un poco más oscuro que el límpido cielo. Se percibía el fresco olor de la cubierta, pulcramente fregada. Soplaba un tibio vientecillo, que acariciaba las piernas bajo la falda.

En la cubierta de tablas estrechas y un tanto cóncava, que parecía de ante, podían verse junto a la borda sillones de mimbre, y en el centro, un argentado tapiz de Anatolia con algunos cojines de brocado. Del puente de mando a popa habían tendido un toldo de seda azul, con borlas y flecos.

Zoya exhaló un suspiro y se puso a almorzar.

Pisando blandamente, sonriendo, se acercó al capitán Jansen, un noruego pulcramente afeitado y de sonrosadas mejillas que parecía un niño grande. Con pausado ademán se llevó dos dedos a la visera de la gorra, muy ladeada sobre una oreja.

—Buenos días, madame Lamolle. (Zoya viajaba con ese nombre y bajo bandera francesa.)

El capitán poseía esa ruda elegancia de los marinos y llevaba un uniforme de nívea blancura, esmeradamente planchado. Zoya lo miró de arriba abajo, desde las doradas hojas de roble de la visera de la gorra hasta los zapatos blancos con suela de cáñamo. Quedó satisfecha, y dijo:

—Buenos días, Jansen.

—Permítame informarle, señora, que navegamos rumbo nordeste-este y que en el horizonte se divisa el humo del Vesubio. Antes de una hora estaremos a la vista de Nápoles.

—Siéntese, Jansen.

Con un ademán, Zoya invitó al marino a compartir con ella el desayuno. Jansen se sentó en un taburete de junco, que crujió bajo su fuerte corpachón, pero se negó a desayunar porque lo había hecho ya a las nueve de la mañana. Por cortesía, aceptó una tacita de café.

Zoya examinó fijamente su bronceado rostro, de rubias pestañas. Jansen se puso poco a poco muy colorado y dejó la tacita sobre la mesa sin haber probado el café.

—Hay que tomar agua dulce y carburante para los motores —dijo Jansen sin levantar la mirada.

—¡Cómo! ¿Hay que fondear en Nápoles? ¡Qué fastidio! Anclaremos en el antepuerto, si es que tanto necesita usted agua y carburante.

—Se hará como usted lo desea —dijo muy quedo el capitán.

—Diga, Jansen, ¿eran piratas sus antepasados?

—Sí, señora.

—¡Qué interesante era aquello! ¡Aventuras, peligros, orgías desenfrenadas, raptos de mujeres bellas…! No le da pena no ser pirata.

Jansen no contestó. Sus rojizas pestañas temblequearon. Unas arrugas se dibujaron en su frente.

—Responda.

—Yo he recibido una buena educación, señora.

—Lo creo.

—¿Acaso hay en mi algo que dé pie para creerme capaz de acciones contrarias a la ley y desleales?

—¡Puf! —exclamó Zoya—. Un hombre tan fuerte, tan valiente, tan magnífico, descendiente de piratas, y se dedica a pasear a una mujer, loca como una cabra, por un tibio y aburrido charco. ¡Puf!