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—Pero, señora .

—Haga usted alguna locura, Jansen. Estoy aburrida.

—Haré lo que usted quiera.

—Cuando se desencadene una terrible tempestad, haga que el yate se estrelle contra un escollo.

—Lo haré…

—¿Lo dice en serio?

—Si usted lo ordena…

Jansen miró a Zoya. Los ojos del marino reflejaban su ofensa y una admiración reprimida. Zoya se estiró y descansó la mano en la blanca manga de Jansen, diciendo:

—Yo no bromeo con usted, Jansen. Le conozco tan sólo desde hace tres semanas, pero me parece usted uno de esos hombres que saben ser fieles (el marino apretó las mandíbulas). Me parece usted capaz de acciones desleales sí…

En aquel instante, en la pulida escalera que bajaba del puente de mando aparecieron unas piernas que se movían rápidas. Jansen observó precipitado:

—Es la hora, madame…

Bajó el segundo, saludó y dijo:

—Madame Lamolle, son las doce menos tres minutos, ahora mismo la llamarán por radio…

54

El viento agitaba la blanca falda. Zoya subió a la cubierta superior, donde se encontraba la cabina del radiotelegrafista. Entornando los ojos, aspiró el salino aire del mar. Desde arriba, desde el puente de mando, parecía infinita la luz solar que caía sobre el rugoso cristal de las aguas.

Zoya quedó como embrujada, ambas manos puestas en la barandilla. El fino cuerpo del yate, alzado el bauprés, volaba, entre ligeros soplos de viento, por aquella luz que besaba el agua.

El corazón latía tumultuoso, en un arrebato de felicidad. A Zoya le parecía que si soltaba la barandilla se elevaría al aire. El hombre es una creación maravillosa. ¿Con qué magnitud pueden medirse sus inesperadas mudanzas? Las malignas irradiaciones de su voluntad, el fluido veneno de la codicia, su alma, que se hubiera podido suponer hecha añicos, todo el vergonzoso y oscuro pasado de Zoya había desaparecido, diluyéndose en aquella luz solar…

“Soy joven, joven —se dijo en la cubierta del barco con el bauprés levantado hacia el sol—, bella y buena”.

El viento acariciaba su cuello y sus mejillas. Zoya deseaba ardientemente ser feliz. Incapaz aún de apartarse del sol, el cielo y el mar, hizo girar la fría manecilla de la puerta y entró en la cabina de cristal, con los stores bajados en la parte soleada. Zoya tomó los auriculares. Se acodó en la mesa y se tapó los ojos con los dedos, el corazón latiéndole aún tumultuoso. Luego dijo al segundo.

—Déjeme sola.

El hombre salió, mirando con el rabillo del ojo a madame Lamolle. Además de ser endiabladamente bonita, fina, esbelta y “chic”, aquella mujer despertaba en los hombres una inquietud inexplicable.

55

Los golpes del cronómetro, dobles como las campanadas que marcaban la hora a bordo, dieron las doce. Zoya sonrió: habían pasado más de tres minutos desde que se levantara del sillón a la sombra del toldo.

“Hay que aprender —se dijo— a percibir cada minuto, a ver en él una eternidad, a saber que nos esperan todavía millones de minutos, millones de eternidades”.

Zoya puso los dedos sobre la maneta y la movió hacia la izquierda, sintonizando el aparato en la onda de ciento treinta y siete metros y medio. Entonces, del negro hueco del auricular salió la voz lenta y dura de Rolling:

“…Madame Lamolle, madame Lamolle, madame Lamolle… Escuche, escuche…”

—¡Cálmate, hombre, que ya te escucho! —musitó Zoya.

—¿…Todo marcha bien? ¿No ha ocurrido ninguna desgracia? ¿Tiene todo lo que necesita? Hoy, a la misma hora de todos los días, me sentiré feliz escuchando su voz… Transmita por la misma onda de siempre… Madame Lamolle, no se aleje demasiado de los once grados de longitud este y los cuarenta grados de latitud norte. No está excluido que nos veamos pronto. Aquí todo marcha bien, brillantemente. Quien debe callar, calla. No se preocupe, sea feliz. Le deseo un viaje sin nubes…

Zoya se quitó los auriculares. En su frente había aparecido una arruga. Mirando la saeta del cronómetro, dijo entre dientes: “¡Me tiene harta!” Aquellas declaraciones de amor que le llegaban por radio diariamente la sacaban de quicio. Rolling no podía, no quería dejarla en paz… Estaba dispuesto a perpetrar cualquier crimen con tal de que ella le permitiera decirle todos los días, con su ronca voz, por el micrófono: “No se preocupe, sea feliz. Le deseo un viaje sin nubes”.

56

Zoya y Rolling no habían vuelto a verse después del asesinato en Ville d'Avray y en Fontainebleau y de la loca carrera, con Garin al volante, por las desiertas carreteras, inundadas de luz lunar, que llevaban al Havre. Aquella noche, Rolling disparó contra ella, luego probó a insultarla y, por último, se calló. Si no so equivocaba, en el automóvil incluso había llorado en silencio, la cabeza abatida sobre el pecho.

En el Havre, Zoya embarcó en el “Arizona”, yate perteneciente a Rolling, y al amanecer salía al Golfo de Vizcaya. En Lisboa recibió documentación y papeles a nombre de madame Lamolle y pasó a ser la propietaria de uno de los más lujosos yates de Occidente. De Lisboa pasaron al Mediterráneo, donde el “Arizona” navegaba frente a las costas de Italia, manteniéndose en los diez grados de longitud este y los cuarenta de latitud norte.

Inmediatamente se estableció comunicación entre el yate y la emisora particular que Rolling había montado en Medone, en las cercanías de París. El capitán Jansen ponía en conocimiento de Rolling todos los detalles del viaje. El multimillonario llamaba a Zoya todos los días. Ella le informaba cada tarde de su “humor”. En aquella monotonía pesaron semana y media, hasta que los receptores del “Arizona”, palpando el éter, captaron en las ondas cortas un mensaje transmitido en un idioma desconocido. Se lo comunicaron a Zoya, y ella oyó una voz que paralizó su corazón:

—…Zoya, Zoya, Zoya, Zoya…

La voz de Garin zumbaba en los auriculares como un enorme moscardón que se golpeara contra un cristal. Repetía el nombre de la mujer y después de cierto intervalo decía:

—…Contesta de la una de la noche a las tres de la madrugada.

Y de nuevo:

—Zoya, Zoya, Zoya… Ten cuidado, ten cuidado…

Aquella misma noche, sobre el oscuro mar, sobre la dormida Europa, sobre las antiguas ruinas de Asia Menor, sobre las llanuras de África, cubiertas de las agujas y el polvo de secas plantas, volaron las ondas de una voz femenina:

—…A quien ha pedido se contestase de la una a las tres…

Zoya repitió la llamada muchas veces. Después dijo:

—…Quiero verte. No importa que sea una locura. Fija cualquiera de los puertos italianos… No me llames por mi nombre, te conozco por la voz…

Aquella misma noche y en el mismo instante en que Zoya repetía terca la llamada, confiando en que Garin, —lo mismo si se hallaba en Europa que en Asia o en África— captaría la onda de la emisora electromagnética del “Arizona”, a dos mil kilómetros del buque, en París, sonó el teléfono sobre la mesita de noche junto a la cama de matrimonio donde dormía, solo, Rolling, la nariz hundida en la manta.

Rolling se levantó de un salto y descolgó el auricular. La voz de Semiónov dijo apresuradamente:

—Rolling. Ella está hablando.

—¿Con quién?

—Se oye mal, no lo llama por el nombre.

—Está bien, continúe escuchando. Mañana me informará usted.

Rolling colgó el auricular y se metió de nuevo en la cama, pero no pudo conciliar el sueño.

Entre el huracán de foxtrotes, entre los alaridos de los anuncios, entre canciones eclesiásticas corales, comentarios políticos, óperas, sinfonías, boletines de la Bolsa y bromas de famosos humoristas, no era nada fácil captar la débil voz de Zoya.