Para ello se encontraba Semiónov en Medone día y noche. Había conseguido tomar algunas frases dichas por Zoya. Aquello bastaba para excitar la celosa imaginación de Rolling.
Después de la noche en Fontainebleau, Rolling se sentía pésimamente. Shelgá estaba vivo y constituía un peligro terrible. Había tenido que firmar un acuerdo con Garin, a quien, como a un negro, hubiese colgado con verdadero placer de cualquier rama. Quizás Rolling se hubiera mantenido entonces en sus trece, prefiriendo la muerte, el cadalso, a la unión, pero Zoya quebrantó su voluntad. Si se puso de acuerdo con Garin, fue para ganar tiempo, con la esperanza de que aquella loca volvería en sí y, arrepentida, tornaría a su lado… Rolling lloró de verdad en el automóvil, cerrando apretadamente los ojos, en pleno silencio… El mismo no podía comprender por qué… ¡Llorar por una mujer depravada, que vendía su cuerpo…! Pero las lágrimas aquellas fueron amargas y dolorosas… Como una de las condiciones para firmar el acuerdo, Rolling exigió que Zoya hiciera un largo viaje en el yate. (Era necesario para borrar las huellas.) Confiaba en convencerla, en llegar a su conciencia y ganársela conversando con ella por radio todos los días. Aquella esperanza era, quizás, más necia que sus lágrimas en el automóvil.
Como había convenido con Garin, Rolling empezó inmediatamente la “ofensiva general en el frente de la industria química”. El mismo día en que Zoya embarcaba en el “Arizona”, Rolling tomó el tren y regresó a París. Una vez allí, comunicó a la policía que había estado en el Havre y, cuando regresaba, lo habían atracado por la noche tres bandidos con el rostro tapado con pañuelos. Le habían quitado el dinero y el automóvil. (Mientras tanto —según habían resuelto— Garin cruzó Francia de oeste a este, pasó la frontera de Luxemburgo y hundió el automóvil de Rolling en el primer canal que vio.)
La “ofensiva en el frente de la industria química” comenzó. Los periódicos de París armaron un revuelo fantástico. “Enigmática tragedia en Ville d'Avray”, “Misteriosa agresión a un ruso en el parque de Fontainebleau”, “Osado atraco al rey de la industria química”, “Los millones americanos en Europa”, “El hundimiento de la industria nacional alemana”, “Rolling o Moscú”; todo ello fue mezclado inteligente y hábilmente en un solo ovillo que, como era de esperar, se le atragantó al pequeño burgués poseedor de valores. La Bolsa se vio conmovida hasta los cimientos. Entre sus grises columnas, junto a las pizarras en las que manos histéricas escribían, borraban y volvían a escribir con tiza las cifras de las acciones en baja, se agitaban y vociferaban hombres enloquecidos, con los ojos dispuestos a saltarles de las órbitas y los labios cubiertos de una espuma marrón.
Pero lo que estaba pereciendo allí era la morralla, todo aquello eran pequeñas bromas. Los grandes industriales y los bancos, apretando los dientes, se aferraban a sus paquetes de acciones. Ni siquiera los cuernos de Rolling, el búfalo americano, podían derribarlos fácilmente. Para aquella operación, la más seria, preparaba Garin su golpe.
Con una “prisa frenética”, como había señalado muy acertadamente Shelgá, el ingeniero construía en Alemania una máquina de acuerdo con su modelo. Garin iba de ciudad en ciudad encargando a las fábricas distintas piezas. Para comunicarse con París utilizaba la sección de anuncios de un periódico de Colonia. Rolling, a su vez, insertaba en un periodicucho de París dos o tres líneas por el estilo de: “Centre toda su atención en la anilina…”, “Cada día es precioso, no escatime dinero…”, etc., etc.
Garin respondía: “Terminaré antes de lo que esperaba…” “He encontrado un buen sitio”, “Empiezo…”, “Un contratiempo imprevisto…”
Rolling se inquietaba: “Estoy preocupado, fije el día…”
Garin contestaba: “Cuente treinta y cinco a partir del día en que firmamos el acuerdo…”
Con esta noticia de Garin coincidió la llamada telefónica que Semiónov hiciera a Rolling. El rey de la industria química montó en cólera: le estaban tomando el pelo. Las relaciones secretas con el “Arizona”, aparte de todo lo demás, representaban un peligro. Sin embargo, al día siguiente, cuando habló con madame Lamolle, Rolling no dijo nada que pudiera denunciar su estado de ánimo.
En las horas de insomnio, Rolling: “estudiaba” de nuevo “su partida” con el mortal enemigo. Encontró errores. Garin no estaba tan bien defendido como suponía. Su equivocación consistía en haber accedido al viaje de Zoya: el desenlace de la partida estaba decidido de antemano. El jaque mate sería anunciado a bordo del “Arizona”.
57
Pero lo que ocurría a bordo del “Arizona” era algo distinto de lo que creía Rolling. El recordaba a Zoya como a una mujer inteligente, tranquila y calculadora, fría y leal. Sabía que las debilidades propias de las mujeres le repugnaban. Rolling no podía admitir que durase mucho su pasión por aquel miserable vagabundo, por el bandido de Garin. Un agradable paseo por el Mediterráneo debía despejar su mente.
En efecto, Zoya parecía delirar cuando, en el Havre, la tomó a bordo el “Arizona”. Unos días de soledad en medio del mar la calmaron. Se despertaba, vivía y cerraba los ojos en medio de la azul luz, del fulgor de las aguas, bajo el rumorear de las olas, pausado y monótono como la eternidad. Con un estremecimiento de aversión recordaba la sucia alcoba y el cadáver de Lenoire, con aquel espantoso rictus y los ojos vítreos; recordaba la franja de humo en el pecho de Nariz de Pato, el húmedo claro en el bosque de Fontainebleau y los inesperados disparos de Rolling, que hizo fuego como si estuviera matando a un perro rabioso…
Sin embargo, su mente no se despejó, como confiaba Rolling. Veía día y noche maravillosas islas, palacios de mármol con escalinatas bajando al océano… Muchedumbres de gente bella, música, banderas ondeantes… Y ella era la soberana de aquel mundo fantástico…
Los sueños y las visiones en el sillón bajo el toldo azul eran la continuación de la plática mantenida con Garin en Ville d'Avray (una hora antes del asesinato). En todo el mundo, sólo una persona, Garin, podría comprenderla en aquellos momentos. Pero con él estaban relacionados los vítreos ojos de Lenoire y la terrible boca abierta de Gastón Nariz de Pato.
Por eso Zoya sintió que el corazón se le paralizaba cuando, inopinadamente, sonó en los auriculares la voz de Garin… Desde entonces, lo llamaba cada día, implorando unas veces y amenazando otras. Quería verlo y al mismo tiempo le temía. Se le antojaba una mancha negra en el límpido azul del mar y del cielo… Quería hablarle de sus sueños con los ojos abiertos. Quería preguntarle dónde se encontraba la capa olivínica. Zoya iba y venía, como loca, por el yate, privando de todo sosiego al capitán Jansen y al segundo.
Garin respondía:
“…Espera. Todo será como tú lo deseas. Lo que hace falta es que sepas querer. Desea y vuélvete loca. Eso es bueno. Así es como te quiero. Sin ti, mi obra es cosa muerta”.
Tal era su último radiograma, captado por Rolling. Zoya esperaba aquel día respuesta a la pregunta de cuándo, exactamente, había que esperarle en el yate. Zoya salió a cubierta y se acodó en la borda. La embarcación apenas si se movía. El viento se había encalmado. En el este se alzaba una tenue neblina, indicio de tierra aún invisible, y el gris penacho del Vesubio.
En el puente de mando, el capitán Jansen bajó la mano que sostenía los prismáticos, y Zoya sintió que la miraba como un embrujado. ¡Cómo no iba a mirarla cuando todas las maravillas del cielo y del mar parecían creadas exclusivamente para que las admirase madame Lamolle, acodada en la barandilla sobre la sima blanquiazul de las aguas!
A Zoya le parecían increíbles y ridículos los tiempos en que, por una docena de medias de seda, por un traje caro o, simplemente, por mil francos, dejaba que la besuqueasen, manchándola con su saliva, sujetos de cortos dedos y mejillas mal rasuradas…, ¡Puf…! París, cabarets, estúpidas cocotas, hombres depravados, la pestilencia de las calles y dinero, dinero, dinero… ¡Qué repugnancia…! ¡Aquello era vivir en un fétido pozo ciego!