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Garin le dijo la noche aquella: “Si quiere, será usted vicaria de Dios o del diablo, como más le plazca. Si tiene el deseo de aniquilar a seres vivos —a veces se siente esa necesidad—, podrá hacerlo porque dominará a todo el género humano… Una mujer como usted, Zoya, sabrá encontrar aplicación a los tesoros de la capa olivínica…”

Zoya pensaba:

“Los emperadores romanos se divinizaban a sí mismos. Seguramente, eso les causaba placer. En nuestros tiempos, no sería ése un mal entretenimiento. Para algo debe valer la pobre gente. La encarnación de Dios, una deidad viva en medio de un lujo fantástico… ¿Por qué no? La prensa podría preparar mi divinización fácil y rápidamente. Una mujer fabulosamente bella gobierna el mundo. Eso tendría un éxito indudable. Se podría construir en cualquier isla una suntuosa ciudad para jóvenes elegidos, presuntos amantes de la diosa. Aparecer, como diosa, entre jovenzuelos hambrientos de mujer, sería una sensación bastante agradable”.

Zoya encogió un hombro y, mirando otra vez al capitán, dijo:

—Venga aquí, Jansen.

El marino se acercó a grandes zancadas, pisando blandamente la cubierta, recalentada por el sol.

—Jansen ¿no piensa usted que estoy loca?

—No lo pienso, madame Lamolle, y no lo pensaré aunque me mande lo que mande.

—Gracias. Le nombro comendador de la Orden de la Divina Zoya.

Jansen pestañeó asombrado. Luego saludó llevándose dos dedos a la visera de la gorra, bajó la mano y volvió a pestañear. Zoya se echó a reír, y a los labios del capitán afloró una sonrisa.

—Jansen, existe la posibilidad de realizar los deseos más imposibles… todo lo que pueda ocurrírsele a una mujer en un día tan caluroso… Ahora bien, para eso hay que luchar…

—Lucharemos —respondió lacónico Jansen.

—¿Cuántos nudos hace el “Arizona”?

—Hasta cuarenta.

—¿Qué buques pueden darle alcance en alta mar?

—Muy pocos…

—Quizás tengamos que afrontar una prolongada persecución.

—¿Ordena usted que tomemos carburante?

—Sí. Además, tome agua dulce, conservas, champagne… Capitán Jansen, vamos a emprender una aventura muy peligrosa.

—A sus órdenes.

—Yo, Jansen, estoy segura de la victoria, ¿me oye…?

La campana del yate anunció que eran las doce y media… Zoya entró en la cabina del radiotelegrafista. Se sentó ante el aparato. Movió la maneta del receptor. Se oyeron los acordes de un foxtrot.

Frunciendo las cejas, Zoya miró el cronómetro. Garin callaba. Zoya de nuevo movió la maneta, esforzándose por evitar el temblor de sus dedos.

…Una voz desconocida, lenta, dijo en ruso a su oído:

“…Si aprecia usted la vida… el viernes desembarque en Nápoles… Espere noticias en el hotel “Splendid” hasta el sábado al medio día”.

Era aquello el final de una frase transmitida por onda de cuatrocientos veintiuno, es decir, por la misma que utilizaba todo el tiempo Garin.

58

Tres noches seguidas se olvidaban de cerrar las maderas de la habitación en que yacía Shelgá. Este lo advertía cada vez a la hermana carmelita y se cuidaba de que echaran como era debido la falleba que unía las maderas.

En aquellas tres semanas, Shelgá había mejorado tanto que podía ya levantarse y sentarse a la ventana, cerca de las frondosas ramas del platanero, de los mirlos negros y de los arcos iris encendidos en el polvo de agua que caía sobre el césped.

Desde allí se veía todo el jardín del hospital, cercado por una elevada tapia. En el siglo XVIII pertenecía aquel lugar a un monasterio destruido por la revolución. Los monjes no son amigos de miradas curiosas. La tapia era alta, con el caballete erizado de brillantes cascos de vidrio.

Para saltar la tapia, había que apoyar en ella una escalera desde la otra parte. Las callejas adyacentes al hospital eran quietas y desiertas, pero los faroles lucían en ellas tan vivamente, y en el silencio se oían con tanta frecuencia tras la tapia las pisadas de los policías, que aquello quedaba descartado.

Naturalmente, de no ser por los cascos de vidrio del caballete, un hombre ágil saltaría la tapia sin escalera. Cada mañana, disimulando tras el store, Shelgá examinaba la tapia, hasta la última piedrecilla. El peligro sólo podía venir por allí. Era poco probable que una persona enviada por Rolling se atreviera a entrar por la puerta. Pero Shelgá no dudaba de que los asesinos harían su aparición de un modo o de otro.

Shelgá esperaba que lo viese el médico para darse de alta. En el hospital todos lo sabían. El médico lo visitaba cinco días a la semana. Esta vez se había puesto enfermo, y Shelgá le dijeron que, sin que lo reconociese el médico jefe, no podrían darlo de alta. Ni siquiera intentó protestar. Había hecho llegar a la embajada soviética que le enviasen la comida de allí. La sopa del hospital la vertía a la pila del lavabo, y el pan lo echaba a los mirlos.

Shelgá sabía que Rolling necesitaba desembarazarse del único testigo. Sus nervios estaban tan excitados que apenas si pegaba ojo. La hermana carmelita le traía los periódicos, y él se pasaba el día, tijera en mano, estudiando los recortes. A Jlínov le había prohibido que fuera a verlo al hospital. (Wolf estaba en Alemania, en el valle del Rhin, reuniendo datos de la lucha de Rolling contra la compañía alemana de producción de anilina.)

Por la mañana, al acercarse como de costumbre a la ventana, Shelgá lanzó una mirada al jardín e inmediatamente se ocultó tras el store. Aquello incluso lo había alegrado. ¡Por fin! En la parte norte del jardín veíase apoyada en la pared, medio oculta por un tilo, la escalera del jardinero. El extremo sobresalía cosa de media vara por encima de los cascos de vidrio del caballete.

Shelgá exclamó:

—¡Son listos, los canallas!

Lo único que se podía hacer, era esperar. Lo había pensado todo muy bien. La mano derecha, aunque ya sin vendas, la tenía muy débil. La izquierda —con tablillas y escayolada— la monja se la había vendado muy fuertemente contra el pecho. El brazo con la escayola pesaba, por lo menos, unas quince libras. Aquella era su única arma de defensa.

Por cuarta vez, la monja de nuevo se olvidó de cerrar las maderas. Pero esta vez Shelgá no protestó y, desde las nueve, se fingió dormido. Oyó cómo cerraban los postigos en los dos pisos. Su ventana de nuevo quedó abierta de par en par. Cuando se apagó la luz, saltó de la cama y, con su débil mano derecha y con los dientes, se puso a soltar la venda que paralizaba su brazo izquierdo.

Shelgá hacía un alto de vez en cuando y, conteniendo la respiración, aguzaba el oído. Por fin, el brazo pendió libre. Podía enderezarlo hasta la mitad. Examinó el jardín, iluminado por un farol de la calle, y vio que la escalera seguía tras el tilo. Arrolló la manta y la metió bajo las sábanas; en la penumbra parecía que en la cama dormía un hombre.

Afuera todo estaba en silencio; únicamente se oía el gotear del agua. Un arrebol liláceo temblequeaba en las nubes sobre París. El ruido de los bulevares no llegaba al hospital. La negra sombra del platanero pendía inmóvil.

En las cercanías se oyó el motor de un automóvil. Shelgá quedó alerta y le pareció oír cómo le latía el corazón al mirlo dormido en una rama del platanero. Pasó un buen rato. Del jardín llegó un leve ruido, como si alguien restregara una madera contra el muro.

Shelgá se retiró hacia la pared, escondiéndose tras el store. Bajó el brazo escayolado. “¿Quién será? ¿Quién será? —pensó—. ¿Quizás Rolling en persona?”